Desperté tarde, pasado el mediodía, encendí la computadora, miré los
correos electrónicos y me di con la grata sorpresa de que Shakira me
había escrito.
La conocía hacía veinte años, cuando ella se mudó a Miami y contrató
un profesor de inglés y se compró un auto descapotable y vino al
programa que yo hacía en canal Sur y me dijo que su sueño era ser famosa
en todo el mundo y cantar con la misma naturalidad en español y en
inglés y yo quedé enamorado de ella.
Pero entonces yo estaba casado con mi primera esposa y nuestra
segunda hija acababa de nacer y yo soñaba con ser el Letterman hispano y
mudar mi programa a las medianoches de Univisión y no tuve las agallas
de llamar a Shakira y decirle que quería salir con ella, tal vez porque
amaba a mi esposa y mis hijas y no quería romper la felicidad de mi
familia, quizás porque me temía que Shakira no perdería su tiempo
saliendo conmigo: ella era una diosa de apenas dieciocho años, y yo
acababa de cumplir treinta, y ni en sueños pensaba que ella se rebajaría
a que yo la besara.
Con el paso de los años la entrevisté un par de veces y nos hicimos
amigos y la quería tanto que ya me daba vergüenza pedirle una entrevista
más, porque sabía que era muy reservada con sus cosas privadas, y me
hice amigo de su novio argentino, y le conté que me había divorciado y
ahora yo también tenía novio argentino, y nos vimos muchas veces en
Miami, principalmente en el hotel Mandarin, que le encantaba, y en su
casa de Nassau, y salimos a navegar en lanchas rápidas y yates por las
aguas del Caribe y a volar en aviones privados y aeroplanos de dudosa
seguridad que amerizaban frente a la isla virgen que ella y su novio
compraron en las Bahamas, y mi amor por ella se hizo incurable,
infinito, y creo que ella lo veía en mis ojos rendidos, pero yo nunca me
atreví a confesarle que la amaba porque ella tenía novio y yo también, y
sin embargo debí ser valiente, qué podía perder, qué tonto fui.
Ahora Shakira me había escrito desde un correo nuevo, que no era uno
de los tres que yo tenía de ella, todos con nombres risueños y
juguetonas alusiones eróticas, y el título del mensaje decía “No se lo
digas a nadie”. Lo abrí esperanzado, porque en mis últimas visitas a
Barcelona ella no había podido o no había querido verme, quizá porque no
quería presentarme a su esposo (“Jaime es tan putito que quizás se
enamora de mi esposo y le tira onda”), o porque me asociaba con una
etapa de su vida que ya había dejado atrás (“Jaime es amigo también de
Antonio y, si lo veo, le contará todo”), o porque me veía como un gordo
pesado y perdedor (“Jaime ya no es el que era cuando lo conocí, ahora
está lento y atontado por las pastillas”), o porque temía que yo le
infligiera de regalo mi última novela con la expectativa de que la
leyera (“Jaime está siempre reescribiendo la misma novela”), y sonreí
como un bobito cuando leí: “Estoy en Miami. Quiero verte. ¿Puedes venir
al Mandarin después del programa? Besos, Shak”.
Se me apareció la Virgen, pensé. La última vez que la había visto
había sido precisamente en el Mandarin, donde comimos solos ella y yo,
antes de que se enamorara del futbolista, cuando todavía estaba de novia
con el argentino, pero ya estaba decepcionada del argentino, porque él
no quería tener hijos y ella rompió a llorar y me dijo que cada año
sentía con más poderosa urgencia la necesidad de ser madre, y yo lloré
con ella y me ofrecí a ser el padre de sus hijos en el peor de los casos
para ella, y sentí que tal vez aquella noche la besaría y me dejaría
subir a su suite y nos amaríamos hasta el fin de los tiempos, pero luego
llegó su novio y no pude besar a Mariposa Inmortal, como yo le decía, y
todo quedó nuevamente en una promesa inconclusa, una promesa al menos
para mí.
