SIlvia y yo llegamos secretamente a Lima el 24 de
diciembre por la tarde, sin que su familia ni la mía estuviesen al tanto
de nuestra visita. Pasamos por mi apartamento, descansamos y, ya de
noche, fuimos a casa de mi madre Dorita, a darle una sorpresa de
Nochebuena. Tocamos el timbre, una empleada doméstica nos miró con
extrañeza y corrió a decirle a Dorita que habíamos llegado, y abracé a
mi madre y le dije:
–Llegaron los Reyes Magos.
Ella me corrigió, risueña:
–Serán los Reyes Vagos.
Yo había tomado whisky y pastillas para dormir en el avión y más
pastillas para echar la siesta en Lima, y por eso estaba un poco lento,
soso, errático, y caminé zigzagueante y me acerqué al árbol navideño a
contemplar el nacimiento de Jesús en el pesebre y de pronto tropecé con
una hilera de latas de trigo que marcaban el camino de los Reyes y caí
pesadamente como un saco de camotes, aplastando la delicada decoración
navideña:
–Ay, chucha –dije, mientras mi voluminosa humanidad de cien kilos
caía como una bomba de neutrones sobre la réplica del pesebre de Belén.
Pude oír cómo crujían al romperse y hacerse añicos las figuras del nacimiento, chancadas por mi panza colosal.
–¿Qué haces, manganzón? –me dijo Dorita, al verme caído sobre el pesebre.
Silvia corrió a socorrerme y me ayudó a ponerme de pie. Dorita se
arrodilló y examinó los daños: el Niño Jesús estaba partido en pedazos,
el carpintero José decapitado, los Reyes Magos lisiados, y varios de los
animales (vacas, burros, bueyes) privados de sus patas cuando no de sus
cabezas. Una masacre había ocurrido en el sagrado pesebre y el culpable
era un agnóstico, amoral, libertino, yo, Jimmy Barclays, que había
caído como una pesada desgracia sobre aquella cuidadosa puesta en escena
en la que Dorita cifraba su fe antigua, maciza, irrompible.
–¡El Niño Jesús, el Niño Jesús, qué le has hecho, imbécil! –estalló
Dorita, hincada de rodillas, contemplando la figura acéfala, tullida, de
Jesusito maltrecho.
–¡Mil disculpas, mamá, fue un accidente! –dije.
–¡Ningún accidente, huevón, estás borracho, por eso te caíste! –gritó Dorita.
–No está borracho, señora, está mal medicado –salió en mi defensa Silvia.
–¡Es la misma huevada! –dijo Dorita– Borracho de trago o de
pastillas, da pena igual. ¿Para eso vienes a visitarme? ¿Para romperme
el pesebre, huevón?
Me sorprendió que mi madre dijese tantas palabras soeces. Luego dio
un grito (¡Personal, repórtese!) y aparecieron como duendes sus
empleadas y su chofer:
–¡Vayan a comprarme un nacimiento ahorita mismo! –les ordenó.
Yo pasé al bar, me serví un trago, saludé a mis hermanos, a todos
ellos, al bando de los renegados, sentado a una mesa, y al bando de las
pirañas, parapetado en otra mesa, y tuve que elegir a cuál de las dos
mesas enemistadas sumarme, si aquella que deploraba que Dorita diese más
plata al campo adversario, rompiendo el criterio de equidad, o si
aquella que taimadamente le sacaba más dinero a Dorita, sin importarle
que los renegados sufriesen por eso. Me senté con los renegados, tal vez
porque todos bebían whisky como yo, y sentí las miradas hostiles de la
mesa piraña. Recuperada del trauma de ver su nacimiento hecho trizas,
Dorita se sentó con las pirañas. Pude ver que todos allí eran abstemios y
tomaban agua o limonada. Hacíamos pequeña conversación chismosa cuando,
de pronto, mi hermano Manuel, el magnate solterón, prominente líder de
las pirañas, se puso de pie, pidió silencio con una extraña solemnidad y
dijo:
–Jimmy, en nombre de nuestra querida madre Dorita, te pedimos, por
favor, que no vayas a escribir una columna contando intimidades sobre
esta linda reunión familiar.
Yo, muy pasado de pastillas y whisky, pues había comenzado a beber
en el avión, tenía la lengua suelta, pecaminosa, y por eso le dije:
–Ya, siéntate, huevón. Si no te gusta mi columna, no la leas. Igual, como no terminaste el colegio, seguro que no sabes leer.
