Halloween tiene la curiosa distinción de ser objeto de ataque tanto de la derecha radical como de la izquierda radical, y esto debería servir como recordatorio de que los términos ‘izquierda’ y ‘derecha’ no son muy precisos o, en todo caso, que como suele ocurrir, los extremos se tocan. Ciertamente, la manía comercial por Halloween es notoria. Pero, más notoria es la obsesión que tanto derechistas como izquierdistas tienen respecto a esta fiesta tan divertida. Hay fundamentalmente cuatro argumentos frecuentemente invocados para oponerse a la festividad del Halloween; algunos son mejores que otros, pero al final, me parece que ninguno es contundente.
El primer argumento, frecuentemente invocado por la derecha religiosa, es que Halloween es una fiesta demoníaca. Las versiones más reaccionarias de este argumento, sostienen que Halloween es una vía de acceso al culto a Satanás y al mundo del ocultismo, y por ende, incompatible con las grandes religiones monoteístas.
La historia del Halloween es un tanto escabrosa. La mayoría de los historiadores coinciden en que tuvo un origen cristiano. En la Edad Media, la Iglesia estableció el día de los santos el 1 de noviembre, y el día de los difuntos el 2 de noviembre. En preparación a estas festividades, en la vigila previa, se preparaban comidas y otros ornamentos para rendir homenaje a los santos y difuntos en los dos días siguientes.
Es posible que, en su misión evangelizadora en Irlanda, la Iglesia tratase de ajustar la festividad del día de los santos, con la tradición celta precristiana del Samhain, un ritual que conmemoraba el fin de la temporada de la cosecha, y según el folklore celta, el día del año durante el cual los espíritus venían a este mundo.
Originalmente, no había en esto connotaciones satánicas ni brujeriles. La aparición de estos símbolos vino a ocurrir muchísimo tiempo después, cuando los inmigrantes irlandeses extendieron esta fiesta a los EE.UU. Había, eso sí, la expectativa de encontrarse con fantasmas, pues así estaba estipulado en el folklore celta. Pero, hay un largo trecho entre esperar encontrarse con un fantasma, y rendir culto a Satanás.
En todo caso, sí me parece razonable que, quien asuma un firme compromiso con la religión cristiana, termine por asumir que Halloween implícitamente asume doctrinas que son contrarias al cristianismo. Si bien me parece muy deseable que haya diálogos interreligiosos, hay doctrinas de distintas religiones que sencillamente son incompatibles entre sí, y si se asume una religión, un mínimo ejercicio de lógica exigiría rechazar prácticas y creencias que no son compatibles con la religión asumida. En el caso de Halloween, el cristiano tendría que evaluar si la celebración del contacto con los difuntos es contraria o no a las enseñanzas cristianas sobre el destino post mortem, y la relación entre los vivos y los muertos.
Pero, por supuesto, para aquellos que no somos cristianos, nada de esto nos concierne, y no es motivo suficiente para oponerse a la celebración de Halloween. Pero, algún otro sector de la derecha religiosa señala que, incluso dejando de lado los aspectos doctrinales que son irrelevantes a quien no sea cristiano, el Halloween es perjudicial. Pues, se alega, las imágenes terroríficas empleadas en esta festividad atormentan a los niños, y eventualmente, les puede generar un daño psicológico que conduce a la delincuencia y otros males.
Me parece que este alegato es otra muestra de la histeria a la cual muchas veces llega la derecha religiosa. Así como durante algún tiempo hubo la obsesión por los mensajes subliminales en los discos de rock, ahora prospera la obsesión por el supuesto daño de las imágenes de Halloween. Que yo sepa, nunca se ha documentado con datos firmes que los niños que celebran Halloween sufren daños psicológicos. Al menos tal como hoy se celebra, las imágenes de Halloween distan de tener el aspecto perturbador que los ministros y curas víctimas de la histeria colectiva le atribuyen. De hecho, las imágenes de Halloween suelen estar bastante infantilizadas. Y, más aún, plenitud de psicólogos aprecian en el Halloween, una oportunidad para que los vecinos desarrollen un sentido comunitario con la entrega de caramelos, o incluso, una oportunidad para que los niños, mediante el uso de máscaras y disfraces, venza las inseguridades e inhibiciones típicas de la infancia.
Desde la izquierda, hay otros argumentos para oponerse a Halloween. El más frecuentemente invocado, especialmente en América Latina, es que Halloween es una forma de imperialismo cultural. Halloween sería así una invasión de una cultura foránea, que erosiona las costumbres locales, y acentúa la hegemonía cultural norteamericana. Este argumento es especialmente invocado en México, donde existe una fiesta similar el 1 de noviembre, el llamado ‘día de los muertos’, una festividad sincrética que, si bien se celebra durante la fecha de la celebración católica, incorpora muchos elementos de la religión prehispánica de los pueblos de lengua náhuatl.
