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Respuesta  Mensaje 1 de 6 en el tema 
De: galuca  (Mensaje original) Enviado: 31/12/2012 17:00
Hola amigos
he pensado que para salir un poco de esta dinamica, (me refiero al tema cansino de la genealogia de jesus...al menos por un rato,) lo mismo os apetece oir o leer como hablaban los sabios del esplendor ateniense
vamos alla
AH yFELIZ NOCHE Y FELIZ AÑO NUEVO para todos
 
 
 
 

12. Inconclusión y despedida.

Podemos considerar como primer motivo del diálogo el de: « ¿qué es

un sofista y qué es lo que enseña?». Para introducirlo Platón ha recurrido a la figura del joven Hipócrates, entusiasta e ingenuo, que acude a despertar a Sócrates, como introductor en ese ámbito de los sabios albergados en casa del rico Calias. El diálogo entre Sócrates y el ingenuo Hipócrates, mientras clarea la mañana, es una muestra de la habilidad literaria de Platón, como también la escena de la entrada en la mansión del mecenas ateniense de los sofistas. «¿Pero tú sabes a qué peligro vas a exponer tu alma?», le pregunta Sócrates al muchacho. Y da una primera definición de un sofista, maliciosamente: «viene a ser como un traficante o tendero de los alimentos del alma». Frente a esta primera cautela de Sócrates se sitúa la profesión de fe de Protágoras, orgulloso de su enseñanza y de su reputación. Pretende enseñar la ciencia política y hacer a los hombres mejores ciudadanos, resume Sócrates. ¿Pero es eso posible? ¿Puede enseñarse la areté en la que se funda el arte político, esa téchne politike, que Protágoras dice profesar? Con estos reparos de Sócrates se abre el segundo tema: «si es enseñable la virtud política». Protágoras da una magnífica demostración de su elocuencia por medio de un largo discurso, que comienza con un mito, el de Prometeo y los orígenes de la civilización, y prosigue con una explicación racional de su tesis: todos los hombres están dotados y deben participar de la política, y estas capacidades para la convivencia civilizada, pueden mejorarse con la enseñanza en que son maestros los sofistas. El discurso de Protágoras es admirable, por su estilo oratorio, y por las ideas que presenta, que corresponden en buena medida a las defendidas por este pensador democrático de la época de Pericles. Pero Sócrates no está contento de ese tipo de argumentación y quiere traer la cuestión a otro terreno, al coloquio por preguntas y respuestas breves y precisas. Al método sofístico de los grandes discursos, la makrología, opone el método dialéctico, de pregunta y respuesta seguidas y breves, la braquilogía, típica de su mayéutica de la definición. Protágoras recela y se necesita la intervención conciliadora de otros contertulios -de Hipias, Pródico, Calias y Alcibíades- para que acceda a proseguir la discusión. Ahora -en lo que hemos analizado como primera parte del «Acto III»- es Sócrates quien se lanza a un largo discurso, comentando un poema de Simónides de Ceos. Con la mayor habilidad parodia así uno de los procedimientos habituales de la Sofística. Los poetas habían sido los primeros educadores de los griegos, antes de que los sofistas pretendieran asumir su relevo. La enseñanza moral del texto de Simónides es distorsionada por los manejos exegéticos de Sócrates hasta extremos de notoria paradoja. Esta manipulación del texto comentado tiene algunos rasgos de brillante ironía, como cuando se cita a los espartanos como los más férvidos amantes del saber y de la discusión intelectual y se asegura que las expulsiones temporales de extranjeros de Esparta están justificadas porque los espartanos se dedican entonces en secreto a verdaderas orgías de intelectualismo y estudio. En cierto modo, este largo discurso hace pendant al largo discurso de Protágoras. El sofista había manipulado un mito, y ahora Sócrates manipula, descaradamente, un poema lírico Es el propio Sócrates quien reconoce haber estado jugando hasta llegar al absurdo y quien propone, recalcando una vez más la oposición de métodos, volver al coloquio por preguntas y respuestas, en busca de una definición. De nuevo se reanuda la cuestión sobre la unidad de la virtud, se pone el ejemplo del valor, y se continúa con el tema, característico de las encuestas de Sócrates, de la fundamentación de la virtud en el conocimiento, y de la moral, por tanto, en una ciencia. Protágoras, un tanto a su pesar, se ve arrastrado por Sócrates hasta admitir que la virtud supone el conocimiento. Pero, entonces, advierte Sócrates, tendría que ser enseñable si es que tiene algo de ciencia. He aquí que, como Sócrates destaca, parecen haberse invertido las posiciones iniciales de ambos, porque ahora es Protágoras quien desconfía que la virtud sea una ciencia susceptible de ser enseñada, mientras que él se vería abocado a admitirlo. Habrá que seguir investigando. Protágoras se despide con buenas palabras y pronostica un brillante futuro al diestro antagonista que ha encontrado en Sócrates. 8. De todos modos, entre la manipulación del mito de Prometeo por Protágoras (cf. C. GARCÍA GUAL., Prometeo: mito y tragedia, Madrid, 1980, págs. 52-68) y el descarado y arbitrario manejo del poema de Simónides, media un largo trecho. Ese es uno de los pasajes en que algunos modernos estudiosos encuentran «irritante» la conducta de Sócrates. Pero éste está parodiando, reduciéndolo a caricatura, un procedimiento de la habitual práctica pedagógica de los sofistas para mostrar que sólo mediante el diálogo ceñido al tema, sólo mediante su propio método, puede llegarse a resultados convincentes.

 

PROTÁGORAS

AMIGO, SÓCRATES

309a AMIGO. - ¿De dónde sales, Sócrates? Seguro que de una partida de

caza en pos de la lozanía de Alcibíades. Precisamente lo vi yo anteayer

y también a mí me pareció un bello mozo todavía, aunque un mozo

que, dicho sea entre nosotros, Sócrates, ya va cubriendo de barba su

mentón1.

SÓCRATES. -¿Y qué con eso? ¿No eres tú, pues, admirador de

Homero, quien dijo2 que la más agraciada adolescencia era la del

primer bozo, esa que tiene ahora Alcibíades?

AM. - ¿Qué hay, pues, de nuevo? ¿Vienes, entonces, de su casa? ¿Y

cómo se porta contigo el muchacho?

SÓC. -Bien, me parece a mí, y especialmente en el día de hoy. Que

mucho ha dicho en mi favor, socorriéndome, ya que, en efecto, ahora

vengo de su casa. Pero voy a decirte algo sorprendente. Aunque él

estaba allí, ni siquiera le prestaba mi atención, y a menudo me olvidaba

de él.

AM. -¿Y qué cosa tan enorme puede haberos ocurrido a ti y a él?

Porque, desde luego, no habrás encontrado a alguien más bello, en esta

ciudad al menos.

SÓC. -Mucho más todavía.

AM. -¿Qué dices? ¿Ciudadano o extranjero?

SÓC. - Extranjero.

AM. -¿De dónde?

SÓC. -De Abdera 3.

AM. -¿Y tan hermoso te pareció ser ese extranjero, al punto de

resultarte más bello que el hijo de Clinias?

SÓC. - ¿Cómo no va a parecer más bello lo que es más sabio,

querido amigo?

AM.-Entonces es que acabas de encontrar a algún sabio. ¿No,

Sócrates?

SÓC. -Al más sabio, sin duda, de los de ahora, si es que consideras

muy sabio a Protágoras.

AM. - ¿Pero qué dices? ¿Protágoras ha venido de viaje?

SÓC. - Ya es su tercer día aquí.

AM. - ¿Y, por tanto, vienes de estar con él?

SÓC. - Y de hablar y oír muchísimas cosas.

AM. - ¿Es que no vas a contarnos la reunión, si nada te lo impide,

sentándote aquí, en el sitio que te cederá este esclavo?

SÓC. -Desde luego. Y os daré las gracias por escucharme.

AM. -Más bien nosotros a ti por hablar.

SÓC. -Va a ser un agradecimiento mutuo. Así que oíd.

311a

En esta noche pasada, aún muy de madrugada, Hipócrates, el hijo de

Apolodoro y hermano de Fasón, vino a aporrear con su bastón la puerta

de mi casa a grandes golpes. Apenas alguien le hubo abierto entró

directamente, apresurado, y me llamó a grandes voces:

-¿Sócrates, dijo, estás despierto, o duermes? Al reconocer su voz,

contesté:

-¿Hipócrates es el que está ahí? ¿Es que nos anuncias algún nuevo

suceso?

-Nada, contestó, que no sea bueno.

-Puedes decirlo entonces. ¿Qué hay para que hayas venido a esta

hora?

-Protágoras -dijo, colocándose a mi lado- está aquí.

-Desde anteayer, le dije yo. ¿Acabas de enterarte ahora?

-Por los dioses, dijo, ayer noche. Y tanteando la cama se sentó junto

a mis pies, y continuó: Ya de noche, desde luego muy tarde, al llegar de

Énoe 4. Mi esclavo Sátiro se había fugado. Venía entonces a decirte que

iba a perseguirlo, cuando me olvidé por algún motivo. Cuando regresé

y, después de haber cenado, nos íbamos a reposar, en ese momento mi

hermano me dice que Protágoras estaba aquí. Todavía intenté en aquel

instante venir a tu casa; luego, me pareció que la noche estaba

demasiado avanzada. Pero, en cuanto el sueño me ha librado de la

fatiga, apenas me he levantado, me trasladé aquí.

Como yo me daba cuenta de su energía y su apasionamiento, le dije:

-¿Qué te pasa? ¿Es que te debe algo Protágoras?

Él sonrió y dijo:

-¡Por los dioses!, Sócrates, sólo en cuanto que él es sabio, y a mí no

me lo hace.

-Pues bien, ¡por Zeus!, si le das dinero y le convences, también a ti te

hará sabio.

-¡Ojalá, dijo, Zeus y dioses, sucediera así!. No escatimaría nada de lo

mío ni de lo de mis amigos. Pero por eso mismo vengo a verte, para

que le hables de mí. Yo, por una parte, soy demasiado joven y, por otra,

tampoco he visto nunca a Protágoras ni le he oído jamás. Era un niño

cuando él vino aquí en su viaje anterior5. Sin embargo, Sócrates, todos

elogian a ese hombre y dicen que es sapientísimo. ¿Pero por qué no

vamos a donde se aloja, para encontrarle dentro? Descansa, según he

oído, en casa de Calias el hijo de Hipónico. Vamos ya.

