Agresividad,
crudeza, brusquedad, irrupción, ira, rencor, molestia, desprecio y
odio. Todo eso alguna vez hemos experimentado o aplicado en nuestra vida
al relacionarnos con los otros y con el mundo.
Hay
personas que constantemente son amables y que parece que nada las
altera, excita o pone ansiosas. Esas personas son básicamente falsas,
reprimidas, autistas o sin vida. Agresividad tenemos todos en nuestra
naturaleza: la necesitamos.
Desde
que somos un embrión usamos nuestra fuerza para lograr sobrevivir en el
vientre materno, cuando crecemos resistimos un mundo nuevo, sufrimos
cambios a los cuales intentamos sobrevivir, y cuando más o menos somos
conscientes de nuestra fuerza y tenemos un control de ella, atacamos al
mundo: lo exploramos, lo tocamos, lo investigamos, lo saboreamos, nos
alzamos sobre nuestros pies, intentamos alcanzar lugares altos,
intentamos romper cosas para desafiar su resistencia y golpeamos
obstáculos o barreras que nos frustran ciertos deseos.
Un
ser pasivo, tirado como en estado vegetal, sin esforzarse, sin usar o
gastar su energía, no sobrevive: necesita aplicar o presionar los
esquemas externos, muchas veces imponiendo esquemas internos para
sobrevivir, como cuando nos mantenemos fijos en un lugar más allá de las
adversidades, cuando nos defendemos contra agresiones, cuando atacamos
para obtener algo de otro, cuando somos celosos o posesivos respecto a
algo que sentimos que es nuestro (por más que no lo sea).
Rechinar
los dientes, golpear las cosas, fruncir el ceño, tener una mirada
amenazadora, hacer chistes violentos, estar crispado por nervios, tener
dolor de estómago, el estremecimiento del cuerpo por la adrenalina, el
disgusto porque alguien posee algo que alguna vez fue nuestro o que
deseamos aunque sea como capricho (conocido como celos y envidia) alguna
vez todos lo vivieron: no lo nieguen.
Ni hablar de la intolerancia a la frustración, la desesperación, la violencia, los insultos, el presionar nuestros ojos y nariz
comprimiendo nuestro rostro cuando lloramos, el cerrar el puño, el daño
a uno mismo tironeándose los pelos o comiendo mal, castigándose,
martirizándose, la culpa, el dolor. Ninguna de estas realidades físicas o
espirituales nos tienen piedad y nos discriminan a la hora de
manifestarse.
Hacer
actividad física, leer compulsivamente, intentar aprehender la realidad
de la forma que sea, imponer nuestros sentimientos o pensamientos ante
otro, dar órdenes, tolerar una enfermedad y luchar contra ella: eso
también es acritud.
Todos
tenemos nuestra forma de catarsis, descarga o alivio temporal: algunos
golpeando gente o cosas, otros desentendiéndose de la situación
ansiógena, otros básicamente insultando y criticando todo lo que pueden,
y otros con la tortura auto-administrada, quizá porque esa violencia
querríamos aplicarla sobre el objeto existente, pero por tal o cual
razón no lo hacemos (ya sea por imposibilidad o por prohibición cultural
por ejemplo). La agresividad puede ser directamente descargada o puede
ser de manera sublimada, pero es un hecho: es descargada hacia afuera
(el mundo y los demás) o contra el interior (nosotros mismos)
¿Ejemplos
cotidianos? Desde el rebelde sin causa hasta el deportista que le pone
actitud y garra a su actividad. También se puede incluir una persona que
encubre verdades desagradables con chistes, ¿o por qué no una chica
celosa porque su ex consiguió a alguien?. Ni hablar de que alguien sea
mejor que nosotros en algo y lo consideremos injusto, o el acto sexual
mismo, donde la supuesta ternura se acompaña de un factor agresivo
explícito.
También,
por cierto, somos agresivos al ser tercos, persistentes o al tener una
hiperactividad con o sin propósito en nuestra vida cotidiana, puesto que
socialmente una cierta carga y tipo de agresividad están permitidas
para ciertas situaciones o dirigidas para ciertos propósitos.
Es
un hecho: todos necesitan desquitarse de alguna forma, todos tienen un
límite de paciencia y tolerancia, un ser tranquilo puede sacar su
monstruito guardado a la hora de discutir con ira o frustración
excesivas como alguien al sentirse herido u ofendido comienza a ladrar
en vez de hablar.
"La venganza no es buena,
mata el alma y la envenena" solía decir Don Ramón, y es cierto: la
agresividad liberada, justificada o no racionalmente, es muchas veces
incontrolable e inclusive adictiva para muchas personas, más en caso de
haber un sadismo o masoquismo (o ambas cosas) presentes en ellas
La acritud: aquello que permite ser, estar, permanecer, expandirse y crecer.