Ciertamente Halloween desplaza a muchas de las manifestaciones culturales locales, y en efecto, esto merece el calificativo de ‘imperialismo cultural’. Pero, ¿dónde está lo objetable? Si una institución cultural se ha impuesto a otro pueblo por vía de la espada, entonces, esa situación es efectivamente objetable. Pero, no es el caso de Halloween.
Sólo si se parte de la visión romántica de que, cada pueblo tiene su Volksgeist, y éste debe ser mantenido a toda costa, se puede articular una oposición al Halloween en términos estrictamente culturales. Pero, creo que debemos cuestionar seriamente la premisa romántica de que cada pueblo tiene un Volksgeist fijo e inmutable. Muchos de las instituciones supuestamente autóctonas de cada cultura en realidad proceden a su vez de otras regiones que, en algún momento, también llegaron bajo una forma de imperialismo cultural. El empeño romántico en querer preservar intactas las culturas es típico de la mentalidad reaccionara que se opone a los cambios y transformaciones culturales.
Además, los románticos culturales que se oponen al Halloween para rescatar las costumbres locales muchas veces lo hacen de forma autoritaria, sin tener en contemplación las propias preferencias de la gente. En México, probablemente el campesino que celebre Halloween en vez del día de los muertos, será visto como un traidor, pues ha renunciado a su esencia cultural, y por ende, está alienado. Pero, de nuevo, esto parte del supuesto de que hay culturas auténticas y culturas falsas, y esto es muy cuestionable. ‘Cultura’ es sencillamente todo lo que el hombre hace. Si el campesino mexicano sale con su hijo a pedir caramelos la noche del 31 de octubre, no está falto de cultura, ni está viviendo una cultura ajena. Antes bien, se ha asimilado a una nueva cultura, y ahora Halloween forma parte de su cultura. Contrario a la suposición romántica, el ser humano tiene la suficiente flexibilidad psicológica como para asumir nuevas formas culturales sin mayores traumas. La suposición romántica de que los rasgos culturales son fijos, inmutables y esenciales es, por lo demás, muy peligrosa, pues fue exactamente bajo esa ideología, como surgieron las tesis raciales, según las cuales, una persona de piel negra siempre se comportaría como un africano, y nunca podría ser educado como un europeo.
En todo caso, es curioso que los que se oponen a Halloween bajo el argumento de que es una forma de imperialismo cultural, sean muy inconsistentes en su ataque a instituciones culturales foráneas. En Venezuela, por ejemplo, Hugo Chávez en alguna ocasión solicitó erradicar la fiesta del Halloween (acá), pero a la vez continuamente enaltece el béisbol como su deporte favorito. ¿Cómo diablos es Halloween una manifestación del imperialismo cultural norteamericano, pero el béisbol no lo es? Que me lo explique una bruja con su bola de cristal el 31 de octubre.
Un sector más refinado de la izquierda, critica el imperialismo cultural del Halloween, no tanto porque atenta contra la pureza de las culturas locales, sino porque los coloca en desventaja económica a los países periféricos. Éstos críticos proceden de la teoría de la dependencia. Según esta teoría, el sistema capitalista se ha conformado de manera tal que, los países industrializados aportan tecnología y generan productos manufacturados que exportan a los países del Tercer Mundo, mientras que los países del Tercer Mundo aportan mano de obra barata y materias primas, e importan los productos manufacturados. Como resultado, el Primer Mundo se enriquece, y el Tercer Mundo se empobrece.
El imperialismo cultural sería una estrategia para moldear los gustos de las poblaciones del Tercer Mundo por los productos manufacturados en el Primer Mundo. Y, así, se perpetuaría la relación de dependencia: el Tercer Mundo consume aquello que se produce en el Primer Mundo. Halloween sería un mecanismo perverso para asegurarse de que el niño en la barriada de México DF venda a bajo precio su labor en una fábrica procesadora de plástico, y compre a alto precio una imagen de una bruja manufacturada en la planta en la cual él mismo trabaja, y en el proceso, algún ejecutivo de una ciudad norteamericana se enriquezca.
Este análisis es mucho más plausible que aquel que apela a la pureza cultural, y quizás, esto sí sea una razón de peso mayor para oponerse a Halloween y al imperialismo cultural. Pero, si se aplican medidas proteccionistas económicas (pero no culturales), podría propiciarse el desarrollo de una industria local, sin necesidad de interferir en los gustos culturales de la gente.
