La joven madre salió de la clínica con su bebé en brazos. Ya estaba acostumbrada a tener hijos. Era madre de tres mujercitas y tres varoncitos. Ahora había tenido este último, el número siete, Andy, otro varón.
Ana González llegó a su casa. Bañó, peinó y perfumó a sus siete hijos. La mayor ya tenía siete años. Después salió a la calle y desapareció.
En una nota que dejó, dijo: «He tenido siete hijos, y sólo tengo veinte años de edad. Estoy cansada. Mis hijos han robado mi niñez, mi adolescencia y mi juventud. ¡Me voy para siempre!»
Increíble que una jovencita de apenas veinte años de edad sufriera la desgracia de tener que escribir una nota así.
Se habla de que los tiempos están trastornados. Que en tiempo de calor, está haciendo frío. Que cuando debe haber calma, el viento sopla con furia. Pero como que el mismo desacierto está ocurriendo en la raza humana. La vida tiene de por sí sus cargas, pero doce años, si bien es edad que puede admitir un embarazo, es una edad demasiado temprana para adquirir la responsabilidad de una familia.
La vida tal y como la diseñó Dios supone tener un desarrollo normal. Tiene infancia, tiene adolescencia, tiene juventud, tiene madurez. Cada etapa trae su encanto. Pero interrumpir ese orden armónico es, entre lo injusto, lo más injusto.
Nadie debe juzgar con censura la acción de esa joven madre. Sería una horrible falta de compasión. Pero sí es de censurarse el hecho de que esto ocurra en un mundo donde debe haber más cordura, juicio y madurez.
¿Dónde estaba el cuidado de los padres de esa criatura de apenas doce años de edad? ¿Qué complejo de inseguridad pudo haber arrojado a esa niña a merced de algún hombre sin escrúpulos que no sólo abusó de ella, sino que nunca tuvo la decencia de cuidar de sus hijos? ¿Qué ocurre con nuestra sociedad que admite que locuras como éstas ocurran en la vida diaria? ¿Cómo puede explicarse tan tremenda irresponsabilidad?
La verdad es que toda la raza humana —el hombre, la mujer, el joven, la señorita, el niño, la niña— necesitamos una ayuda. Necesitamos un conductor. Necesitamos un consejero. No tenemos la capacidad de transitar a través de esta vida solos. Necesitamos un guía.
Ese guía es Cristo. Fue Él quien dijo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Juan 14:6). Hagámoslo Rey de nuestra vida. Él no nos dejará solos.
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