Aquel 24 de diciembre la capital amaneció
vestida de blanco. A las seis de la
tarde, ya oscureciendo, el centro de la
ciudad mostraba la mejor de las estampas
navideñas: luces de colores, árboles
decorados, muñecos de nieve, niños con
panderetas pidiendo aguinaldos, adultos
con prisas ultimando sus compras, villancicos
en los comercios, olor a castañas asadas,
algún que otro Papá Noel y frío, mucho frío.
El mismo frío que se calaba, varias calles
más allá, en los huesos de
Antonio y Mercedes.
Antonio y Mercedes eran conocidos por todo
el vecindario de la calle Galileo. Se les podía
ver con su paso lento y el arrastrar de pies
yendo o viniendo del comedor social del
número 14. Por su carácter extrovertido
hablaban con todo el mundo que les quisiera
escuchar. Por eso era sabido que aquel par
de viejitos de ochenta y tantos años llevaban
sesenta casados, que tuvieron tres hijos de
los que, por circunstancias, no sabían nada de
ellos desde hace mucho tiempo y que malvivían
con su escasa pensión en un piso de
renta antigua de la calle Bailén.
Marta volvió a verlos esa tarde desde su
ventana del tercer piso del número 15.
Venían sonrientes y agarrados del brazo;
andando con más cuidado si cabe para evitar
resbalarse con el hielo que se había formado
en las aceras. Se pusieron a la cola para entrar
de nuevo al comedor de Santa Isabel que,
pasadas las seis de la tarde, ya tenía cerca
de una treintena de clientes habituales
esperando a que abriera sus puertas.
Los más jóvenes saltaban dando botes y
bromeaban con el vaho que salía de sus gargantas;
los mayores se resguardaban con las bufandas,
pañuelos y abrigos usados de los rigores del gélido
invierno madrileño. Todos ellos se
saludaban y sonreían con cierto entusiasmo.
Tal vez por esperarles la cena de Nochebuena
que, sabían, era especial.
“¿Y por qué no?”, se preguntó Marta a sí misma.
Acto seguido fue hasta su dormitorio y se
despojó de la bata y las zapatillas. Poco
después, con la emoción en el rostro,
cruzaba la calle en busca de la octogenaria pareja.
No era la primera vez que coincidían los tres.
Por eso, como en otras ocasiones, el encuentro
fue distendido y conversaron de temas
banales como el frío, la nieve, las fiestas
y lo bonito que estaba Madrid con tantos
adornos. Marta, en mitad de la charla, cogió
las manos de ambos y con cierto disimulo
los sacó de la fila del comedor. Antes de que
Antonio y Mercedes se percataran de ello,
soltó lo siguiente: “Me gustaría que pasarais
la Nochebuena en mi casa, conmigo”.
La pareja balbuceó algo que Marta, más
emocionada si cabe, acalló dándoles otros
argumentos: “Tengo unos cuantos años
menos que vosotros pero, en fin, me
encuentro muy sola desde que murió Fernando,
mi marido. No tuvimos descendencia y
carezco de familia próxima porque soy hija
única. Vosotros tenéis la suerte de estar
juntos aunque sé que con penurias y yo,
yo vivo mi vejez rodeada de abundancia
envuelta en soledad. Por favor, aceptad mi
invitación… En el fondo yo también soy una
pobre viejecita”. Esto último lo dijo a la vez
que le caían dos gruesas lágrimas por sus
mejillas. Los dos ancianos se abrazaron a
aquella mujer intentando transmitirle con
su gesto todo el cariño que necesitaba.
Instantes después le manifestaron la
decisión de aceptar su propuesta y, con las
explicaciones más o menos
pertinentes, se despidieron del resto.
Aquella Nochebuena dos mundos diferentes,
que no lo eran tanto, se sentaron a la mesa;
tres vidas longevas compartieron además
de las viandas, recuerdos,
ilusiones y alegrías.
Han pasado dos navidades desde entonces.
Madrid vuelve a estar engalanada de
luces. El mismo frío, el mismo ambiente,
idénticas prisas por sus calles. Lo cierto
es que en el 15 de la calle Galileo, tres
corazones amigos siguen
latiendo bajo el mismo techo.
(DE LA RED