Regresamos acá al ejemplo del béisbol. ¿Por qué oponerse al Halloween como forma de imperialismo cultural, pero no al béisbol? Si empleamos el análisis de la teoría de la dependencia, podríamos sostener que el béisbol es una estrategia de la cual se valen las grandes corporaciones productoras de equipos deportivos, para hacerse más ricas. Mediante el cultivo del gusto por este deporte en América Latina, las grandes corporaciones aseguran sus mercados de bates, guantes y pelotas en el Tercer Mundo, y los habitantes de nuestras regiones se empobrecen, pues venden su labor barata, y compran los productos caros.
¿Es la solución a esto erradicar el béisbol? Ni siquiera Fidel Castro (un gran aficionado al béisbol) ha propuesto semejante exabrupto. La solución, hipotéticamente, sería desarrollar industrias locales que sustituyan las importaciones económicas, sin necesidad de erradicar las importaciones culturales. En Venezuela, tal estrategia se ha empleado con relativo éxito. Empresas nacionales, tales como Tamanaco, fabrican guantes, bates y pelotas: así, se promueve la producción nacional de mercancías que, originalmente, proceden de gustos culturales foráneos. Resulta bastante plausible extender esta estrategia al Halloween: mediante incentivos y medidas proteccionistas económicas, se puede estimular el desarrollo de una industria nacional que provea mercancías para satisfacer un gusto que, originalmente, procede de otras regiones.
Por último, Halloween encuentra oposición en el mundo entero, debido al hecho de que se ha convertido en promotor del consumismo desenfrenado: el 31 de octubre es ocasión para comprar toda suerte de baratijas alusivas a las brujas, los fantasmas y las calabazas. El consumismo es atacado desde varios frentes izquierdistas. Los ecologistas se preocupan de que el consumo compulsivo depreda a los recursos naturales, y se agudice la crisis ecológica. Los psicólogos advierten sobre los riesgos de un estilo de vida consumista, pues el consumismo siempre dejará insatisfacción, y la felicidad no se compra con mercancía. Los economistas tienen preocupación de que el consumismo pueda generar un déficit, consumir más de lo que se produce, y hacer colapsar las economías.
Ciertamente atravesamos una crisis ecológica, en buena medida como producto del consumismo. Pero, la alternativa más ideal no es oponerse a la celebración del Halloween; antes bien, sería mucho más eficiente y realista persuadir a los consumidores de Halloween que compren productos ecológicamente sustentables.
No disputo los daños psicológicos del consumismo. Pero, al criticar el consumismo, nos movemos en linderos muy inestables. Los críticos sostienen que, en la sociedad de consumo, se crean necesidades falsas. Pero, ¿quién determina qué es exactamente una necesidad verdadera y una necesidad falsa? Propuestas teóricas como las de Abraham Maslow y su pirámide de necesidades me parecen insuficientemente precisas. Al entusiasmarnos con la crítica al consumismo, es muy fácil desembocar en exigencias peligrosas. En sentido estricto, nadie tiene la necesidad de más de un par de zapatos, de usar pantalones o camisas en un clima tropical, o de comer platos gourmet. ¿Quién coloca el límite entre la satisfacción de las necesidades reales y el consumismo? No deseo incurrir en la falacia socrática (aquella que sostiene que, puesto que no podemos definir un término, el concepto no existe en la realidad). Ciertamente, hay muchas necesidades falsas (aun si no logramos precisar cuáles son). Pero, debemos ser sumamente cuidadosos antes de apresurarnos a reprochar por ‘consumista’ alguna costumbre.
En el ámbito económico, por otra parte, no estoy seguro de que Halloween y el consumismo sean estrictamente objetables. La historia del capitalismo ha evidenciado un indiscutible progreso material: bajo casi todas las medidas (salud, esperanza de vida, nutrición, etc.), los pobres de hoy viven mejor que incluso los ricos de hace trescientos años. El capitalismo ha inyectado falsas necesidades, pero mediante ese mecanismo, ha sido muchísimo más eficaz en satisfacer las verdaderas necesidades. Pues, al activarse el aparato productivo para satisfacer las necesidades falsas (nunca de forma perfecta, por supuesto), se logran satisfacer las necesidades verdaderas.
La sociedad de consumo estimula la producción, y eventualmente, esta producción estimulada sirve para satisfacer las necesidades. Voltaire sostenía que lo superfluo es necesario, precisamente porque alcanzó a ver que, detrás de cada producto de lujo, había todo un aparato económico, cuya activación, llenaba las bocas del mundo. Es plausible sostener que la manía consumista de Halloween, al final, sea mucho más beneficiosa de lo que parece, pues al activar la industria y el comercio, termina por dar de comer a los niños de África.
Todo esto, por supuesto, son modelos teóricos que están abiertos a la discusión. Pero, precisamente, mientras esto se discute en la esfera intelectual, ¡dejad a los niños y a sus padres en paz, si desean ir disfrazados el 31 de octubre a pedir caramelos en el barrio!