Su dulce silbido penetra la
niebla. Lo escuchas y no lo ves. Cuando por fin lo descubres, está tranquilo,
perchando, moviendo lentamente la cabeza para observar cuanto lo rodea. Así es
el quetzal, duende de los bosques de niebla del Mundo Maya.
Por Fulvio
Eccardi
Cuando a fines de los años
setenta don Miguel Álvarez del Toro, padre de la conservación en Chiapas, estado
del sureste mexicano, me platicaba que "... allá en lo alto de las montaña, en
un bosque de gigantescos árboles y helechos de quince metros de altura, se
esconde el quetzal ..", se despertaron en mí la curiosidad y la fascinación: fue
el principio de una aventura de varios años de investigaciones, pues para
fotografiar al animal, primero tuve que conocerlo.
Definida como el ave más
bella del continente americano, el quetzal fue para las culturas mesoamericanas
símbolo de fertilidad, abundancia y vida. En la cultura maya los adornos,
estandartes y atuendos confeccionados con las iridiscentes plumas de quetzal
eran símbolo de poder y de riqueza. Para obtenerlas, a los quetzales debía
capturárselos vivos, se les arrancaban sus largas plumas (que crecerían después
de su muda) y volvía a dejárselos libres. En el próspero comercio mesoamericano,
las plumas de quetzal eran uno de los bienes más codiciados. De acuerdo a
documentos heredados por el misionero español fray Bartolomé de las Casas
(1474-1566), la captura o caza de quetzales estaba considerada una gran ofensa:
"... ellos castigaban con la muerte a quien matara al ave de rico plumaje, pues
era difícil de encontrar y sus plumas eran de gran valor porque las utilizaban
como dinero".
El quetzal
(Pharomachrus mocinno), del latín pharo (luz) y macrus
(grande), que significa ave de gran luminosidad, vive únicamente en los bosques
de niebla, de los cuales hoy sólo existen unas pocas zonas diseminadas en las
partes más altas de las montañas del Mundo Maya. La cubierta vegetal de los
bosques es muy densa, con árboles siempre verdes, plantas como musgos, líquenes,
bromelias, orquídeas y helechos que llegan a medir quince metros de altura. El
jaguar, el tapir, el mono araña y el rarísimo pavón (un ave de gran tamaño, de
negro plumaje y con un característico cuerno óseo de color rojo en la cabeza)
son algunos de los animales que habitan estos húmedos ambientes. Pero el quetzal
es quizá el representante más atractivo del bosque de
niebla.
Desde el punto de vista
técnico, estos terrenos son difíciles para fotografiar: el altísimo grado de
humedad pone fuera de uso las cámaras, empañando por dentro los anchos lentes
frontales de los telefotos; gran parte del día la luz disponible es mínima y
llueve muy seguido. Estos factores, aunados a lo problemático que resulta
observar al quetzal, me obligaron a ser paciente y a permanecer en el bosque
varios meses, en diferentes temporadas, para obtener imágenes de calidad. El
quetzal macho mide aproximadamente treinta y cinco centímetros de largo y las
plumas cobertoras de la cola cerca de noventa. Su color es iridiscente y varía
de acuerdo con la incidencia de la luz: desde dorado hasta azul y verde
esmeralda, contrastando con su rojo vientre. La hembra, al igual que otras
especies de aves, es de colores menos vistosos (gris-verde) y no presenta largas
plumas.
Los quetzales se
alimentan de frutos, principalmente de aguacates silvestres, pero gustan también
de insectos y pequeños vertebrados como lagartijas y ranas. En los meses de
febrero y marzo, época de apareamiento, los quetzales machos realizan
espectaculares vuelos y piruetas, vocalizando para atraer a las hembras. Una vez
formada la pareja, escarban su nido a unos diez o veinte metros de altura en un
tronco podrido. En algunas ocasiones, utilizan nidos de otras aves que estén
desocupados, como los de los pájaros carpinteros.
Con ayuda de algunos
habitantes de la región, recorrimos (mi equipo de trabajo y yo) la escarpada
zona en busca de nidos de quetzal. Ya que localizamos uno activo, es decir, en
proceso de excavación por la pareja de aves, fue necesario observar si realmente
estaba ocupado y si la hembra pondría los huevos. Cuando confirmamos que así
era, construimos un pequeño escondite, de manera que el ave no advirtiese
nuestra presencia y se marchara. Con el paso de los días la observamos y,
finalmente, la fotografiamos a través de un pequeño agujero, nuestra única
ventana hacia el mundo exterior. La hembra puso dos huevos—cantidad común entre
los quetzales—de color azul claro. Cuando el macho estaba dentro del nido, sus
largas plumas posteriores quedaban colgando afuera y se confundían con las
plantas que cubren los troncos. La hembra y el macho se alternaban en la
incubación y a lo largo del día se relevaban un par de veces: breves y preciosos
instantes en los que pudimos admirarlos y fotografiarlos. Cuando nacieron los
polluelos, la pareja de quetzales les llevaba el alimento, con una frecuencia
cada vez mayor, de acuerdo a la velocidad con la que crecieron y fueron teniendo
más apetito. Así fue como nuestras oportunidades para fotografiarlos aumentaron.
A las cuatro semanas, los pollos abandonaron el nido y se perdieron entre la
niebla que, casi todo el año, envuelve mágicamente un verde universo de abruptas
pendientes y escarpadas barrancas.
En la región de El
Triunfo, en la Sierra Madre de Chiapas, al igual que en algunas reservas como el
Biotopo del Quetzal, en las montañas altas de Guatemala, se protege al bosque de
niebla y a su fauna, pero todavía queda mucho por hacer para que, después de
cientos de miles de años de vivir en los húmedos bosques del Mundo Maya, el
quetzal no salga de la realidad para quedar solamente en una
leyenda
CARIÑOS-AIMAR