EL HOMBRE DE LOS SANDWICHES.
¿Qué harían si quisieran cambiar el mundo, dejar una marca o hacer un depósito para un pasaje al cielo? ¿Pensarían a lo grande u elegirían al acto más llamativo y grandioso? ¿O perseverarían en silencio cada día, haciendo un acto personal por vez? Michel Christiano, un oficial de justicia de Nueva York, se levanta todos los días a las 4 de la mañana, con buen o mal tiempo, sea día laborable o no, y entra en su fábrica de sándwiches. No, no es el dueño de una casa de comidas, en realidad es su cocina personal. En ella están los rellenos de sus famosos sándwiches, famosos sólo para aquellos que los necesitan con desesperación para mantener a raya el hambre del día. A las 5:50 está haciendo la ronda por los refugios improvisados de personas sin techo de las calles Centre y Lafayette, cerca de la Municipalidad de Nueva York. En poco tiempo, entrega como puede doscientos sándwiches a otras tantas personas sin techo, antes de comenzar su jornada de trabajo en el tribunal. Empezó hace veinte años, con una taza de café y una rosquilla para un hombre sin techo llamado John. Día tras día, Michael le llevaba sándwiches, té, ropas y, cuando hacía realmente frío, un lugar donde refugiarse en su auto mientras él trabajaba. Al principio, Michael sólo quería hacer una buena obra. Pero un día, una voz en su cabeza lo obligó a hacer más. Esa fría mañana de invierno, le preguntó a John si le gustaría lavarse. Era una oferta en vacío, porque Michael estaba seguro de que John se negaría. Inesperadamente, John dijo: -¿Vas a bañarme? Michael oyó su voz interior que le decía: “Pon tu dinero donde está tu boca”. Al mirar a ese pobre hombre cubierto con ropas en jirones y malolientes, descuidado, barbudo y con aspecto salvaje, Michael tuvo miedo. Pero también sabía que estaba enfrentando la mayor prueba de su compromiso. De manera que ayudo a John a que subiera al vestuario del tribunal para empezar el trabajo. El cuerpo de John era una masa de cortes y lastimaduras, resultado de años de dolor y descuido. Le habían amputado la mano derecha y Michael se sobrepuso a sus propios miedos y su repulsión. Ayudó a John a lavarse, le cortó el pelo, lo afeitó y compartió con él su desayuno. -En ese momento- recuerda Michael-, supe que tenía una vocación y creí que estaba en mí hacer algo. Cuando le surgió la idea de los sándwiches, Michael respondió a su vocación. No recibe apoyo empresarial, cosa que explica diciendo: -No me propongo hacer una obra de caridad que quede registrada o reciba atención de los medios masivos de comunicación. Sólo quiero hacer el bien, día a día, a mi pequeña manera. A veces el dinero sale de mi bolsillo, a veces tengo ayuda. Pero esto es algo que puedo hacer, un día y una persona por vez. “Hay días en que nieva –dice- y me cuesta dejar mi cama caliente y la calidez de mi familia para ir al centro de los sándwiches. Pero entonces esa voz interior empieza a charlar y puedo hacerlo”. Y lo hace. Michael ha hecho doscientos sándwiches todos los días durante los últimos veinte años. -Cuando entrego los sándwiches- explica-, no los dejo simplemente en una mesa para que ellos los tomen. Miro a cada uno a los ojos, le estrecho la mano y le deseo un buen día. Cada persona es importante para mí. No los veo como “los sin techo”, sino como gente que necesita comida, una sonrisa de aliento y algún contacto humano positivo. “Un día apareció el intendente Koch, para hacer la ronda conmigo. No invitó a los medios de comunicación, sólo él y yo- dice Michael. Pero de todos sus recuerdos, trabajar codo a codo con el intendente no es tan importante como haber trabajado junto a otra persona… Un hombre había desaparecido de las filas de los que recibían sándwiches, y Michael pensaba en él de tanto en tanto. Esperaba que el hombre hubiera accedido a mejores circunstancias. Un día, el hombre apareció, transformado, y saludó a Michael limpio, bien vestido, afeitado, y llevando sándwiches hechos por él para entregar a los necesitados. La dosis cotidiana de comida fresca de Michael, sus cálidos apretones de mano, sus miradas y buenos deseos le habían dado a este hombre la esperanza y el estímulo que necesitaba de manera tan desesperada. Que cada día lo vieran como a una persona, no como a una categoría, había dado a su vida un giro de 180 grados. La situación no necesitó de palabras. Los dos hombres trabajaron en silencio, lado a lado, entregando sus sándwiches. Fue un día más en las calles de Nueva York, pero un día con un poco más de esperanza.
Meladee McCarty
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