Entonces le dije yo:

-No vayamos todavía allí, amigo mío, que es temprano; pero

salgamos aquí al patio, y dando vueltas de acá para -allá, hagamos

tiempo charlando hasta que haya luz. Luego, iremos. Casi todo el

tiempo lo pasa Protágoras en la casa, de modo que, ten confianza, lo

encontraremos, según lo más probable, dentro.

Después de esto, nos levantamos y paseábamos por el patio.

Entonces yo, poniendo a prueba el interés de Hipócrates, le examinaba,

con estas preguntas:

-Dime, Hipócrates, ahora intentas ir hacia Protágoras, y pagarle

dinero como sueldo por cuidar de ti. ¿Qué idea tienes de a quién vas a

ir, o de quién vas a hacerte? Por ejemplo, si pensaras ir junto a tu

homónimo Hipócrates, el de Cos, de los Asclepíadas, y pagar dinero

312a

como sueldo por ocuparse de ti, si alguno te preguntara: «¿Dime, vas a

pagarle, Hipócrates, a Hipócrates en condición de qué?»

-Le diría que como a médico.

-¿Para hacerte qué?

-Médico, dijo.

-Y si pensaras llegarte a casa de Policleto, el de Argos, o de Fidias el

ateniense y darles un pago por tu persona, si uno te preguntara: «¿Al

pagar este dinero, qué idea tienes de lo que son Policleto y Fidias?»6,

¿qué responderías?

-Diría que escultores.

Así pues, ¿qué te harías tú mismo?

-Evidentemente, escultor.

-Vaya, dije. Ahora, pues, al acudir a Protágoras tú y yo estaremos

dispuestos a pagarle un dinero como sueldo por tu persona, si nos

alcanzan nuestros recursos y le convencemos con ellos, y si no, aun

disponiendo de los recursos de nuestros amigos. Si entonces alguien, al

hallarnos tan decididamente afanosos en esto, nos preguntara:

«Decidme, Sócrates e Hipócrates, ¿qué opinión tenéis de lo que es

Protágoras al darle vuestro dinero?», ¿qué le responderíamos? ¿Qué

otro nombre hemos oído que se diga de Protágoras, como el de «escultor»

se dice de Fidias y el de «poeta», de Homero, qué calificación,

semejante, hemos oído de Protágoras?

-Sofista, desde luego, es lo que le denominan, Sócrates, y eso dicen

que es el hombre, contestó.

-¿Cómo a un sofista, por tanto, vamos a pagarle el dinero?

-Exacto.

-Si luego alguno te preguntara también esto: «¿Y tú, en qué tienes

intención de convertirte al acudir a Protágoras?»

Y él me dijo, ruborizándose7 -como apuntaba ya algo el día pude

notárselo-:

-Si va de acuerdo con lo anterior, evidentemente con la intención de

ser sofista.

-Y tú, le dije, ¡por los dioses!, ¿no te avergonzarías de presentarte a

los griegos como sofista?

-Sí, ¡por Zeus!, Sócrates, si tengo que decir lo que pienso.

-Pero tal vez, Hipócrates, opinas que tu aprendizaje de Protágoras no

será de ese tipo, sino más bien como el recibido del maestro de letras, o

del citarista, o del profesor de gimnasia, de quienes tú aprendiste lo

respectivo a su arte, no para hacerte profesional, sino con vistas a tu

educación, como conviene a un particular y a un hombre libre.

-Exactamente; desde luego me parece, dijo, que es algo por el estilo

mi aprendizaje de Protágoras.

-¿Sabes, pues, lo que vas a hacer, o no te das cuenta?, dije.

-¿De qué?

 


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Respuesta  Mensaje 2 de 6 en el tema 
De: galuca Enviado: 31/12/2012 17:02

313a

-Que vas a ofrecer tu alma, para que la cuide, a un hombre que es,

según afirmas, un sofista. Pero qué es un sofista, me sorprendería que

lo sepas. Y si, no obstante, desconoces esto, tampoco sabes siquiera a

quién entregarás tu alma, ni si para asunto bueno o malo.

-Yo creo saberlo, dijo.

-Dime, ¿qué crees que es un sofista?

-Yo, dijo, como indica el nombre, creo que es el conocedor de las

cosas sabias8.

-Pero, contesté, eso se puede decir también de los pintores y los

carpinteros, que ellos son conocedores de cosas sabias. Luego si

alguien nos preguntara: ¿De qué cosas sabias son conocedores los

pintores?, le contestaríamos, sin duda, que de las que respectan a la

ejecución de las imágenes y demás cosas por el estilo. Pero si alguno

nos preguntara: «¿El sofista en cuál de las cosas sabias es entendido?»,

¿qué le responderíamos? ¿De qué actividad es maestro?

-¿Qué podríamos, Sócrates, decir que es éste, sino que es un

entendido en el hacer hablar hábilmente9?

-Tal vez, dije, diríamos una verdad, pero no del todo. Porque nuestra

respuesta reclama aún una pregunta acerca de sobre qué el sofista hace

hablar hábilmente. Sin duda, como el citarista, que hace hablar con

habilidad sobre lo que es conocedor precisamente, sobre el arte de la

cítara, ¿no?10.

-Sí.

-Bien. ¿El sofista, entonces, sobre qué asunto hace hablar

hábilmente? ¿Está claro que acerca de lo que tenga conocimientos?

-Es natural.

-¿Qué es eso en lo que él, el sofista, es conocedor, y lo hace a su

discípulo?

-¡Por Zeus! contestó, ya no sé qué decirte.

Después de esto le dije:

-¿Pues qué? ¿Sabes a qué clase de peligro vas a exponer tu alma?11.

Desde luego si tuvieras que confiar tu cuerpo a alguien, arriesgándote a

que se hiciera útil o nocivo, examinarías muchas veces si debías

confiarlo o no, y convocarías, para aconsejarte, a tus amigos y

parientes, meditándolo durante días enteros. En cambio, lo que estimas

en mucho más que el cuerpo, el alma, y de lo que depende el que seas

feliz o desgraciado en tu vida, haciéndote tú mismo útil o malvado,

respecto de eso, no has tratado con tu padre ni con tu hermano ni con

ningún otro de tus camaradas, si habías de confiar o no tu alma al

extranjero ése recién llegado, sino que, después de enterarte por la

314a

noche, según dices, llegas de mañana sin haber hecho ningún cálculo ni

buscado consejo alguno sobre ello, si debes confiarte o no, y estás

dispuesto a dispensar tus riquezas y las de tus amigos, como si hubieras

reconocido que debes reunirte de cualquier modo con Protágoras, a

quien no conoces, como has dicho, con el que no has hablado jamás, y

al que llamas sofista; si bien qué es un sofista, parece que lo ignoras, en

quien vas a confiarte a ti mismo.

Entonces él, después de escucharme, contestó:

-Tal parece, Sócrates, por lo que tú dices.

-Ahora bien, Hipócrates, ¿el sofista viene a ser un traficante o un

tendero12 de las mercancías de que se nutre el alma? A mí, al menos,

me parece que es algo así.

-¿Y de qué se alimenta el alma, Sócrates?

-Desde luego de enseñanzas, dije yo. De modo que, amigo, cuidemos

de que no nos engañe el sofista con sus elogios de lo que vende, como

el traficante y el tendero con respecto al alimento del cuerpo. Pues

tampoco ellos saben, de las mercancías que traen ellos mismos, lo que

es bueno o nocivo para el cuerpo, pero las alaban al venderlas; y lo

mismo los que se las compran, a no ser que alguno sea un maestro de

gimnasia o un médico. Así, también, los que introducen sus enseñanzas

por las ciudades para venderlas al por mayor o al por menor a quien lo

desee, elogian todo lo que venden; y seguramente algunos también

desconocerán, de el lo que venden, lo que es bueno o nocivo para el

alma. Y del mismo modo, también, los que las compran, a no ser que

por casualidad se encuentre por allí un médico del alma. Si tú eres

conocedor de qué es útil o nocivo de esas mercancías, puedes comprar

sin riesgo las enseñanzas de Protágoras y las de cualquier otro. Pero si

no, ten cuidado, querido, de no jugar a los dados y arriesgarte en lo más

precioso. Desde luego hay un peligro mucho mayor en la compra de

enseñanzas que en la de alimentos. Pues al que compra comestibles y

bebidas del mercader o del tendero, le es posible llevárselas en otras

vasijas, y antes de aceptarlas en su cuerpo como comida o bebida, le es

posible depositarlas y pedir consejo, convocando a quienes entiendan,

de lo que pueda comerse y beberse y de lo que no, y cuánto y cuándo.

De modo que no hay en la compra un gran peligro. Pero las enseñanzas

315a

no se pueden transportar en otra vasija, sino que es necesario, después

de entregar su precio, recogerlas en el alma propia, y una vez

aprendidas retirarse dañado o beneficiado.

Examinaremos esto luego con otras personas de más edad que

nosotros. Pues somos aún jóvenes para discernir en un asunto tan

importante.

Ahora, sin embargo, tal como nos disponíamos, vayamos y

escuchemos a ese hombre; después de oírle, consultaremos también con

otros. Porque, además, no está solo Protágoras aquí, sino también

Hipias de Élide. Y creo que también Pródico el de Ceos y otros muchos

sabios13.

Con esta decisión, nos pusimos en marcha. Cuando llegamos ante el

portal, nos quedamos dialogando sobre un tema que se nos había

ocurrido por el camino, para que no quedara inacabado, sino que

entráramos después de llegar a las conclusiones. Detenidos en el portal

dialogábamos, hasta que nos pusimos de acuerdo el uno con el otro.

Parece que el portero, un eunuco, nos estaba escuchando y,

posiblemente, andaba irritado, por la multitud de sofistas, con los que

acudían a la casa. Ya que, apenas golpeamos la puerta, al abrir y

vernos, dijo: « ¡Ea, otros sofistas! ¡Está ocupado! » Y al mismo tiempo,

con sus dos manos, tan violentamente como era capaz, cerró la puerta.

