Es inevitable que, a medida que el coche se va acercando a Rennes-le-Chteau, el viajero intente discernir, a la vista del difuso perfil del pueblo, la inequívoca silueta de la Torre Magdala, algo perfectamente normal si se tiene en cuenta que la estampa de la singular construcción de trazas neogóticas asomándose al vacío que a su alrededor conforman los valles del Aude y el Sals es uno de los iconos de la aldea, y que todo el que llega hasta este remoto rincón del mapa —anclado en un paraje inverosímil del Languedoc, a unas dos horas por carretera del Pirineo catalán— lo hace movido por el interés que despierta el personaje que la engendró y cuya biografía, aparte de avalar doctrinas heterodoxas y propiciar diferentes teorías ocultistas de mayor o menor fortuna, ha terminado constituyendo un mito en sí misma.
Puede que, cuando allá por 1891 empezó a acometer reformas en la iglesia —un edificio construido en época medieval, maltrecho a causa del implacable paso de los siglos y los estragos de la humedad—, el sacerdote François Berenger-Saunière, que había tomado a su cargo la parroquia de Rennes-le-Chteau en 1885, no fuese consciente de lo que aquella decisión iba a suponer en su vida, aunque si hay algo de cierto en esta historia es que en ella no puede darse nada por sabido: siempre quedará la duda de si todo se debió a una concatenación de azares y desvelamientos arqueológicos o si, por el contrario, los acontecimientos respondieron a una fabulosa maquinación urdida por un cura de pueblo cuyas artimañas se relacionarían tanto con la voluntad de perdurar en la memoria de sus vecinos como en su disconformidad con determinados aspectos de la doctrina eclesiástica. La cuestión es que los trabajos de los albañiles en el interior del templo dejaron al descubierto una oquedad en uno de los pilares del altar mayor, dentro de la cual se ocultaban dos pergaminos que hoy se conservan en el museo del pueblo y de cuya veracidad da fe el testimonio de dos de los obreros que participaron en aquella restauración y que, en 1958, refirieron el encuentro a Gérard de Sède, que consigna sus palabras en el libro El oro de Rennes. Además, apareció —al voltear una losa— una lápida medieval cuyo sentido apenas podía desentrañarse, dado lo muy erosionada que se encontraba su superficie, pero en la que se adivinaban las figuras de tres caballeros en una disposición un tanto atípica: dos cabalgaban a lomos de un mismo caballo y el otro portaba en su mano derecha un objeto redondo imposible de identificar. Berenger-Saunière fue consciente desde un primer momento de la importancia del hallazgo y quiso analizarlo a fondo. Se sabe que, tras el descubrimiento, visitó al obispo de Carcasonne para comunicarle la noticia y solicitar fondos adicionales para la restauración de la iglesia, y que después pasó tres semanas en París, donde se supone que, a lo largo de ese tiempo, habría visitado a varios expertos en criptografía con el fin de descifrar el contenido de aquellos inesperados documentos. De lo que sí ha quedado constancia es de las frecuentes visitas que en esos días realizó al Museo del Louvre, donde mostró especial interés por tres cuadros cuyas reproducciones terminaría adquiriendo antes de regresar a Rennes-le-Chteau para proseguir con sus tareas pastorales: un retrato anónimo del papa Celestino V, un San Jerónimo de Teniers y el muy conocido Los pastores de Arcadia, de Poussin.
François Berenger-Saunière.Puede decirse que, a su llegada, todo comenzó de nuevo. Los vecinos de Rennes-le-Chteau —que, si bien habían estado siguiendo con interés las noticias relativas a tan sorprendentes descubrimientos, no veían en ellos más que una simple anécdota— pudieron comprobar pronto cómo aquellos sucesos que, en principio, presentaban un cariz meramente arqueológico terminarían por modificar rotundamente la historia y la idiosincrasia del pueblo. Lo menos extraordinario de todo fueron los largos paseos con los que Berenger-Saunière, a su vuelta de París, empezó a entretener las tardes por los alrededores del villorrio. Lo que sí sorprendió a todos, incluido el propio obispo de Carcassonne y el resto de la jerarquía eclesiástica francesa, fue el soberbio impulso económico que experimentaron las obras de reforma de la iglesia y el alto tren de vida en el que a partir de aquel momento se embarcó el sacerdote, cuyos honorarios, teniendo en cuenta la modestia de su rango y la humildad de la parroquia a la que se adscribía, solo podían alcanzar la categoría de modestos.