Habían pasado unos años ya, y por eso me apresuré en responderle:
“Mariposa Inmortal, tú sabes que voy adonde me digas. Dime qué día y a
qué hora, y allí estaré. Besos, Mariposón”. Ese día estuve radiante de
felicidad y mi esposa me preguntó por qué estaba tan contento y no quise
decirle que me había escrito Shakira porque pensé que podía ponerse
celosa o burlarse de mis ilusiones. Horas después llegó otro correo de
Shakira que decía: “Te espero mañana viernes a medianoche. Miraré tu
programa. Y no vengas tan abrigado, que tendré el aire apagado. Besos,
Shak”. No me decía si estaba sola o con su esposo o con su hermano que
la custodiaba por el mundo entero, pero quise pensar que estaba sola y
no bajaría a comer conmigo, sino que me pediría que subiera a su suite a
comer más privada y románticamente, esas fueron las ilusiones que me
hice, y por eso le respondí enseguida: “Allí estaré. No sabes las ganas
que tengo de verte. ¿Estás registrada a tu nombre?”. En pocos minutos
respondió: “Estoy a nombre de la señora Mamen de Piqué”. Solté una
carcajada, ella siempre se ponía nombres hilarantes, por ejemplo “Sila
Prieto”, y le escribí: “Termino el programa, me limpio el maquillaje y
corro a verte. Le diré a mi esposa que tengo una reunión de trabajo en
el canal. Besos, te adoro”.
Al día siguiente me puse mi mejor atuendo, un traje italiano y
zapatos de la misma marca, y me eché bastante perfume en mis partes
pudendas, y me depilé usando la cera de mi esposa, lo que me hizo llorar
en privado de unos dolores inenarrables, y le mentí a Silvia: “Amor,
terminando el programa tengo reunión con los gerentes del canal, supongo
que me tomará un par de horas, por favor no me esperes despierta, que
llegaré tarde”. Mi esposa me miró con ojos comprensivos, me dio un beso y
dijo: “Suerte en tu reunión”. Me sentí fatal al mentirle, pero, si le
decía que Shakira me había citado a medianoche en su hotel favorito,
quizá se pondría celosa y lo tomaría mal y me prohibiría esa visita, o
se reiría de mí y me diría, como tantas veces: “¿Cuándo vas a aceptar
que Shakira no está enamorada de ti, y se ríe de que estés enamorado de
ella?, ¿no te das cuenta de que estás haciendo el ridículo?”. Era la
primera vez que le mentía sobre una cita secreta con expectativas
románticas y por eso me sentí mal, pero, por otro lado, no podía
fallarle a Shakira, y quizá por fin ella se resignaría a besarme y yo
pasaría un par de horas eternas con ella.
Apenas terminó el programa, me encerré en mi camarín, me saqué el
maquillaje con paños húmedos, me eché más perfume en mis partes íntimas y
salí manejando como un loco, a toda prisa, hasta el hotel Mandarin. En
la recepción pregunté por la señora Mamen de Piqué, y la llamaron por
teléfono y le avisaron que yo estaba abajo esperándola y escuché la
tímida voz de Shakira autorizando que subiera a verla y entonces pensé
hoy será un día glorioso. La recepcionista me dijo el número de la
suite, me acompañó al ascensor, introdujo una tarjeta para que accediera
al último piso y se despidió cortésmente. Mientras subía, me miré en el
espejo y me dije: “Hoy es tu día, Jimmy. Hoy cortas oreja y rabo. Eres
el último playboy”. Sonreí, me guiñé el ojo, me acomodé el paquete y me
deseé suerte.
Estaba algo nervioso cuando caminé por el pasillo alfombrado
buscando la suite. Pensé: “La conoces hace veinte años, siempre que la
ves tienes ganas de besarla, por el amor de Dios no sigas siendo tan
pusilánime y atrévete esta vez, qué es lo peor que puede pasar, que te
diga mejor no, bueno, no sería tan terrible, supongo que no se
sorprendería si le confiesas que la amas, es obvio que ella ya lo sabe o
lo intuye”. Pero igual estaba nervioso cuando golpeé la puerta con los
nudillos de mi mano derecha y esperé con arrojo torero.
La puerta se abrió. No era Shakira. Era Silvia, mi esposa.
Mi amor –dije, sorprendido–. ¿Qué haces acá? ¿Te llamó Shakira?
Pasa –dijo ella, muy seria–. Shakira soy yo, idiota.