“María se puso en camino y fue aprisa a la montaña a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel”. Lucas 1: 39.
Cuanto más se aproxima la Navidad es más intenso el deseo de ver a Jesús. Según los antiguos, la vista es el más noble de los sentidos. El que ve, posee ya lo que mira. Por eso acostumbramos decir: Abarcar con la mirada. Aunque Moisés no entrara en la tierra prometida, pudo verla de lejos, y este fue un gran consuelo. Además nuestra mirada revela muchas veces nuestros deseos. Ocurre que hay muchas formas de mirar. Y sí con la lengua podemos hacer bien o mal al hermano, la misma potestad esta concedida a los ojos. Hay ojos que ofenden porque están cargados de impureza. Otros, por el contrario, animan a vivir porque son capaces de admirarse ante lo que ven. Una mirada tiene el poder de volver caudales de alegría. En la mirada, por otro lado, hay algo que distingue al hombre de los animales. Las águilas solamente pueden ver desde lejos la presa que anhelan. Solo el ser humano se deleita en el mismo hecho de ver. Los depredadores necesitan alcanzar a su presa y devorarla para tener vida. Al hombre muchas veces le basta con ver y la vida puede entrar por sus ojos, al contemplar lo que ven, ¿Qué será entonces ver a Dios, el gran anhelo de los cristianos? Qué será dejarse mirar por El? La primera lectura nos habla de este momento que ya cercano y es lo que dice Isabel a María en el Evangelio cuando escuchó su saludo: La criatura saltó de alegría en mi vientre. Hemos de entrenar nuestra mirada y nuestros ojos para acercarnos a la cuna y recreamos con su vista, pues El quiere darnos vida al mirarnos.