El regalo de lo posible
ESMERALDA SANTIAGO
Aquel 24
de diciembre, las calles de Boston estaban repletas de turistas y
residentes con abrigos de lana y ropa de franela. Compradores,
vendedores y curiosos se arremolinaban junto a mí. En los comercios
sonaban las canciones navideñas, y en las veredas, los músicos
callejeros daban lo mejor de sí. Todo el mundo, al parecer, estaba
acompañado de otra persona que sonreía o carcajeaba. Yo estaba sola.
Como soy la mayor de los 11 hijos de una familia puertorriqueña y me
crié con ellos en un atestado barrio de la Ciudad de Nueva York, había
pasado gran parte de mi vida deseando la soledad. Ahora, convertida en
una estudiante universitaria de 27 años de edad que estaba afrontando la
ruptura de una relación amorosa que había durado siete años, por fin
contemplaba lo que tanto había anhelado, pero no estaba muy segura de
que me gustaba.
Había deseado con el alma estar sola, pero no en
Navidad. Mi familia había regresado a Puerto Rico, mis amigos se habían
ido a pasar las fiestas de fin de año en casa, y mis conocidos estaban
muy ocupados en su propia vida.
Empezaba a anochecer, y el
inevitable regreso a mi departamento vacío me provocó tristeza. Las
lucecitas que decoraban las vidrieras y las puertas me atraían, y
deseaba que alguien saliera de un hogar y me invitara a entrar a una
habitación confortable y tibia, con un árbol navideño primoroso,
salpicado de nieve artificial y colocado sobre un pie de terciopelo
cubierto de regalos. Me detuve en un pequeño supermercado, y me deprimí
aún más al ver a la gente llenando sus canastos con cosas ricas. Los
dátiles, los higos, las nueces y las avellanas me hicieron recordar los
regalos que recibíamos de niños en la Navidad en Puerto Rico, porque los
obsequios más preciados se reservaban para el Día de Reyes, el 6 de
enero. Extrañaba a mi familia: sus fiestas ruidosas, los bailes, los
tazones de arroz con porotos gandul, la piel crujiente y con sabor a ajo
del cerdo asado, y las tortas de banana y yuca envueltas en hojas de
plátano. Quería llorar por haber deseado estar sola y haberlo
conseguido.
Frente a la iglesia habían colocado un nacimiento, con
figuras de José y María junto al pesebre esperando la llegada del Niño
Jesús. Me quedé contemplando la escena con otros transeúntes, algunos de
los cuales se santiguaban y rezaban. Mientras me dirigía a casa, me di
cuenta de que la historia del peregrinar de José y María de puerta en
puerta en busca de posada se parecía mucho a mi propia historia. Haber
dejado Puerto Rico seguía siendo una herida en mi alma, y aún luchaba
por saber en quién me había convertido después de 15 años de vivir en
los Estados Unidos. Había llorado mis pérdidas, pero por primera vez
reconocí lo que había ganado. Era independiente, instruida, osada y
tenía salud. Me quedaba una vida por delante, llena de posibilidades. A
veces, el mejor regalo es el que nos damos nosotros mismos. Aquella
Navidad me percaté de lo que había logrado hasta ese momento, y me di
permiso de seguir adelante, sin temores. Es el mejor regalo que he
recibido en mi vida, el que más valoro.
Esmeralda
Santiago es autora de seis libros, entre ellos el exitoso relato "Cuando
era puertorriqueña". El más reciente es la novela Conquistadora.