La primera lectura de hoy describe nuestro viaje al cielo como una carrera. Nuestra vida entera es un maratón, durante el cual competimos en contra de nuestras tendencias pecaminosas. Lo que nos hace lentos es el peso muerto del pecado que aún no hemos identificado, o del cual aún no nos hemos arrepentido, o que aún no hemos entregado a la misericordia de Dios.
A menos que nos esforcemos en contra del pecado de manera deliberada y consciente y nos obliguemos a recibir las bendiciones del Sacramento de Reconciliación y a prestar atención durante el Rito Penitencial al comienzo de la misa, nos dejaremos superar por tentaciones y dudas, y nos tropezaremos y caeremos de espalda al pavimento.
Para mantenernos encaminados y seguir adelante hasta que ganemos la carrera, debemos fijar nuestros ojos en Jesús.
El pecado ocurre cuando nos encontramos en una situación que no nos gusta y elegimos tomar la salida fácil. Por ejemplo, al enfocarnos en nuestros problemas en vez de en las promesas de Dios, nos parece necesario elegir formas poco celestiales y poco parecidas a Cristo para lidiar con él. Por eso un aborto parece ser una buena solución, por ejemplo, o el divorcio o el sexo fuera del Sacramento del Matrimonio.
O si nos enfocamos en todos los males que nos hacen aquellos que nos causan sufrimiento, nos perdemos el hecho de que Jesús está tratando de enseñarnos una mejor manera o una manera más espiritualmente madura de resolver el conflicto. Por ende, caemos en la tentación de vengarnos o desesperarnos o de contribuir a más divisiones.
Para lograr una victoria verdadera, debemos implementar la manera de amar de Cristo, aunque eso signifique no tomar la salida fácil. La victoria nunca se encuentra del lado seguro de la cruz; se encuentra en el lado extremo, el lado de la resurrección que viene sólo después de entregar nuestras vidas por el bien de los demás.
No existe una solución gloriosa para las dificultades sin morir a nosotros mismos y sin clavar nuestros deseos personales en la cruz de Cristo.
Como seguidores de Cristo, debemos aceptar las dificultades como los dones que realmente son.
Los matrimonios con problemas pueden ser resucitados si ambos cónyuges van a la cruz y la atraviesan el uno por el otro, sacrificando su enojo (esté justificado o no), muriendo a sus impaciencias y falta de perdón y a sus demandas personales. Este amor incondicional es un reflejo del amor de Cristo, un ejemplo que evangeliza al mundo, una lección de cómo desarrollar la paz en la sociedad.
Del mismo modo, las divisiones que causan los escándalos dentro de la Iglesia sólo pueden resucitar como testimonios de la sanación y del amor unificador de Cristo cuando no nos da miedo de llevarlos a la cruz y atravesarla, abordando los verdaderos problemas y trabajando por la justicia dentro de nuestras propias comunidades. En la carrera contra el pecado, los perdedores son aquellos a los que les pesa el miedo de ser expuestos públicamente y de ser perseguidos. Los vencedores son aquellos que aceptan el escándalo como un don que ayuda a perfeccionar al Cuerpo de Cristo.
El pecado gana la carrera a menos que corramos a la cruz y la atravesemos -- con Cristo -- hacia la victoria de una vida resucitada que ha sido perfeccionada mediante el sacrificio