Mi
esposa Silvia, nuestra hija Zoe de casi cinco años y yo, que parecía el
abuelo de Zoe, llegamos a la fiesta de fin de año en un hotel cercano a
casa. Me encontraba de mal humor porque la camisa me ajustaba la barriga
y parecía a punto de estallar, y cada entrada me había costado
trescientos dólares, lo que había hecho un agujero en mis bolsillos,
¡casi mil dólares por ir a una fiesta!
Apenas llegamos, nos dieron la bienvenida y nos
preguntaron si queríamos tomarnos fotos con las modelos anfitrionas
disfrazadas de criaturas futuristas, cuatro mujeres de cuerpos
espléndidos metidas en trajes plateados, brillantes, como si vinieran de
otro planeta, otra galaxia.
–¿Cuánto cuestan las fotos? –pregunté, alarmado.
–Cien dólares el paquete –dijo una señorita.
–Muy bien, encantados –dijo Silvia.
–No, ni hablar, muy caro –dije.
–Amor, no seas tacaño, Zoe tiene ilusión –me dijo Silvia, y tuve que ceder.
Mientras nos hacían las fotos, susurré en el oído de una de las chicas futuristas:
–Mira, mamita, en mi país, por cien dólares, una chica como tú pasa la noche conmigo.
Ella sonrió, inexpresiva.
–Cien dólares por unas fotos –refunfuñé–. Menudas hetairas mamahuevos.
Luego caminamos hasta nuestra mesa, la número
veintidós, cerca de la orquesta que ya tocaba música en vivo, y un
camarero se acercó, presuroso, nos entregó la carta de licores, y
preguntó:
–¿Les traigo una botella de champán?
–Sí, claro –dijo Silvia.
–Ya está incluida en el precio que hemos pagado, ¿no? –pregunté, por las dudas.
–No, señor –me corrigió el camarero–. El consumo de licores se paga aparte.
Miré los precios: la botella más barata costaba doscientos dólares, la más cara quinientos.
–Jijunagranputas –mascullé.
–Nos trae un buen champán –ordenó Silvia–. Tenemos que festejar. Ha sido un gran año, amor. Has ganado mucha plata.
–Bueno, sí –musité.
–¿Y para su nietecita? –me preguntó el mozo.
–Para ella, una limonada –respondió Silvia, conteniendo la risa.
–La reputamadre que los parió, en este hotel son unos
ladrones afanadores miserables inescrupulosos –dije, releyendo los
precios exorbitantes de los licores: había botellas de vino que llegaban
¡a los mil dólares!
Miré a mi esposa y le dije:
–El próximo Año Nuevo nos quedamos en casa y tomamos cerveza. Esto es demasiado caro. Me duele en el mero culo.
–No seas pesado, a ti siempre te duele el culo –dijo ella.
Poco después la orquesta empezó a tocar “Pedro
Navaja”, un clásico, y salimos a bailar los tres. Cerré los ojos y me
entregué, afiebrado, a bailar esa gran canción, un himno en las fiestas
de mi juventud, cuando una señora muy guapa se acercó y me dijo al oído:
–Señor Baylys, baila usted muy bonito, pero no le conviene andar mostrando el pajarito.
Enseguida me guiñó un ojo y señaló mi entrepierna con
un mohín coqueto. Bajé la mirada y comprobé que tenía la bragueta
abierta, pero ese no era el problema más serio, el problema más
espantosamente serio era que, siguiendo los consejos del astrólogo del
periódico, no me había puesto calzoncillos blancos, sino unos amarillos
chillones. Rápidamente me subí el cierre y fingí que no había pasado
nada y seguí bailando. Por suerte, mi esposa y mi hija no parecían haber
advertido que estaba bailando con el calzoncillo amarillo patito al
aire. Terminó la canción, volvimos a la mesa y poco después se acercó
otra señora, igualmente atildada, y me dijo, con delicadeza:
–Quiero mostrarle algo, señor Baylys.
Me puse de pie:
–¿De qué se trata? –pregunté.
Ella me mostró una foto tomada por su teléfono móvil:
yo salía bailando “Pedro Navaja”, los ojos cerrados, los brazos
abiertos, entregado al trance de aquella canción inmortal, y ella me
había fotografiado, capturando el preciso momento en que, por ejecutar
un paso un tanto arriesgado, yo había abierto las piernas, y se me veían
los calzoncillos amarillos, y un huevo, el más grande, el derecho, se
había zafado del odioso confinamiento de la ropa interior, y se asomaba,
rumboso, parrandero, como si quisiera echar una mirada fisgona a la
pista de baile.
