Hay personas que llegan a la vejez y se ponen odiosos, irascibles. La maldad parece haberse apoderado de su temperamento. Todo lo ven mal, no hay nada que no les moleste. Intentan a veces con éxito, crear enfrentamientos entre familiares y seres queridos que hasta el momento llevaban una relación de armonía. Si encuentran la fórmula para dañar, ofender o hacer sentir mal de algún modo a quien aman no vacilarán en utilizarla. ¿Qué les ha sucedido a estas personas? Seres a los que quizás han dedicado sus vidas, por los que siempre se han preocupado, de pronto un día se convierten en el objetivo de sus ataques y reproches.
Este cambio drástico y repentino de actitud también suele aparecer en personas que si bien no han llegado a la vejez, han contraído una enfermedad grave o terminal, o han sufrido una gran pérdida afectiva o material; o han sido objeto de una repentina minusvalía física por el motivo que fuera y que los limita considerablemente. No me refiero a todas sino sólo a algunas personas. Seguramente se dan muchas otras situaciones ante las cuales el individuo reacciona experimentando dichos cambios pero considero que éstas son las más comunes.
Creo que básicamente lo que les sucede a estas personas es que experimentan el repentino temor a una muerte aparentemente muy cercana y/o a cambios negativos muy drásticos en su calidad de vida. Pero pongamos atención en algo: lo que está provocando el carácter agresivo en el individuo no es nunca su nueva situación sino los pensamientos que la misma genera en su mente. Agresión es la actitud por ellos adoptada para expresar sus sentimientos y empatía con las personas y el medio. No existe una constante. Este tipo de proceder goza de una amplia variedad en el comportamiento de quien lo sufre, de manera que nos impedirá generalizar. Va de la actitud agresiva sólo en relación a familiares y seres allegados, hasta el comportamiento generalizado en relación con todo el mundo. Y desde la actitud agresiva que puede tornar en agresión física y llegar al extremo de hacer imposible el trato, hasta la expresión de una bondad, docilidad y extrema actitud de comprensión hacia los demás que llega a sorprender de manera positiva a las personas del entorno del anciano o enfermo. Por eso no existen patrones, debido a que todo dependerá del carácter, características del temperamento, experiencias vividas y la forma que muestre la persona de enfrentar cambios traumáticos de esa naturaleza. El haber podido desarrollar y adoptar como propios principios de vida y una filosofía que los acerque a la trascendencia espiritual y a la relatividad de nuestro período de vida terrenal, por el medio que sea, producirá la gran diferencia a la hora de relacionarse con los demás y de cara a su propio bienestar anímico y general.
Para los familiares y allegados será importante en especial advertir esta situación, pues les permitirá ser más tolerantes al comprender que su ser querido no se ha convertido en una mala persona sino que expresa una forma particular de enfrentarse a un dolor desconocido por él con anterioridad. Esto no significa en ninguno de los casos que los primeros deban convertirse en mártires del segundo, pero sí ayuda a cambiar las reglas de juego a través de posibles conversaciones e intentar amenizar las relaciones entre ambos distendiendo las tensiones o buscar alguna otra fórmula de las tantas existentes antes de tener que llegar a la triste y no querida ruptura definitiva de la relación que tan unidos los había sabido mantener hasta la aparición del nuevo fenómeno.