Pero nosotros llamamos de nuevo, y él, tras la puerta cerrada, nos

respondió: «¿Señores, no habéis oído que está ocupado?»

-Buen hombre, dije yo, que no venimos a ver a Calias ni somos

sofistas. Descuida. Hemos venido porque necesitamos ver a Protágoras.

Así que anúncianos.

Al fin, a regañadientes, el individuo nos abrió la puerta. Cuando

entramos, encontramos a Protágoras paseando en el vestíbulo, y en fila,

tras él, le escoltaban en su paseo, de un lado, Calias, el hijo de

Hipónico y su hermano por parte materna, Páralo, el hijo de Pericles, y

Cármides, hijo de Glaucón, y, del otro, el otro hijo de Pericles, Jántipo,

y Filípides, el hijo de Filomelo, y Antímero de Mendes, que es el más

famoso de los discípulos de Protágoras y aprende por oficio, con

intención de llegar a ser sofista14. Detrás de éstos, los seguían otros que

escuchaban lo que se decía y que, en su mayoría; parecían extranjeros,

de los que Protágoras trae de todas las ciudades por donde transita,

encantándolos con su voz, como Orfeo, y que le siguen hechizados

por su son 15. Había también algunos de los de aquí en el coro. Al ver

tal coro yo me divertí extraordinariamente; qué bien se cuidaban de no

estar en cabeza obstaculizando a Protágoras, de modo que, en cuanto

aquél daba la vuelta con sus interlocutores, éstos, los oyentes, se

escindían muy bien y en orden por un lado y por el otro, y moviéndose

siempre en círculo se colocaban de nuevo detrás de modo perfectísimo.

316a

«A éste alcancé a ver después»16, como decía Homero, a Hipias

de Élide, instalado en la parte opuesta del pórtico, en un alto asiento.

Alrededor de él, en bancos, estaban sentados Erixímaco, hijo de

Acúmeno, y Fedro de Mirrinunte y Andrón, el hijo de Androción17, y

extranjeros, entre ellos algunos de sus conciudadanos, y otros. Párecía

que preguntaban a Hipias algunas cuestiones astronómicas sobre la

naturaleza y los meteoros, y aquél, sentado en su trono, atendía por

turno a cada uno de ellos y disertaba sobre tales cuestiones.

«Y, a continuación, llegué a ver también a Tántalo.» Pues también

había venido de viaje Pródico de Ceos y estaba en una habitación que,

antes, Hipónico usaba como cuarto de despensa, pero que ahora, a

causa de la multitud de los albergados, Calias había vaciado y

preparado para acoger a huéspedes. Pródico estaba allí echado,

recubierto de pieles y mantas, por lo que parecía, en gran número. Junto

a él estaban echados, en las camas de al lado, Pausanias, el del demo

del Cerámico, y junto a Pausanias, un joven, un muchacho todavía,

según creo, de distinguido natural y muy bello también de aspecto. Me

pareció oír que su nombre era Agatón, y no me sorprendería si resultase

ser el amado de Pausanias. Ese era el muchacho, y además se veía a

los dos Adimantos, el hijo de Cepis y el de Leucolófides, y algunos

más18. De lo que hablaban no me pude yo enterar desde afuera, a pesar

de estar ansioso por escuchar a Pródico. Omnisciente me parece tal

hombre 316a y aun divino. Pero con el tono bajo de su voz se prodecía

un cierto retumbo en la habitación que oscurecía lo que decía.

Hacía un momento que estábamos dentro, y detrás de nosotros

entraron el hermoso Alcibíades, como tú dices y yo te creo, y Critias, el

hijo de Calescro19.

Cuando hubimos entrado y después de pasar unos momentos

contemplando el conjunto, avanzamos hacia Protágoras y yo le dije:

-Protágoras, a ti ahora acudimos éste, Hipócrates, y yo.

-¿Es con el deseo de hablar conmigo a solas o también con los

demás?, preguntó.

-A nosotros, dije yo, no nos importa. Después de oír por qué

venimos, tú mismo lo decides.

-¿Cuál es, pues, el motivo de la visita?, dijo.

-Este Hipócrates es uno de los naturales de aquí, hijo de Apolodoro,

de una casa grande y próspera, y, por su disposición natural, me parece

que es capaz de rivalizar con sus coetáneos. Desea, me parece, llegar a

ser ilustre en la ciudad, y cree que lo lograría mejor, si tratara contigo.

Ahora ya mira tú si crees que debes dialogar sobre esto con nosotros

solos o en compañía de otros.

-Correctamente velas por mí, Sócrates, dijo. Porque a un extranjero

que va a grandes ciudades y, en ellas, persuade a los mejores jóvenes a

dejar las reuniones de los demás, tanto familiares como extraños, más

jóvenes o más viejos, y a reunirse con él para hacerse mejores a través

de su trato, le es preciso, al obrar así, tomar sus precauciones. Pues no

son pequeñas las envidias, además de los rencores y asechanzas, que se

suscitan por eso mismo. Yo, desde luego, afirmo que el arte de la

sofística es antiguo, si bien los que lo manejaban entre los varones de

antaño, temerosos de los rencores que suscita, se fabricaron un disfraz,

y lo ocultaron, los unos con la poesía, como Homero, Hesíodo y

Simónides, y otros, en cambio, con ritos religiosos y oráculos, como los

discípulos de Orfeo y Museo. Algunos otros, a lo que creo, incluso con

la gimnástica, como Icco el Tarentino y el que ahora es un sofista no

inferior a ninguno, Heródico de Selimbria, en otro tiempo ciudadano de

Mégara. Y con la música hizo su disfraz vuestro Agatocles, que era un

gran sofista, y, asimismo, Pitoclides de Ceos, y otros muchos20.

Todos ésos, como digo, temerosos de la envidia, usaron de tales

oficios como velos. Pero yo con todos ellos estoy en desacuerdo en este

punto. Creo que no consiguieron en absoluto lo que se propusieron,

pues no pasaron inadvertidos a los que dominaban en las ciudades, en

relación con los cuales usaban esos disfraces. Porque la muchedumbre,

para decirlo en una palabra, no comprende nada, sino que corea lo que

estos poderosos les proclaman. Así que intentar disimular, y no poder

huir, sino quedar en evidencia, es una gran locura, si, en ese intento, y

necesariamente, uno se atrae muchos más rencores de los enemigos.

Pues creen que el que se comporta así ante los demás es un malhechor.

Yo, sin embargo, he seguido el camino totalmente opuesto a éstos, y

reconozco que soy un sofista y que educo a los hombres; creo,

asimismo, que esta precaución es mejor que aquélla: mejor el

reconocerlo que el ir disimulando; y, en lugar de ésa, he tomado otras

precauciones, para, dicho sea con la ayuda divina, no sufrir nada grave

por reconocer que soy sofista. Porque son ya muchos años en el oficio.

Desde luego que tengo ya muchos en total22. Por mi edad podría ser el

padre de cualquiera de vosotros. Así que me es más agradable, con

318a

mucho, si me lo permitís, sobre todas esas cosas daros la explicación

delante de cuantos están aquí.

Entonces yo, que sospeché que quería dar una demostración a

Prodico e Hipias, y ufanarse de con qué amor habíamos acudido a él,

dije:

-¿Por qué no llamamos también a Pródico y a Hipias y a los -que

están con ellos para que nos escuchen? Desde luego, dijo Protágoras.

-¿Queréis, entonces, dijo Callas, que organicemos una asamblea, para

que dialoguéis sentados?

Parecía conveniente. Todos nosotros, contentos de que íbamos a oír a

hombres sabios, recogiendo los bancos y las camas nos dispusimos

junto a Hipias, ya que allí se encontraban los asientos. En esto, Calias y

Alcibíades llegaron conduciendo a Pródico, al que habían levantado de

la cama, y a los compañeros de Pródico.

Cuando todos estuvimos sentados, dijo Protágoras:

-Ahora ya puedes repetir, Sócrates, ya que todos éstos están

presentes, el tema sobre el que hace un momento tratabas ante mí, en

favor del muchacho.

Y yo respondí:

-Mi comienzo va a ser el mismo que hace poco, el de por qué he

acudido, Protágoras. Que Hipócrates, aquí presente, estaba muy

deseoso de tu compañía. Qué es lo que sacará de provecho, si trata

contigo, dice que le gustaría saber. A eso se reduce nuestra petición. En

respuesta, tomó la palabra Protágoras:

-Joven, si me acompañas te sucederá que, cada día que estés

conmigo, regresarás a tu casa hecho mejor, y al siguiente, lo mismo. Y

cada día, continuamente, progresarás hacia lo mejor.

Al oírle, yo le respondí:

-Protágoras, con eso no dices nada extraño, sino algo que es natural,

ya que también tú, a pesar de ser de tanta edad y tan sabio, si alguien te

enseñara alguna cosa que ahora no sabes, te harías mejor. Pero

hagámoslo de otro modo: supongamos que, de pronto, este Hipócrates,

cambiando su anhelo, deseara la compañía de este joven que acaba de

llegar hace poco, de Zeuxipo de Heraclea, y acudiendo a él, como a ti

ahora, le escuchara la misma propuesta que a ti, de que cada día en su

compañía sería mejor y progresaría. Si alguien le preguntara: «¿En qué

dices que será mejor y hacia qué avanzará?», le contestaría Zeuxipo

que en la pintura. Y si tratara con Ortágoras el tebano y le oyera las

mismas cosas que a ti, y le preguntara que en qué cosa cada día sería

mejor estando en su compañía, respondería que en el arte de tocar la

flauta 23. De este modo, ahora, también tú contéstanos al muchacho y a

mí, que preguntamos:

320a

-Este Hipócrates que anda con Protágoras, cada día que lo trata, se

retira hecho mejor y cada uno de esos días progresa... ¿en qué,

Protágoras, y sobre qué?