–Tiene usted un huevito al aire –me dijo ella y se rio
con tanta gracia que Silvia se puso de pie y espió la foto y soltó una
carcajada y en cosa de segundos nuestra hija miraba también la foto y
gritaba, como si no hubiera nadie oyendo:
–¡Papi, tu huevo salió a bailar!
Le di mi correo electrónico a la señora, le rogué que
me enviase la foto y la eliminase para siempre, sin enseñársela a nadie
más, y ella me dio su palabra, pero seguía riéndose con cierta malicia, y
luego me dijo:
–Yo siempre he admirado los huevos que usted tiene para criticar a la dictadura de mi país.
Aparentemente, la dama era cubana.
–Lo que no sabía es que tuviera los huevos tan grandes –añadió y soltó la carcajada.
Quiero irme a casa, pensé, humillado. Me senté,
redoblé el consumo de champán y me negué a salir a bailar, traumado como
estaba, mirándome la bragueta a cada momento, asegurándome de que
ningún huevo saliera a bailar sin mi permiso. Si seré idiota de haberme
puesto calzoncillos amarillos, pensé, culposo. Cuando se acercó el
camarero, le pedí más champán y le pregunté:
–Déjeme hacerle una pregunta personal: ¿usted tiene un huevo más grande que el otro?
El camarero me miró, perplejo, soltó una risa nerviosa y dijo:
–No, señor.
–Pues yo sí –le conté–. Mi huevo derecho es más grande. Por eso he sido siempre un hombre de derechas.
El mozo pensó que bromeaba, pero no: estaba haciéndole una confesión sincera.
–El problema –continué– es que un huevo me crece, no para de crecer, y el otro no.
El camarero fue amable y dijo:
–No se sienta mal, todos tenemos defectos. Yo, por ejemplo, tengo el pene chueco.
–¿Chueco?, ¿de qué manera? –pregunté.
–Siempre apunta al Norte –respondió él, y no parecía
estar bromeando–. Como nací en Cuba, apunta al Norte, porque quiere ser
libre. Es como una brújula. Cuando vine en balsa con unos amigos, nos
sirvió mucho para orientarnos en alta mar.
–Un pene brújula –comenté, pensativo–. Muy útil, sin duda. No sabía que existía.
El camarero se retiró con discreción profesional. Como
mi esposa y mi hija seguían bailando, me dirigí al baño, me encerré en
el habitáculo reservado a los minusválidos (un huevo bastante más
pequeño que el otro podía considerarse una minusvalía o discapacidad, me
dije) y me quité el calzoncillo amarillo, ya basta de payasadas de Año
Nuevo, pensé. Y lo dejé allí, colgando del gancho de la puerta, y salí,
me lavé las manos, me aseguré de tener la cremallera bien cerrada, y
volví a la mesa. No tenía ganas de salir a bailar, así que me dediqué a
comer como pirata o preso político. Al día siguiente debía comenzar una
dieta estricta y por eso tragué como un oso guardando reservas para el
invierno. Interrumpí ese banquete cuando la orquesta se animó a tocar
una canción de Celia Cruz. Me puse de pie, me miré la bragueta, estaba
bien cerrada, menos mal, y me uní a bailar, extasiado, con Silvia y Zoe.
Estaba moviéndome como un adolescente eufórico, sintiéndome inmortal,
seguro de que el nuevo año me haría ganar más dinero, cuando mi hija,
traviesa, me avisó:
–Papi, ¡el huevo, el huevo!
–Amor, ¡se te escapa el huevo! –me dijo Silvia, partiéndose de la risa.
Y así mismo como ellas me lo advirtieron con cierto
fragor, comprobé que el maldito cierre al parecer se abría sigilosa e
inopinadamente cuando yo bailaba y otra vez el huevo derecho, el más
conspicuo y huidizo de ambos, había salido a bambolearse, hamacarse y
pavonearse, provocando miradas de hilaridad o consternación entre los
bailarines otoñales que contemplaban con pasmo aquella insólita
exhibición testicular. Colorado de la vergüenza, me subí la bragueta
estropeada y contemplé cómo una señora muerta de la risa se acercaba y
me decía:
–¡Feliz año huevo, señor Baylys!