Berenger-Saunière compró terrenos y mandó levantar dos nuevas edificaciones: una fastuosa mansión que bautizó como Villa Bethania, a la que trasladó su residencia, y la muy peculiar Torre Magdala, que acogió su biblioteca. Asimismo, emprendió una serie de reformas en el cementerio del pueblo, donde cambió de sitio varias lápidas y llegó a borrar una por completo. Por último, no se limitó a restaurar el viejo templo medieval: en realidad, lo que hizo fue erigir una nueva iglesia siguiendo su propio criterio estético, que resulta más que dudoso, y dotándola de una serie de detalles que en principio se atribuyeron a su extravagancia pero en cuya disposición parecía residir algo más profundo que sembró la inquietud entre los habitantes de Rennes-le-Chateau y la discordia entre sus superiores jerárquicos. Entre esos detalles con los que intentó dar un nuevo sentido a la vetusta sede parroquial, destacaron y destacan dos que, por su propia naturaleza, resultan especialmente llamativos: la escultura de tintes demoníacos que, a la entrada del templo, sostiene la pila de agua bendita y la nada hospitalaria inscripción que, tallada sobre el pórtico, arroja una sentencia que sorprende y sobrecoge a partes iguales: «Terribilis Est Locus Iste». O, lo que es lo mismo, «Este lugar es terrible».
Son, como se ve, factores suficientes para explicar las suspicacias que, poco a poco, se fueron afianzando entre los vecinos: de un lado, la sospecha fundada de que algo turbio ocurría en torno a aquel párroco que había llegado al pueblo sin más patrimonio que el que le otorgaban su ínfimo sueldo y unos exiguos ahorros familiares y que, de pronto, no sóo emprendía ambiciosas construcciones, sino que llegaba a alternar con figuras de la sociedad y la cultura francesas que formaban parte de círculos ocultistas con los que el sacerdote habría entrado en contacto durante su estancia en París, y en los que incluso se inscribían miembros de la realeza europea (a mediados del pasado siglo, todavía algunos recordaban los lujosos coches que a menudo aparecían por las calles de Rennes-le-Chteau y aparcaban a las puertas de Villa Bethania; también las fiestas que se solían celebrar en el interior de la mansión y cuyos ecos resonaron durante más de una noche por las calles del pueblo); pero también, en la otra parte de la balanza, el respeto reverencial que casi todos empezaron a sentir hacia un hombre al que parecía haber sonreído la fortuna divina. De ello da fe el hecho de que, cuando en 1909 el tribunal eclesiástico de Carcassonne, harto de los desmanes del párroco y preocupado por el curso que estaba tomando su carrera, decidió condenarlo y apartarlo de sus labores, los vecinos de Rennes-le-Chteau acudiesen a las misas que Berenger-Saunière celebraba en su capilla privada de Villa Bethania y despreciaran las que su sustituto oficiaba en la iglesia. Ni siquiera se escapan a la leyenda las circunstancias que rodearon su deceso: se cuenta que el sacerdote murió sin recibir el último sacramento porque el cura que acudió a atenderle huyó despavorido tras escuchar su confesión, y en el pueblo todos recuerdan que la asistente y presunta amante de Saunière durante el largo tramo de su vida que discurrió en Rennes-le-Chteau, Marie Denarnaud, había encargado un ataúd a su nombre bastantes días antes de que exhalara su último suspiro, cuando el corpulento sacerdote aún estaba pletórico de salud y nada hacía presagiar que el final anduviese cerca.