Protágoras, después de escucharme, dijo:

-Preguntas tú bien, Sócrates, y yo me alegro al responder a los que

bien preguntan. Hipócrates, si acude junto a mí, no habrá de soportar lo

que sufriría el al tratar con cualquier otro sofista. Pues los otros abruman

a los jóvenes. Porque, a pesar de que ellos huyen de las

especializaciones técnicas, los reconducen de nuevo contra su voluntad

y los introducen en las ciencias técnicas, enseñándoles cálculos,

astronomía, geometría y música -y al decir esto lanzó una mirada de

reojo a Hipias 24. En cambio, al acudir a mí aprenderá sólo aquello por

lo que viene. Mi enseñanza es la buena administración de los bienes

familiares, de modo que pueda él dirigir óptimamente su casa, y acerca

de los asuntos políticos, para que pueda ser él el más capaz de la

ciudad, tanto en el obrar como en el decir.

-¿Entonces, dije yo, te sigo en tu exposición? Me parece, pues, que

hablas de la ciencia política y te ofreces a hacer a los hombres buenos

ciudadanos.

-Ese mismo es, Sócrates, el programa que yo profeso.

-¡Qué hermoso objeto científico te has apropiado, Protágoras, si es

que lo tienes dominado! Pues no se te va a decir algo diferente de lo

que pienso. Porque yo eso, Protágoras, no creía que fuera enseñable, y,

al decirlo tú ahora, no sé cómo desconfiar. Y por qué no creo que eso

sea objeto de enseñanza ni susceptible de previsión de unos hombres

para otros, es justo que te lo explique. Yo, de los atenienses, como

también de los griegos, afirmo que son sabios. Pues veo que, cuando

nos congregamos en la asamblea, siempre que la ciudad debe hacer

algo en construcciones públicas se manda a llamar a los constructores

como consejeros sobre la construcción, y cuando se trata de naves, a los

constructores de barcos, y así en todas las demás cosas, que se

consideran enseñables y aprendibles. Y si intenta dar su consejo sobre

el tema algún otro a quien ellos no reconocen como un profesional,

aunque sea muy apuesto y rico y de familia noble, no por ello le

aceptan en nada; sino que se burlan y lo abuchean, hasta que se aparta

aquel que había intentado hablar, al ser abucheado, o los arqueros lo

retiran y se lo llevan a una orden de los prítanos.

Acerca de las cosas que creen que pertenecen a un oficio técnico, se

comportan así. Pero cuando se trata de algo que atañe al gobierno de la

ciudad y es preciso tomar una decisión, sobre estas cosas aconseja,

tomando la palabra, lo mismo un carpintero que un herrero, un curtidor,

un mercader, un navegante, un rico o un pobre, el noble o el de oscuro

origen, y a éstos nadie les echa en cara, como a los de antes, que sin

aprender en parte alguna y sin haber tenido ningún maestro, intenten

luego dar su consejo. Evidentemente, es porque creen que no se trata de

algo que puede aprenderse. No sólo parece que la comunidad ciudadana

opina así, sino que, en particular, los más sabios y mejores de nuestros

ciudadanos no son capaces de trasmitir a otros la excelencia que

poseen. Por ejemplo, Pericles, el padre de estos muchachos de aquí, les

ha educado notablemente bien en cosas que dependían de maestros,

pero en las que él personalmente es sabio, ni él les enseña ni lo confía a

ningún otro, sino que ellos, dando vueltas, triscan a su antojo, como

reses sueltas, por si acaso espontáneamente alcanzan por su cuenta la

virtud 25. Por si prefieres otro caso, a Clinias, el hermano más joven de


Respuesta  Mensaje 3 de 6 en el tema 
De: galuca Enviado: 31/12/2012 17:03

321a

Alcibíades, al que aquí ves, para quien hacía de tutor el mismo varón,

Pericles, éste, por temor de que no se corrompiera con el ejemplo de

Alcibíades lo separó de él y lo confió para su educación a Arifrón 26.

Antes de que pasaran seis meses, éste lo devolvió no sabiendo qué

hacer con él. Y otros muchísimos puedo citarte, que, a pesar de ser

ellos buenos, jamás lograron hacer mejor a ninguno ni de los propios ni

de los ajenos. Así que yo, Protágoras, atendiendo a estos ejemplos, creo

que no es enseñable la virtud. Pero al oírte tal aserto, me doblego y creo

que tú lo dices con alguna razón, por conocer que eres experto en muchas

cosas, y muchas has aprendido y otras las has descubierto tú

mismo. Así que, si puedes demostrarnos de modo más claro que la

virtud es enseñable, no nos prives de ello, sino danos una demostración.

-Desde luego, Sócrates, dijo, no os privaré de ello. ¿Pero os parece

bien que, como mayor a más jóvenes, os haga la demostración

relatando un mito, o avanzando por medio de un razonamiento?

En seguida, muchos de los allí sentados le contestaron que obrara

como prefiriera.

-Me parece, dijo, que es más agradable contaros un mito27:

Hubo una vez un tiempo en que existían los dioses, pero no había

razas mortales. Cuando también a éstos les llegó el tiempo destinado de

su nacimiento, los forjaron los dioses dentro de la tierra con una mezcla

de tierra y fuego, y de las cosas que se mezclan a la tierra y el fuego. Y

cuando iban a sacarlos a la luz, ordenaron a Prometeo y a Epimeteo que

los aprestaran y les distribuyeran las capacidades a cada uno de forma

conveniente. A Prometeo le pide permiso Epimeteo para hacer él la

distribución. «Después de hacer yo el reparto, dijo, tú lo inspeccionas.»

Así lo convenció, y hace la distribución. En ésta, a los unos les

concedía la fuerza sin la rapidez y, a los más débiles, los dotaba con la

velocidad. A unos los armaba y, a los que les daba una naturaleza

inerme, les proveía de alguna otra capacidad para su salvación. A

aquellos que envolvía en su pequeñez, les proporcionaba una fuga alada

o un habitáculo subterráneo. Y a los que aumentó en tamaño, con esto

mismo los ponía a salvo. Y así, equilibrando las demás cosas, hacía su

reparto. Planeaba esto con la precaución de que ninguna especie fuera

aniquilada.

Cuando les hubo provisto de recursos de huida contra sus mutuas

destrucciones, preparó una protección contra las estaciones del año que

Zeus envía, revistiéndolos con espeso cabello y densas pieles, capaces

de soportar el invierno y capaces, también, de resistir los ardores del

sol, y de modo que, cuando fueran a dormir, estas mismas les sirvieran

322a

de cobertura familiar y natural a todos. Y los calzó a unos con garras y

revistió a los otros con pieles duras y sin sangre. A continuación

facilitaba medios de alimentación diferentes a unos y a otros: a éstos, el

forraje de la tierra, a aquéllos, los frutos de los árboles y a los otros,

raíces. A algunos les concedió que su alimento fuera el devorar a otros

animales, y les ofreció una exigua descendencia, y, en cambio, a los

que eran consumidos por éstos, una descendencia numerosa,

proporcionándoles una salvación en la especie. Pero, como no era del

todo sabio Epimeteo, no se dio cuenta de que había gastado las

capacidades en los animales; entonces todavía le quedaba sin dotar la

especie humana, y no sabía qué hacer.

Mientras estaba perplejo, se le acerca Prometeo que venía a

inspeccionar el reparto, y que ve a los demás animales que tenían

cuidadosamente de todo, mientras el hombre estaba desnudo y descalzo

y sin coberturas ni armas. Precisamente era ya el día destinado, en el

que debía también el hombre surgir de la tierra hacia la luz. Así que

Prometeo, apurado por la carencia de recursos, tratando de encontrar

una protección para el hombre, roba a Hefesto y a Atenea su sabiduría

profesional junto con el fuego -ya que era imposible que sin el fuego

aquélla pudiera adquirirse o ser de utilidad a alguien- y, así, luego la

ofrece como regalo al hombre. De este modo, pues, el hombre consiguió

tal saber para su vida; pero carecía del saber político, pues éste

dependía de Zeus. Ahora bien, a Prometeo no le daba ya tiempo de

penetrar en la acrópolis en la que mora Zeus; además los centinelas de

Zeus eran terribles28. En cambio, en la vivienda, en común, de Atenea y

de Hefesto, en la que aquéllos practicaban sus artes, podía entrar sin ser

notado, y, así, robó la técnica de utilizar el fuego de Hefesto y la otra de

Atenea y se la entregó al hombre. Y de aquí resulta la posibilidad de la

vida para el hombre; aunque a Prometeo luego, a través de Epimeteo29,

según se cuenta, le llegó el castigo de su robo.

Puesto que el hombre tuvo participación en el dominio divino a causa

de su parentesco con la divinidad30, fue, en primer lugar, el único de los

animales en creer en los dioses, e intentaba construirles altares y esculpir

sus estatuas. Después, articuló rápidamente, con conocimiento, la

voz y los nombres, e inventó sus casas, vestidos, calzados, coberturas, y

alimentos del campo. Una vez equipados de tal modo, en un principio

habitaban los humanos en dispersión, y no existían ciudades. Así que se

veían destruidos por las fieras, por ser generalmente más débiles que

aquéllas; y su técnica manual resultaba un conocimiento suficiente

como recurso para la nutrición, pero insuficiente para la lucha contra

las fieras. Pues aún no poseían el arte de la política, a la que el arte

bélico pertenece. Ya intentaban reunirse y ponerse a salvo con la

fundación de ciudades. Pero, cuando se reunían, se atacaban unos a

otros, al no poseer la ciencia política; de modo que de nuevo se

dispersaban y perecían.

Zeus, entonces, temió que sucumbiera toda nuestra raza, y envió a

Hermes que trajera a los hombres el sentido moral31 y la justicia, para

que hubiera orden en las ciudades y ligaduras acordes de amistad. Le

preguntó, entonces, Hermes a Zeus de qué modo daría el sentido moral

y la justicia a los hombres: «¿Las reparto como están repartidos los

conocimientos? Están repartidos así: uno solo que domine la medicina

vale para muchos particulares, y lo mismo los otros profesionales.

¿También ahora la justicia y el sentido moral los infundiré así a los

humanos, o los reparto a todos?» «A todos, dijo Zeus, y que todos sean

partícipes. Pues no habría ciudades, si sólo algunos de ellos participaran,

como de los otros conocimientos. Además, impón una ley de

323a

mi parte: que al incapaz de participar del honor y la justicia lo eliminen

como a una enfermedad de la ciudad.»