Hubo risas sarcásticas entre los renegados.
–¡Buena, Jimmy, lo cagaste! –me dijeron, palmoteando mi espalda, celebrando mi insolencia.
Manuel desapareció de la escena. Cuando reapareció, traía un cuadro
de nuestra bisabuela escritora, pintado por nuestro extinto abuelo, y
vino caminando hacia mí, la mirada aviesa, el gesto torcido, y me golpeó
la cabeza con el cuadro de un modo tan violento que el lienzo se rasgó,
agujereándose, y mi cabeza terminó metida dentro del cuadro, en medio
de las carcajadas de la mesa piraña, incluyendo las de Dorita, que
parecía recién redimida de la aflicción de ver diezmado su nacimiento
bendito. Silvia se puso de pie y me ayudó a retirar el cuadro de mi
cabeza.
En venganza, mis hermanos Ignacio y Jorge, altos jefes renegados,
fueron a encarar a Manuel por ponerme un cuadro familiar de sombrero, y
Fernando se levantó en defensa de Manuel, y en cosa de segundos Jorge y
Manuel estaban liados a golpes, y Fernando tratando de ahorcar a
Ignacio, tras recibir una patada en los testículos. Volaban las copas,
los panes, los insultos, los gargajos, y yo seguía tratando de zafarme
del cuadro de la bisabuela, cuando Dorita gritó:
–¡Llamen al serenazgo, carajo!
Tal vez recordando que una ofuscada señora había sido condenada a
siete años de cárcel por abofetear a un policía, los hijos gamberros de
Dorita se calmaron y volvieron a sus sillas, lamiéndose las heridas.
Todavía no eran las doce, no se habían abierto los regalos, pero cinco
hermanos malquistados teníamos los rostros dañados, amoratados, y se
sentía en el aire una tensión que podía estallar en más violencia.
Informada de que había llegado el nuevo nacimiento comprado en un bazar
ambulante, Dorita se dirigió a acomodarlo, acompañada de su hija
Carolina, lideresa moral de la facción piraña.
La cena estuvo deliciosa y disfrutamos de ella sin grandes
contratiempos. Pero nadie de la mesa renegada hablaba con la mesa
piraña, y ni siquiera se miraban entre sí. Solo Manuel, cada tanto, me
dirigía una mirada flamígera, prometiendo darme una paliza apenas
terminara la Nochebuena.
Fue curioso abrir los regalos porque solo Dorita y yo regalamos a
todos, a los de un bando y los del otro, aunque mis regalos, perfumes,
siempre perfumes, fueron menos celebrados que los de Dorita, que no
escatimó en comprar las mejores cosas para sus hijos.
De pronto se me acercó Manuel, y pensé que venía a pegarme de nuevo,
alto y robusto como un boxeador, y me entregó un regalo, para mi
sorpresa. Lo abrí con cierta desconfianza. Era una corbata.
–Qué linda, es todo tu tipo –dijo Silvia.
Olí la corbata, la desplegué ante mis ojos, toqué la tela un tanto rugosa, comprobé que no era seda, y le dije Manuel:
–Es una buena mierda. Mejor úsala tú cuando quieras salir con mi hija Camelia, ganapán.
Le dije eso porque Camelia me había escrito sorprendida, contándome
que estaba en Lima, de vacaciones, y Manuel la había llamado y le había
dicho para salir a tomar unos tragos. Manuel se alteró, desorbitada la
mirada, babosa la comisura de los labios, y las carcajadas de los
renegados acicatearon su furia, y vino a golpearme. Pero yo lo
sorprendí, porque llevaba un pequeño aerosol de gas pimienta en el
bolsillo: lo saqué, apunté a su cara y disparé, pero, sin querer,
terminé rociando también a varios de los renegados, y yo mismo, tan
torpe como siempre, terminé menoscabado por el gas, todos tosiendo,
lagrimeando, enceguecidos, Manuel de rodillas, arrojando un vómito
verduzco sobre los trigos de Dorita, como un volcán en erupción
desbordándose sobre el repuesto nacimiento.
–¡No vomites sobre el Niño Jesús! –le gritó Dorita, pero ya era tarde.
Yo salí corriendo al jardín, me quité la ropa, quedé en calzoncillos y
me arrojé a la piscina para aliviarme la quemazón del gas pimienta.
Detrás de mí, venía Dorita con una escoba, al tiempo que gritaba:
–¡Te voy a matar, gordinflón!
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