Más de un siglo después de aquella historia, los poco más de 70 vecinos que viven en Rennes-le-Chteau no pueden dejar de sentirse agradecidos por la peripecia de su controvertido párroco: todo el pueblo se ha convertido —acaso porque él lo quiso así, y de ese modo lo dejó dispuesto— en un perpetuo homenaje a su memoria, y las decenas de personas que acuden hasta allí día tras día disponen de un itinerario que les permite pormenorizar en todas y cada una de las huellas que él mismo procuró imprimir de su peculiar paso por el mundo. Debe decirse, en cualquier caso, que el fenómeno es bastante reciente. Durante muchas décadas, la vida y milagros de Berenger-Saunière solo sirvieron para alimentar el imaginario local y apenas trascendieron los límites del Languedoc, y probablemente no lo hubieran hecho nunca de no ser por los opúsculos del ya citado Gerard de Sède y por la posterior aparición de tres investigadores que accedieron a los estudios de aquel y les dieron un impulso nuevo y definitivo al aprovecharlos para desarrollar una tesis que terminaría rompiendo moldes. La aparición de El enigma sagrado —el libro en el que Michael Baigent, Richard Leigh y Henry Lincoln comenzaban refiriéndose al caso de Rennes-le-Chteau para terminar elaborando una densa teoría que explicara la inmensa riqueza acumulada por Saunière y que, de paso, hiciera tambalearse ciertos dogmas— supuso una cierta conmoción a principios de la década de los 80, cuando vio la luz la primera edición, y su eco se fue expandiendo paulatinamente y adquirió tintes homéricos cuando, allá por la pasada década, un escritor norteamericano refundió sus tesis en una obra de ficción que se convertiría en el último gran boom del mercado literario en los años inmediatamente anteriores a la crisis. Dan Brown no dijo en ningún momento que El enigma sagrado se encontrara entre las fuentes que había utilizado para escribir El código Da Vinci, pero basta con confrontar uno y otro título para comprobar que todas las supuestas revelaciones del segundo se habían explicitado ya en el primero, y que da la impresión de que, en no pocos pasajes, el narrador norteamericano no hizo más que copiar y pegar lo que 20 años antes habían pergeñado sus antecesores. Tan solo un detalle de la novela permite entrever un mínimo guiño —acaso irónico, pero no involuntario— a sus acreedores: el hecho de que el conservador del museo del Louvre, cuyo asesinato desencadena la acción del thriller, lleve el mismo apellido que el de aquel cura rural cuya biografía desencadenó un cúmulo de hipótesis que resultan bastante más apasionantes que las rocambolescas andanzas de Robert Langdon por París y Londres en busca del Santo Grial.
Los pastores de Arcadia, de Nicolas Poussin.Entre esas teorías, hay algunas accesorias que la propia historia y el sentido común se ha encargado de descartar —es en El enigma sagrado donde se habla por primera vez del Priorato del Sión y de esa deslumbrante lista de Grandes Maestres en la que figuran Leonardo Da Vinci, Victor Hugo o Isaac Newton—, pero la gracia de las fundamentales es que, seguramente, no puedan contrastarse nunca. Son aquellas que parten de la presencia cátara y templaria en el Languedoc para rastrear en los orígenes de ambas órdenes, buscar conexiones con la genealogía de la dinastía merovingia y remontarse hasta los albores del cristianismo a la luz de los evangelios apócrifos. No es este el lugar propicio para abordar todos los detalles, pero sí se puede sintetizar, en líneas gruesas, la conclusión principal: un relato que asevera que Jesús fue más un profeta que un mesías, que estaba casado con la Magdalena y que su crucifixión fue, en realidad, un montaje urdido con una finalidad más política que religiosa; que su linaje había encontrado acogida en el sur de Francia, dando lugar a la dinastía merovingia, y que cátaros y templarios, por distintas razones, se habrían convertido con el tiempo en depositarios de un secreto que habría sido la causa última de su extinción, y que de algún modo el rastro de esa historia tan sugerente como trágica —el episodio del exterminio de los cátaros, en el que jugó un papel primordial el luego santificado Domingo de Guzmán, fue uno de los más sangrientos de los que se tiene recuerdo en el largo Medievo europeo— sigue presente en el territorio que le sirvió de escenario y, sobre todo, en los alrededores de lo que fue la capital de esa singular herejía que constituyó el catarismo: una ciudad devenida con el paso de los siglos en el pequeño pueblecito que hoy recibe el nombre de Rennes-le-Chteau.
¿Qué habría encontrado, pues, Berenger-Saunière, a finales del siglo XIX, en las mismas tierras en las que unas centurias atrás se había producido uno de los más brutales exterminios de la época medieval? Las especulaciones son variopintas, pero todas coinciden en que tuvo que ser algo relacionado con el controvertido relato del linaje de Jesús. Unos aseguran que el cura halló el tesoro que supuestamente habían custodiado los templarios —hipótesis que vendría refrendada por el dibujo de los dos caballeros a caballo en la losa hallada dentro de la iglesia—, otros dicen que se dio de bruces con algún dato que demostraba de manera irrefutable la veracidad de los árboles genealógicos que emparentaban a Cristo con la dinastía merovingia, y hay quien sospecha que ambas, tesoro y demostración, bien pudieron haber sido, en verdad, una misma cosa. Entre los defensores de esta última corriente —la que más adeptos ha ganado en décadas recientes— se encuentran los propios autores de El enigma sagrado, que cuentan en su libro cómo, al iniciar las primeras pesquisas en torno al asunto de Rennes-le-Chteau, recibieron la carta de un viejo sacerdote que les advirtió de que el secreto de Berenger-Saunière consistía en «pruebas incontrovertibles de que la crucifixión era un engaño y de que Jesús aún vivía en el 45 d. C.» Es decir, algo que no solo ponía en solfa un dogma universalmente aceptado y extendido entre una buena parte de la humanidad, sino que incluso podía llegar a cuestionar el poder del Vaticano, una institución que, en las postrimerías del XIX, gozaba aún de un poder inmenso en casi todos los ámbitos del mundo occidental.