Así es, Sócrates, y por eso los atenienses y otras gentes, cuando se

trata de la excelencia arquitectónica o de algún tema profesional,

opinan que sólo unos pocos deben asistir a la decisión, y si alguno que

está al margen de estos pocos da su consejo, no se lo aceptan, como tú

dices. Y es razonable, digo yo. Pero cuando se meten en una discusión

sobre la excelencia política, que hay que tratar enteramente con justicia

y moderación, naturalmente aceptan a cualquier persona, como que es

el deber de todo el mundo participar de esta excelencia; de lo contrario,

no existirían ciudades. Ésa, Sócrates, es la razón de esto.

Para que no creas sufrir engaño respecto de que, en realidad, todos

los hombres creen que cualquiera participa de la justicia y de la virtud

política en general, acepta este nuevo argumento. En las otras

excelencias, como tú dices, por ejemplo: en caso de que uno afirme ser

buen flautista o destacar por algún otro arte cualquiera, en el que no es

experto, o se burlan de él o se irritan, y sus familiares van a ése y le

reprenden como a un alocado.

En cambio, en la justicia y en la restante virtud política, si saben que

alguno es injusto y éste, por su propia cuenta, habla con sinceridad

en contra de la mayoría, lo que en el otro terreno se juzgaba sensatez,

decir la verdad, ahora se considera locura, y afirman que delira el que

no aparenta la justicia. De modo que parece necesario que nadie deje de

participar de ella en alguna medida, bajo pena de dejar de existir entre

los humanos.

Respecto de que a cualquier persona aceptan razonablemente como

consejero sobre esta virtud por creer que todo el mundo -participa de

ella, eso digo. Y en cuanto a que creen que ésa no se da por naturaleza

ni con carácter espontáneo, sino que es enseñable y se obtiene del

ejercicio, en quien la obtiene, esto intentaré mostrártelo ahora.

Es claro que, por cuantos defectos creen los humanos que unos u

otros poseen por naturaleza o azar, nadie se irrita, ni los censura ni

enseña, o que nadie castiga a los que los tienen, sino que los

compadece. Por ejemplo, a los feos, o los bajos, o los débiles. ¿Quién

325a

habrá tan tonto que intente cambiarles algo en esas cosas? Porque, creo,

saben que es por naturaleza y fortuna como les vienen a los hombres

tales desventuras y desgracias. Pero de cuantos bienes creen que por

medio del ejercicio y la atención sobrevienen a los hombres, acerca de

éstos, si uno no los posee, sino que tiene los defectos contrarios, sin

duda se producen indignaciones, castigos y reprimendas. De estos

vicios uno es la injusticia, también lo es la impiedad y, en una palabra,

todo lo opuesto a la virtud política. En éso sí que cualquiera se

encoleriza y reprende a quien sea, evidentemente con el pensamiento de

que se trata de algo que puede adquirirse por el cuidado y el aprendizaje.

Y si quieres reflexionar, Sócrates, qué efectos logra el castigo de

los malhechores, esto te va a enseñar que los hombres creen que es

posible adquirir la virtud. Porque nadie castiga a los malhechores prestando

atención a que hayan delinquido o por el hecho de haber

delinquido, a no ser quien se vengue irracionalmente como un animal.

Pero el que intenta castigar con razón no se venga a causa del crimen

cometido -pues no se lograría hacer que lo hecho no haya acaecido-,

sino con vistas al futuro, para que no obren mal de nuevo ni éste mismo

ni otro, al ver que éste sufre su castigo. Y el que tiene ese pensamiento

piensa que la virtud es enseñable. Pues castiga, a efectos de disuasión.

De modo que tienen semejante opinión cuantos castigan en público o

en privado 32. Castigan y penalizan los hombres a quienes creen que

cometen un mal, y de modo destacado los atenienses, tus compatriotas.

De forma que, según este razonar, también los atenienses son de los

que creen que la virtud es algo que puede adquirirse y aprenderse. Es

natural, pues, que tus conciudadanos admitan que un herrero y un zapatero

den consejos sobre asuntos políticos. Y lo de que creen que la

virtud es enseñable y adquirible, Sócrates, lo tienes demostrado

suficientemente, me parece.

Pero aún queda otro problema, el que tú planteas acerca de los

hombres de bien: que por qué estos hombres de bien enseñan las demás

cosas a sus hijos, las que dependen de profesores, haciéndolos sabios, y

no en lo que respecta a la virtud por la que ellos mismos se distinguen,

en nada haciéndolos mejores. Acerca de eso, Sócrates, no te diré un

mito más, sino un razonamiento.

Conque, medita del modo siguiente: ¿acaso existe, o no, algo de lo

que es necesario que participen todos los ciudadanos, como condición

para que exista una ciudad? Pues en eso se resuelve ese problema que tú

tenías, y en ningún otro punto. Porque, si existe y es algo único, no

se trata de la carpintería ni de la técnica metalúrgica ni de la alfarería,

sino de la justicia, de la sensatez y de la obediencia a la ley divina, y, en

resumen, esto como unidad es lo que proclamo que es la virtud del

hombre. Si existe eso de lo que deben participar todos, de acuerdo con

ello debe obrar todo hombre, siempre que quiera aprender o hacer cualquier

cosa, y sin ello, no; y al que no participe es preciso enseñárselo y

castigarle, tanto si es niño, como si es hombre o mujer, hasta que por

medio del castigo se haga mejor, y al que no obedezca, por más que se

le castigue y enseñe, hay que echarle de la ciudad o matarle como si se

326a

tratase de un incurable. Si esto es así y, siendo así, los hombres de bien

enseñan las demás cosas a sus hijos, pero ésta no, observa qué extrañas

resultan las personas de bien.

Pues que lo creen enseñable tanto en particular como oficialmente, lo

hemos probado. Y siendo objeto de enseñanzas y cuidados, les enseñan

a sus hijos las otras cosas, sobre las que no gravita la muerte como

castigo, en caso de no saberlas; pero en aquello en lo que hay pena de

muerte y destierros para sus propios hijos, si no han aprendido o no han

sido adiestrados en la virtud, y, además de la muerte, la expropiación de

las riquezas y, en una palabra, la disolución de sus familias, esto no lo

enseñan ni lo cuidan con todo cuidado. ¿Puedes creértelo, Sócrates?

Empezando desde la infancia, a lo largo de toda la vida les enseñan y

aconsejan. Tan pronto como uno comprende lo que se dice, la nodriza,

la madre, el pedagogo y el propio padre batallan por ello, para que el

niño sea lo mejor posible; le enseñan, en concreto, la manera de obrar y

decir y le muestran que esto es justo, y aquello injusto, que eso es

hermoso, y esotro feo, que una cosa es piadosa, y otra impía, y «haz

estas cosas, no hagas esas». Y a veces él obedece de buen grado, pero si

no, como a un tallo torcido o curvado lo enderezan con amenazas y

golpes.

Después de eso, al enviarlo a un maestro, le recomiendan mucho más

que se cuide de la buena formación de los niños que de la enseñanza de

las letras o de la cítara.

Y los maestros se cuidan de estas cosas, y después de que los niños

aprenden las letras y están en estado de comprender los escritos como

antes lo hablado, los colocan en los bancos de la escuela para leer los

poemas de los buenos poetas y les obligan a aprendérselos de memoria.

En ellos hay muchas exhortaciones, muchas digresiones y elogios y

encomios de los virtuosos hombres de antaño, para que el muchacho,

con emulación, los imite y desee hacerse su semejante. Y, a su vez, los

citaristas se cuidan, de igual modo, de la sensatez y procuran que los

jóvenes no obren ningún mal. Además de esto, una vez que han

aprendido a tocar la cítara, les enseñan los poemas de buenos poetas

líricos, adaptándolos a la música de cítara, y fuerzan a las almas de sus

discípulos a hacerse familiares los ritmos y las armonías, para que sean

más suaves y más eurrítmicos y más equilibrados, y, con ello, sean útiles

en su hablar y obrar. Porque toda vida humana necesita de la

eurritmia y del equilibrio33.

Luego, los envían aún al maestro de gimnasia, para que, con un

cuerpo mejor, sirvan a un propósito que sea valioso y no se vean

obligados, por su debilidad corporal, a desfallecer en las guerras y en

las otras acciones.

Y esto lo hacen los que tienen más posibilidades, como son los más

ricos. Sus hijos empiezan a frecuentar las escuelas en la edad más

temprana, y las dejan muy tarde. Cuando se separan de sus maestros, la

ciudad a su vez les obliga a aprender las leyes y a vivir de acuerdo con

ellas, para que no obren cada uno de ellos a su antojo: de un modo

sencillo, como los maestros de gramática les trazan los rasgos de las

letras con un estilete a los niños aún no capaces de escribir y, luego, les

entregan la tablilla escrita y les obligan a dibujar siguiendo los trazos

de las letras, así también la ciudad escribe los trazos de sus leyes,

hallazgo de buenos y antiguos legisladores, y obliga a gobernar y ser

gobernados de acuerdo con ellas.

Al que intenta avanzar al margen de ellas se le castiga, y el nombre

de este castigo, entre vosotros y en muchos otros lugares, es el de

«rectificaciones»34, como si la justicia enderezara.

Así que, si tan grande es el cuidado de la virtud por cuenta particular

y pública, ¿te extrañas, Sócrates, y desconfías de que sea enseñable la

virtud? Pero no hay que extrañarse de ello, sino mucho más aún de que

no fuera enseñable.

¿Por qué, entonces, de padres excelentes nacen muchas veces hijos

vulgares? Apréndelo también. No es nada sorprendente, si yo decía

verdad en lo anterior, que en este asunto de la virtud, si ha de existir la

ciudad, nadie pueda desentenderse. Si, entonces, lo que digo es así, y lo

es por encima de todas las cosas, reflexiona tomando otro ejemplo: si la

ciudad no pudiera subsistir, a no ser que todos fuéramos flautistas,

fuera cual fuera la calidad que cada uno consiguiera; de que esto, tanto

por cuenta particular como pública, todo el mundo lo enseñara a todo el

mundo; de que se castigara a golpes al que no tocara la flauta bien, y de

que a nadie se le privara de eso, como ahora a nadie se le priva de los

derechos legales y justos, ni se les ocultan, como se hace con otras

técnicas. Pues creo que la justicia y la virtud nos benefician

mutuamente, y por eso, cualquiera a quienquiera que sea le habla y le

enseña animosamente las cosas justas y legales. Si fuera así, y también

respecto del arte de tocar la flauta pusiéramos todo empeño y

generosidad en enseñarnos unos a otros, ¿crees, Sócrates, que de algún

modo los hijos de los buenos flautistas se harían buenos flautistas

mejor que los hijos de los mediocres?

Yo lo que creo es que el hijo de aquel que resultara el más dispuesto

naturalmente para el tocar la flauta, ese se haría famoso, y el que fuera

incapaz por naturaleza sería ignorado. Y muchas veces, del buen

flautista, saldría uno vulgar, y muchas otras, del vulgar, uno excelente.

Pero de cualquier modo todos serían flautistas capaces, en comparación

a los particulares y los que nada entendieran de la flauta.

De igual modo, piensa ahora que, incluso el que te parece el hombre

más injusto entre los educados en las leyes, ése mismo sería justo y un

entendido en ese asunto, si hubiera que juzgarlo en comparación con

personas cuya educación no conociera tribunales ni leyes ni necesidad

alguna que les forzara a cuidarse de la virtud, es decir que fueran unos

salvajes, como los que nos presentó el año pasado el poeta Ferécrates

en las Leneas35. En verdad que si te encontraras entre tales gentes,

como los misántropos de aquel caso, bien desearías toparte con

Euríbato y Frinondas, y te quejarías echando de menos la maldad de los

tipos de aquí. Ahora, en cambio, gozas de paz, porque todos son

maestros de virtud, en lo que puede cada uno, y ninguno te lo parece.

De igual modo, si buscaras algún maestro de la lengua griega, no

encontrarías ninguno, y tampoco, creo, si buscaras quién ha enseñado a

los hijos de nuestros artesanos aquel oficio que ellos han aprendido de

su padre, en la medida en que su padre y sus amigos de la misma

profesión podían adiestrarlos. ¿Quién más podría haberles enseñado?

Creo que no es fácil, Sócrates, que aparezca un maestro de esas cosas,

mientras que es fácil, en cambio, encontrarlo para las cosas

inhabituales; y así sucede para la virtud y todo lo semejante. De todos

modos, si alguno hay que nos aventaje siquiera un poco para

conducimos a la virtud, es digno de estima.


Respuesta  Mensaje 4 de 6 en el tema 
De: galuca Enviado: 31/12/2012 17:04

329a

De estos creo ser yo uno y aventajar a los demás en ser provechoso a

cualquiera en su desarrollo para ser hombre de bien, de modo digno del

salario que pretendo, y aún: de más, como llega, incluso, a reconocer el

propio discípulo. Por eso, he establecido la forma de percibir mi salario

de' la manera siguiente: cuando alguien ha aprendido conmigo, si

quiere me entrega el dinero que yo estipulo, y si no, se presenta en un

templo, y, después de jurar que cree que las enseñanzas valen tanto, allí

lo deposita.

De este modo, Sócrates, yo te he contado un mito y te he expuesto un

razonamiento acerca de cómo la virtud es enseñable y los atenienses así

lo creen, y de cómo no es nada extraño que de buenos padres nazcan

hijos mediocres, y de padres mediocres, excelentes. Así, por ejemplo,

los hijos de Policleto, coetáneos de Páralo y Jantipo aquí presentes, no

son nada en comparación con su padre, y lo mismo, otros de muchos

artistas. A éstos36 no es justo echárselo en cara todavía. Pues en ellos

hay aún esperanzas, ya que son jóvenes.

Después de tan larga y notable disertación, Protágoras dejó de hablar.

Y yo, fascinado todavía, durante mucho tiempo lo miraba como si fuera

a decir algo más, deseoso de escucharle. Una vez que ya comprendí que

en realidad había acabado, como si me recuperase a duras penas, me

dije a mí mismo, volviendo la vista a Hipócrates:

-Hijo de Apolodoro, cuán agradecido te estoy, por haberme incitado

a llegar aquí. En mucho estimo haber oído lo que he preguntado a

Protágoras. Porque yo, anteriormente, creía que no había ninguna

ocupación humana por la que los buenos se hicieran buenos. Pero ahora

estoy convencido. A excepción de una pequeña dificultad que me

queda, que evidentemente Protágoras aclarará con facilidad, ya que nos

ha aclarado tantas otras muchas.

Desde luego, si uno tratara de estos mismos asuntos con cualquiera

de los oradores populares, al punto podría escuchar discursos tan

notables de Pericles o de cualquier otro de los diestros en hablar. Pero

si uno les sigue preguntando a cualquiera de estos algo más como si

fueran libros37, ni pueden responder nada ni preguntar ellos. Mas si uno

les formula cualquier pregunta, aunque sea mínima, acerca de lo dicho,

como los cántaros de bronce que al golpear resuman largamente y

prolongan sus vibraciones si uno no los para, también los oradores así,

a la menor pregunta, extienden ampliamente su discurso. En cambio,

éste, Protágoras, es capaz de pronunciar largos y hermosos discursos,

como el de ahora lo demuestra, y capaz también, al ser preguntado, de

responder en breve y, en el interrogatorio, de soportar y aceptar el

debate, lo que a pocos es dado. Ahora, pues, Protágoras, me falta muy

poco para tenerlo todo, con tal de que me contestes a lo siguiente.

De la virtud afirmas que puede enseñarse, y yo te creo más que

creería a cualquiera otra persona. Pero hay algo que me ha extrañado en

tu discurso; cólmame ese vacío en mi alma. Decías, pues, que Zeus

envió a los hombres la justicia y el sentido moral, y luego

repetidamente en tus palabras se aludía a la justicia, la sensatez, la

piedad y a todas esas cosas, como si en conjunto formaran una cierta

unidad: la virtud. Detállame, por favor, exactamente con un

razonamiento, si la virtud es una cierta unidad y si son partes de ella la

justicia, la sensatez y la piedad, o estas que yo ahora nombraba son,

todas, nombres de algo idéntico que es único. Eso es lo que aún ansío.

-Fácil es eso de responder, Sócrates, contestó, que de la virtud, que es

única, son partes las que preguntas.

-¿Acaso, dije, como son partes las partes del rostro: la boca, la nariz,

los ojos y las orejas; o son como las porciones del oro que en nada se

diferencian entre sí y del conjunto, sino sólo por su grandeza y

pequeñez?

-De aquél modo, me parece, Sócrates, como las partes del rostro

están en relación con todo el rostro.

-¿Acaso, dije yo, también participan los hombres de esas partes de la

virtud, los unos de una, los otros de otra, o es necesario, que si uno

posee la virtud, las tenga todas?

-De ningún modo, dijo, ya que muchos son valientes, pero injustos;

o, viceversa, justos, pero no sabios.

-¿Conque, en efecto, son partes de la virtud, dije yo, la sabiduría y la

valentía?

-Y las más ciertas de todas, desde luego, contestó. Precisamente, la

principal de las partes es la sabiduría.

-¿Cada una de ellas es distinta de la otra?, dije.

-Sí.

-¿Entonces también tiene cada una de ellas su facultad propia, como

las partes del rostro? No es el ojo como los oídos, ni la facultad suya, la

misma. Tampoco de las demás ninguna es como la otra, ni en cuanto a

su facultad ni en otros respectos. ¿Acaso así tampoco las partes de la

virtud no son la una como la otra, ni en sí ni en su facultad?

¿Evidentemente que será así, o no encaja con el ejemplo?

-Así es, Sócrates, dijo.

-Entonces, proseguí yo, ninguna otra de las partes de la virtud es

como la ciencia, ni como la justicia, ni como el valor, ni como la

sensatez, ni como la piedad.

Afirmó que no.

-Vaya, dije yo, examinemos en común cómo es cada una de ellas. En

primer lugar, lo siguiente: ¿La justicia38 es algo real, o no es nada real?

A mí me parece que sí. ¿Y a ti?

-También a mí, dijo.

-¿Qué entonces? Si alguien nos preguntara a ti y a mí: « ¿Protágoras

y Sócrates, decidme, esa realidad que nombrasteis hace un momento, la

justicia, ella misma es justa o injusta?», yo le respondería que justa. ¿Y

tú qué voto depositarías? ¿El mismo que yo, o diferente?

-El mismo, dijo.

-Por consiguiente, la justicia es semejante al ser justo, diría yo en

respuesta al interrogador. ¿Es que tú no?

-Sí, dijo.

-Si luego a continuación nos preguntara: «¿Por consiguiente también

decís que la piedad existe?», lo afirmamos, según creo.

-Sí, dijo él.

-.¿Luego decís que eso es alguna realidad?» Lo diríamos, ¿o no?

332a

También a esto asintió.

-¿Y de esa misma realidad decís que, por naturaleza, es semejante a

ser impío o a ser piadoso?» Me irritaría al menos yo con la pregunta,

dije, y contestaría: «¡No blasfemes, hombre! Difícilmente habría alguna

otra cosa piadosa, si no fuera piadosa la propia piedad.» Y tú, ¿qué?

¿No responderías así?

-Desde luego, dijo.

-Si luego, después de eso, dijera preguntándonos: «¿Qué acabáis de

decir? ¿Es que no os he oído bien? Me había parecido que decíais que

las partes de la virtud estaban unas respecto a otras, de tal modo que

ninguna de ellas era como otra», yo le respondería que: «Lo demás lo

has oído bien, pero en cuanto crees que yo también he dicho eso, te has

equivocado. Porque fue Protágoras, aquí a mi lado, el que respondió

eso; yo sólo preguntaba.»

Si entonces dijera: «¿Dice la verdad éste, Protágoras? ¿Afirmas tú

que no es una parte como otra entre las de la virtud? ¿Es tuya esta

afirmación?», ¿qué responderías?

-Sería necesario, Sócrates, reconocerlo.

-Entonces, Protágoras, qué le responderemos, tras reconocerlo, si nos

repregunta: « ¿Por consiguiente, no es la piedad una cosa justa ni la

justicia algo piadoso, sino algo no piadoso? ¿Y la piedad, algo no justo,

sino, por consiguiente, injusto; y lo justo, impío?» Yo, personalmente,

por mi cuenta, diría que la justicia es piadosa y la piedad, justa. Y en tu

nombre, si me lo permites, le respondería lo mismo, que lo mismo es la

justicia que la piedad o lo más semejante, y que, sobre todas las cosas,

se parece la justicia a la piedad y la piedad a la justicia. Pero mira si me

prohibes responder, o si concuerdas en opinar de ese modo.