Asmodeo (Baturix CC).Como se ha advertido desde un principio, la historia de Rennes-le-Chteau no ha terminado y es muy posible que no lo haga nunca, pero acaso una de sus claves resida en las salas del museo del Louvre —el lugar donde, no por casualidad, empieza y termina la novela de Dan Brown— y en el tiempo que Berenger-Saunière pasó en ellas durante aquel viaje que hizo a París con el fin de desentrañar el significado de sus extraños manuscritos. En la pinacoteca se exhibe Los pastores de Arcadia, un lienzo de Nicolas Poussin del que el sacerdote adquirió una copia y que representa una escena que el mismo pintor ya había tratado años atrás. En ella, un grupo de pastores —tres hombres y una mujer— se sitúan en torno a una tosca sepultura de piedra, y dos de ellos señalan una inscripción tallada en uno de sus laterales. Se trata de un lema, «Et in Arcadia ego» («y en la Arcadia, yo», o «también yo estoy en la Arcadia») que suele interpretarse como una alegoría de la omnipresencia de la muerte: incluso en los idílicos parajes arcádicos se asienta la conciencia de que nada es para siempre, de que todo es efímero, de esa fugacidad de la vida que desde la más remota antigüedad han glosado los poetas y temido los hombres. El caso es que el sepulcro del lienzo existió hasta hace no mucho —al parecer, fue dinamitado en algún momento del siglo XX por uno de los propietarios de la finca donde se alzaba— y hay fotografías y vídeos que dan fe de su presencia en un lugar llamado Arques que es muy similar a la Arcadia que pintó Poussin y se encuentra a tan solo unos pocos kilómetros de Rennes-le-Chteau. La inscripción, no obstante, se debe por entero al pintor francés: las paredes de la sepultura original estaban limpias de grafías y no había nada que pudiera dar una sola pista de quién pudo haber sido su inquilino. No obstante, hay quien dice que Poussin jugaba con ventaja —su nombre, de hecho, aparecía en la famosa lista de Grandes Maestres del Priorato de Sión— y que ese «Et in Arcadia ego» no era una aserción cerrada en sí misma ni mucho menos definitiva, sino un anagrama que, una vez resuelto y colocadas sus letras en el orden pertinente, arrojaría otra frase que no es tanto un enunciado informativo como una advertencia a quienes estuvieran tentados de adentrarse en su misterio: «I tego arcana dei». Que, traducido al castellano, significa: «Yo oculto los secretos de Dios».
No debe importar demasiado la resolución definitiva de este jeroglífico cuyas claves oscilan entre la religión y la historia: al fin y al cabo, y como señalaba Borges, rara vez la resolución de los enigmas está a la altura que plantea el misterio en sí mismo, y ni siquiera en Rennes-le-Chteau están excesivamente pendientes de que se despeje una incógnita que explicaría el alto nivel de vida de su párroco más emblemático y cuyos parámetros acaso manejen condicionantes más prosaicos —tráfico de misas, algún tipo de chantaje, un vulgar golpe de suerte…— que arruinarían la fascinación que provoca el relato con un irremediable poso de decepción. Lo mejor es recorrer con tranquilidad el pueblo y seguir los muchos rastros que en él ha dejado el paso de tan peculiar heterodoxia —la horrorosa escultura de Asmodeo sujetando la pila de agua bendita, el Sagrado Corazón que preside la fachada principal de Villa Bethania, la silueta de la Torre Magdala recortándose sobre el vacío, el via crucis dispuesto en la nave de la iglesia y que escondería en realidad una especie de mapa del tesoro— y finalizar el recorrido ante la tumba del mismísimo Berenger-Saunière, que yace allí por toda la eternidad y cuya lápida recuerda que bajo ese suelo reposa el hombre que un día estuvo o dijo estar en posesión del secreto que explicaría toda la verdad sobre Dios.