-No me parece, Sócrates, contestó, que sea el asunto tan sencillo,

como para conceder que la justicia sea piadosa o la piedad justa, sino

que me parece que algo diferente hay en esa asimilación. ¿Pero qué importa

eso? Si quieres, pues, sea para nosotros la justicia piadosa y la

piedad justa.

-No, ¡por favor!, dije yo. Pues para nada necesito lo de «si quieres» y

«si te parece», al buscar una comprobación, sino sólo a ti y a mí. Y

digo esto de «a ti» y «a mí», pensando que sería la mejor manera de dar

demostración al razonamiento, si se le quitaran los «si ...».

-Sin embargo, contestó él, se parece algo la justicia a la piedad.

También, desde luego, en cierta manera se parece una cosa a otra. Pues

lo blanco, en cierto respecto, se parece a lo negro y lo duro, a lo blando,

y así las demás cosas que parecen ser más contrarias entre sí. Y las que

hace poco decíamos tener distinta facultad y que no eran una como la

otra. Así que con este procedimiento puedes probar, si quisieras, que

todas son semejantes entre sí. Pero no es justo llamar semejantes a las

cosas que tienen algo semejante, ni desemejantes a las que tienen algo

diferente, por más que lo semejante sea muy pequeño.

Me admiré yo entonces y le dije:

-¿De modo que para ti lo justo y lo piadoso están en una relación

mutua, como si tuvieran una semejanza pequeña?

-No del todo así, dijo; pero tampoco como tú me das la impresión de

opinarlo.

-Bien entonces, dije yo, ya que me parece estar a disgusto frente a

esta cuestión, dejémosla y examinemos lo otro que decías. ¿A algo

llamabas insensatez?

Lo aceptó.

-¿Y todo lo contrario a eso no es la sabiduría? Me parece a mí que sí,

dijo.

-Cuando los seres humanos obran con rectitud y debidamente,

Son sensatos, dijo.

-¿Y es por la sensatez por lo que son sensatos?

-Forzosamente.

-¿Por consiguiente, los que no obran con rectitud obran

insensatamente y no son sensatos al obrar así?

-Me lo parece, dijo.

-¿Es lo contrario el obrar insensatamente del obrar sensatamente?

Lo reconoció.

-¿Por consiguiente, las cosas que se hacen insensatamente se hacen

con insensatez y las sensatas, con sensatez?

Lo reconocía.

-Luego, ¿si algo se hace con fuerza, se hace fuertemente, y

débilmente, si con debilidad?

Le parecía así.

-¿Y si con velocidad, velozmente, y lentamente si con lentitud?

Asintió.

-¿Y si una cosa se hace de la misma manera, se hace por efecto de

lo mismo, y si de modo contrario, por efecto de lo contrario?

Estuvo de acuerdo.

-¡Ea, pues!, dije yo, ¿existe algo hermoso?

-Lo concedió.

-¿Existe algo contrario a ello, a excepción de lo feo?

-No existe.

-¿Qué más? ¿Existe algo bueno?

-Existe.

-¿Hay algo contrario a eso, a no ser lo malo?

-No lo hay.

-¿Qué más? ¿Hay algo agudo en el sonido?

-Sí.

-¿Hay algo contrarío a eso, a no ser lo grave?

-No.

-¿Es decir, dije yo, que para cada cosa hay un solo contrario y no

muchos?

Estaba de acuerdo.

-Venga, pues, dije, ahora recapitulemos lo que hemos reconocido.

¿Estamos de acuerdo en que para cada cosa hay sólo un contrario, y no

más?

-Lo hemos acordado.

-¿Y que lo que se hace contrariamente resulta a causa de los

contrarios?

—Sí.

-¿Hemos reconocido que se hace de modo contrario a lo que se hace

sensatamente lo que se hace insensatamente?

-Sí.

-¿Y que lo que se hace sensatamente se hace a efecto de la sensatez y

lo insensato, por la insensatez?

Lo concedió.

-¿Luego, si se hace al contrario, se hará a causa de lo contrario?

-Sí.

-Se hace lo uno por la sensatez y lo otro por la insensatez.

-Sí.

-¿De modo contrario?

-Del todo.

-¿Desde luego a efectos de cosas que son contrarias?

-Sí.


Respuesta  Mensaje 5 de 6 en el tema 
De: galuca Enviado: 31/12/2012 17:17

333a

-¿Es contraria la insensatez a la sensatez?

-Lo parece.

-¿Te acuerdas ahora de que en lo de antes habíamos reconocido que

lo contrario a la insensatez era la sabiduría?

Lo reconoció.

-¿Y de que para cada cosa había sólo un contrario?

-Sí.

-¿Cuál de las dos respuestas, pues, Protágoras, abandonaremos? ¿La

de que para cada cosa hay sólo un contrario, o aquella en que se

afirmaba que la sabiduría era distinta de la sensatez, y que cada una por

su lado eran parte de la virtud, y diferentes entre sí y desemejantes ellas

mismas y sus facultades, como las partes del rostro? ¿Cuál dejamos

ahora? Ya que esas dos respuestas no se llevan muy armónicamente

entre sí. Pues ni concuerdan ni encajan una con otra. Porque, ¿cómo

van a acoplarse, si es necesario que para cada cosa haya sólo un

contrario y no más, y en cambio a la insensatez, que es una sola cosa,

ahora le aparecen contrarias la sabiduría y la sensatez? ¿Es así, Protágoras,

o de algún otro modo?

Lo reconoció, aunque de muy mala gana.

-¿Entonces, es que serían una sola cosa la sensatez y la sabiduría?

Antes también nos había parecido que la justicia y la piedad eran

aproximadamente lo mismo. Venga, pues, Protágoras, no nos

fatiguemos, sino examinemos también el resto. ¿Es que te parece que es

sensato un hombre que comete injusticia, en tanto que la comete?

-Me avergonzaría yo al menos, Sócrates, dijo, de reconocer eso,

aunque lo aceptan muchas personas39.

-Entonces, ¿voy a hacer mi diálogo con ellas o contigo?

-Si quieres, discute primero contra la opinión de la mayoría.

-No me importa, sólo con-que tú respondas, tanto si es tu opinión

como si no. Pues yo examino sobre todo el argumento, aunque sucede

que eventualmente nos sometemos a examen el que interroga, yo

mismo, y el que responde.

Al principio, Protágoras nos ponía reparos, porque achacaba que la

tesis resultaba incómoda; pero luego, sin embargo, concedió que

respondería.

-Venga, dije yo, responde desde el principio. ¿Te parece que algunos

que obran injustamente son sensatos?

-Sea, dijo.

-¿Al ser sensato llamas pensar bien?

-Sí.

-¿Por pensar bien entiendes decidir bien aquello en lo que se obra

injustamente?

-Sea.

-¿Cómo?, si obtienen buen éxito40 al obrar injustamente, o si mal exito?

-Si buen exito.

-¿Dices, entonces, que hay algunas cosas buenas?

-Lo afirmo.

-¿Acaso, dije yo, son buenas las que son útiles a los hombres?

-¡Oh sí, por Zeus! Y aun si no son útiles a los hombres, yo las llamo

buenas.

Me parecía que Protágoras ya estaba muy apurado y receloso y que

se había puesto en guardia para responder. Al verle en tal disposición,

tomando precauciones le pregunté con suavidad:

-¿A cuáles te refieres, Protágoras? ¿A las que no son útiles a ninguno

de los hombres, o a las que no son en absoluto útiles? ¿Y a esas tales

las llamas tú buenas?

355a

-De ningún modo, dijo. Pero yo conozco muchas que son nocivas a

los hombres: alimentos, bebidas fármacos y mil y mil cosas más, y

otras útiles. Y ciertas cosas son indiferentes para los hombres, pero no

para los caballos. Y unas sólo para los bovinos, y otras para los perros.

Y algunas para ninguno de esos, sino para los árboles. Unas cosas son

buenas para las raíces del árbol, pero malas para los tallos, como el

estiércol, que es bueno al depositarse junto a las raíces de cualquier

planta, pero que si quieres echárselo a las ramas o a los jóvenes tallos,

todos mueren. Además, por ejemplo, el aceite es malo para todas las

plantas y lo más dañino para el pelaje de todos los animales en general,

y en cambio resulta protector para los del hombre y para su cuerpo. Así

el bien es algo tan variado y tan multiforme, que aun aquí lo que es

bueno para las partes externas del hombre, eso mismo es lo más dañino

para las internas. Y, por eso, todos los médicos prohíben a los enfermos

el uso del aceite, a no ser una pequeñísima cantidad en lo que vayan a

comer, la precisa para mitigar la repugnancia de las sensaciones del

olfato en algunas comidas y platos41.

Después de decir esto, los asistentes aplaudieron lo bien que hablaba.

Pero yo dije:

-Protágoras, tengo el defecto de ser un hombre desmemoriado, y si

alguien me habla por extenso, me olvido de sobre qué trata el

razonamiento. Así pues, lo mismo que si me ocurriera ser duro de oído,

creerías que debías, si trataras de dialogar conmigo, levantar más la voz

que frente a los demás; de ese modo ahora, ya que te encuentras ante un

desmemoriado, dame a trozos las respuestas y hazlas más breves, por si

quiero seguirte.

-¿Cómo de breve me pides que te conteste? ¿Es que tengo que

responder más brevemente de lo preciso?

-De ningún modo, dije yo.

-¿Entonces, cuanto sea preciso?, dijo.

-Sí, dije yo.

-¿Cómo? ¿Cuanto me parezca ser lo preciso responder, tanto te

respondo, o lo que te parezca a ti?

-Es que yo tengo oído, dije, que tú puedes y eres capaz de enseñar, tú

mismo, a otro a hablar sobre las mismas cosas por extenso, si quieres,

tanto que nunca se acabara el discurso, o también con brevedad, tanto

que nadie lo expresaría en menos palabras que tú. Si quieres, entonces,

dialogar conmigo, usa el segundo procedimiento, la brevilocuencia.

-Sócrates, dijo, yo me he encontrado en combate de argumentos con

muchos adversarios ya, y si hubiera hecho lo que tú me pides: dialogar

como me pedía mi interlocutor, de ese modo, no hubiera parecido

superior a ninguno, ni el nombre de Protágoras habría destacado entre

los griegos.

-Entonces yo, que me había dado cuenta de que no estaba satisfecho

de sí mismo por las respuestas anteriores y de que no querría de buen

336a

grado dialogar respondiendo, pensé que ya no era cosa mía permanecer

en la reunión y dije:

-Desde luego, Protágoras, tampoco yo estoy deseoso de que hagamos

el coloquio en contra de tus opiniones. Sin embargo, cuando tú quieras

dialogar de modo que yo. pueda seguirte, entonces hablaré contigo. Tú,

pues, según de ti se dice y tú mismo lo afirmas, eres capaz de sostener

coloquios en largos discursos o en breves frases. Porque eres sabio. Yo,

en cambio, soy incapaz de esos largos párrafos, ya que bien querría

tener tal capacidad. Así que sería preciso que tú, que puedes lo uno y lo

otro, cedieras, para que se hiciera el coloquio. Ahora, como no quieres,

y yo tengo cierta ocupación y no podría aguardarte mientras tu desarrollas

tus largas razones, porque debo ir a un asunto, me voy. De otra

manera, aun éstas te habrían escuchado con gran placer.

Al tiempo que decía esto me levanté como para salir. Entonces, ya de

pie, me toma Calias de la mano con su derecha, y con la izquierda me

agarra de este tabardo42, y me dice:

-No te dejaremos, Sócrates. Que si tú te vas, ya no tendremos diálogo

de tal calidad. Así que te suplico que te quedes con nosotros, que yo a

nadie oiría más a gusto que a ti y a Protágoras dialogando. Haznos a

todos nosotros el favor.

Y le contesté yo -ya me había levantado para salir:

-¡Hijo de Hipónico! Continuamente me asombra tu amor por la

sabiduría 43, y en especial ahora te elogio y te aprecio por ello, de modo

que querría hacerte el favor, si me pidieses algo posible. Pero ahora es

como si me pidieras que siguiera en la carrera a Crisón, cuando estaba

en su plenitud el corredor de Hímera44, o que con alguno de los

corredores de largas carreras o de carreras de todo un día, compitiera en

una, o los siguiera. Te respondería que, mucho más que tú, yo mismo

deseo seguirlos, pero no puedo; así que, si quieres acaso vernos

corriendo a la par a mí y a Crisón, pídele a él que se avenga a ello.

Porque yo no puedo correr de prisa, y él puede hacerlo despacio. Y si

deseas oírnos a Protágoras y a mí, ruégale a éste que ahora también me

responda a mí, así como lo hacía, con breves respuestas y a las

preguntas precisas. De otro modo, ¿cuál será el giro de los diálogos?

Yo, al menos, creía que eran cosas muy diferentes el dialogar uno con

otro y el hacer discursos en la asamblea.

840a.

-Pero mira, Sócrates. Parece que tiene razón Protágoras al pedir que

le sea posible dialogar como quiera él, y a ti, a tu vez, como tú quieras.

En ese momento tomó la palabra Alcibíades:

-No dices bien, Calias. El caso es que aquí Sócrates reconoce que no

posee la capacidad de largos discursos, y se la concede a Protágoras.

Pero, de ser capaz de dialogar y saber dar razón y recibirla, me

sorprendería que cediera a cualquier humano. Si, pues, Protágoras

reconoce ser inferior a Sócrates en dialogar, ya le basta a Sócrates. Pero

si se resiste a eso, que se dialogue con preguntas y respuestas, sin

extenderse con un largo discurso a cada pregunta, haciendo retumbar

las palabras y negándose a dar razón, y alargándose hasta que la

338a

mayoría de los oyentes haya olvidado sobre qué era la pregunta.

Porque, en cuanto a Sócrates, yo salgo fiador de que no se olvidará, a

no ser que bromee y diga que es un olvidadizo. A mí, pues, me parece

que Sócrates habla de modo más ecuánime. Cada uno debe expresar su

propia opinión.

Después de Alcibíades, creo que fue Critias el que dijo:

-Pródico e Hipias, Calias me parece que está muy a favor de

Protágoras, y Alcibíades siempre está codicioso de la victoria para el

bando al que se inclina. Nosotros no debemos actuar parcialmente en

favor de la victoria ni para Sócrates ni para Protágoras, sino pedirles, en

común, a ambos que no disuelvan en el intermedio esta discusión.

Después de las palabras de éste, habló Pródico45.

-Me parece que dices bien, Critias. Porque deben los que asisten a

estos coloquios ser oyentes imparciales con ambos dialogantes, aunque

no indiferentes. Que no es lo mismo. Ya que con imparcialidad hay que

escucharlos a ambos, pero no conceder una adhesión neutra, sino dar

más al más sabio. Así que también yo, Protágoras y Sócrates, creo que

debéis ceder y discutir el uno con el otro con vuestras razones, pero no

disputar. Pues discuten, incluso por su propio afecto, los amigos con los

amigos, pero disputan los enfrentados y los enemigos entre sí. Y de este

modo sería para nosotros una gratísima reunión. Vosotros, por tanto,

los que habláis, gozaríais así entre nosotros los oyentes de buena

estimación y no de elogios. Porque hay que gozar de buen aprecio en

las almas de los oyentes, sin engaño; mientras que, en cambio, el ser

elogiado de palabra muchas veces es propio de gente que se engaña en

cuanto a su renombre. A la vez nosotros, al escucharos, sentiremos así

un mayor goce y no placer; porque se puede sentir goce al aprender

algo y al participar de la sabiduría con la propia inteligencia, mientras

que se siente placer al comer o experimentar algo dulce con el propio

cuerpo.

Cuando Pródico dijo estas cosas muchísimos de los presentes

expresaron su aprobación.

Tras Pródico habló el sabio Hipias:

-Amigos presentes, dijo, considero yo que vosotros sois parientes y

familiares y ciudadanos, todos, por naturaleza, no por convención legal

46. Pues lo semejante es pariente de su semejante por naturaleza. Pero la

ley, que es el tirano de los hombres47, les fuerza a muchas cosas en

contra de lo natural. Para nosotros, pues, sería vergonzoso conocer la

naturaleza de las cosas, siendo los más sabios de los griegos y estando,

por tal motivo, congregados ahora en el pritaneo48 mismo de la sabiduría

de Grecia, y en esta casa, la más grande y próspera de esta ciudad,

y no mostrar, en cambio, nada digno de tal reputación, sino

enfrentarnos unos a otros como hombres vulgarísimos. Así que yo os

suplico y aconsejo, Protágoras y Sócrates, que hagáis un pacto

coincidiendo uno y otro en el punto medio, a instancias nuestras, como

si nosotros fuéramos una especie de árbitros. Y, ni tú busques esa

fórmula precisa de los diálogos en la excesiva brevedad, si no le resulta

grata a Protágoras, sino suelta y deja floja la rienda a los discursos para

que nos parezcan más espléndidos y elegantes; ni, a su vez, Protágoras

despliegue todos los cables y, soltando velas, huya hacia el alto mar de

sus discursos, perdiendo de vista la tierra, sino que ambos toméis un

atajo intermedio. Obrad así, pues, y hacedme caso, elegid un árbitro, un

339a

juez, un presidente49, que os controle la extensión moderada de las

palabras de cada uno.

Les gustó esto a los presentes y todos le aplaudieron. Calias dijo que

no me soltaría. Y exigían que se eligiera un árbitro. Yo contesté que

sería vergonzoso escoger un juez de las discusiones. Pues si el elegido

era inferior a nosotros, no sería justo que el inferior arbitrara a sus

superiores, y si igual, tampoco sería justo. Pues un semejante hará las

cosas de modo semejante, con lo que su elección sería superflua.

-¡Así que elegid, entonces, a uno mejor que nosotros! En verdad,

creo yo, es imposible elegir a alguien más sabio que Protágoras aquí

presente. Si elegís a alguien en nada superior, con sólo que lo designéis

así, esto sería vergonzoso para él: que se le dé un árbitro como a una

persona vulgar; ya que a mí, en lo que me toca, no me importa. Mas

propongo que se haga de esta otra manera, para que tengamos la

reunión y diálogos que ansiáis: si Protágoras no quiere responder, que

pregunte él, y yo responderé y, al tiempo, intentaré mostrarle cómo

creo yo que el que responde debe responder. Cuando yo haya

contestado a todo lo que me quiera preguntar, de nuevo que él presente

sus razones de modo similar. Si entonces no parece estar dispuesto a

contestar lo que se pregunta, tanto yo como vosotros le rogaremos,

como ahora vosotros a mí, que no destruya el coloquio. Y, para esto, no

necesitamos en absoluto de un único árbitro, sino que presidiréis todos en común.

bueno hasta aqui......el que quiera terminarlo lo puede encontrar en internet

me parece interesante la forma de dialogar, con un orden, y ademas el interpelado contesta a lo que se le pregunta estrictamente, no es el tipico galimatias de contestaciones que se suele llevar hoy dia; uno pregunta por A y otro o le contesta por Z o no le contesta....o contesta lo que le da la gana, confiando en que como no se puede demostrar...a mi plin...¿no?

A los sofistas en aquella epoca ya se les empezaba a tildar de palabreros, de vendedores de argumentos huecos...la cosa era salirse con las suyas...utilizaban los argumentos para engañar...aunque Protagoras,el sofista de esta obra,aun parece que tenia una linea clara y reconocia errores...bueno..

saludos


Respuesta  Mensaje 6 de 6 en el tema 
De: tertulo Enviado: 01/01/2013 00:23
en cambio, el ser

elogiado de palabra muchas veces es propio de gente que se engaña en

cuanto a su renombre. A la vez nosotros, al escucharos, sentiremos así

un mayor goce y no placer; porque se puede sentir goce al aprender

algo y al participar de la sabiduría con la propia inteligencia, mientras

que se siente placer al comer o experimentar algo dulce con el propio

cuerpo.



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