Pórtico Occidental.

Vézelay. 1140-1150.

Entre las muestras más hermosas de la arquitectura y la escultura románicas se encuentra la iglesia de la Magdalena de Vézelay, centro de peregrinación por contener como reliquia el cuerpo de María Magdalena, que según la tradición había traído expresamente desde Jerusalén el monje Badilon. Y también por encontrarse en la Vía Lemovicensis, uno de los cuatro caminos que conducían a Santiago de Compostela, a través del que acudían peregrinos procedentes del norte y del este de Europa.

Es por ello por lo que se levanta un monasterio cluniacense coincidiendo con el abaciado de Geoffroy de Vézalay, alrededor de 1037, prologándose las obras hasta finales de ese mismo s. XI. La abadía quedaría no obstante destruida por un pavoroso incendio la noche del 21 al 22 de julio de 1120, en vísperas precisamente de las fiestas de la patrona. Además de la destrucción del edificio y de la propia cripta con las reliquias de la santa, la Chronique de Saint-Maixent enumera mil ciento veintisiete muertos, en un curioso caso estadístico medieval.

La reconstrucción de la iglesia se produce al parecer de inmediato, y desde luego no debió de pasar mucho tiempo a tenor del estilo que muestra y porque ya en 1132 se produce su consagración. Entre 1140-1150 se completaría la edificación con el nártex de entrada. La cabecera en cambio es posterior: el presbiterio se realiza a finales del s. XII, y el ábside y la girola son góticos, ya del s. XIII.

En el s. XIX Viollet Le Duc afrontará su restauración general, después de que un nuevo incendio, acontecido en 1819, amenazara con la ruina del templo. Y aunque en general se trató de una restauración bastante respetuosa, la fachada exterior (que además se había visto muy afectada por la Revolución Francesa) fue totalmente remodelada.

El templo consta de una estructura basilical de tres naves de diez tramos cada una, con un crucero ligeramente destacado en planta, y un amplio nártex de tres tramos a los pies. La concepción espacial al interior es amplia y elegante, muy escueta en su estructura, pero de gran monumentalidad, gracias sobre todo al sistema de cubiertas empleado, que curiosamente voltea en todas las naves bóvedas de arista. Las del pasillo central especialmente, destacan por su altura y empaque, siendo un elemento de gran vistosidad los arcos fajones que refuerzan toda la bóveda, porque utilizan una llamativa alternancia de dovelas de dos tonos, que se repite en los arcos formeros que separan las naves. Su inspiración o bien proviene directamente de la España musulmana o más probablemente de restos de la tradición romana conservados en los alrededores. Apean sobre pilares cruciformes con medias columnas adosadas en sus caras, en una solución constructiva igualmente estricta y sencilla, y habitual en la edilicia románica.

Pero si algo resulta sorprendente y de una belleza difícilmente superable en otras muestras del arte románico es su formidable programa escultórico, que se reparte principalmente entre los capiteles del templo y la gran portada occidental que se abre dentro del nártex.

Los capiteles son de una talla exquisita, y de una expresividad clara y rotunda, que enfatiza su belleza y fantasía. Su iconografía es además muy rica, pues se entremezclan escenas y episodios de la tradición pagana, como la educación de Aquiles o el rapto de Ganímedes, con otros bíblicos, como el pecado de Adán y Eva, la muerte de Caín, la vida de Jacob, David en el pozo de los leones, o Judith y Holofernes entre otros. Hay también imágenes de santos: San Pedro, San Antonio, San Martín, San Benito o Santa Eugenia; un bestiario románico de una imaginación extraordinaria, así como temas cotidianos de gran inventiva, caso del famoso capitel del Molino místico (curiosa iconografía en el que aparece Moisés introduciendo el grano, símbolo de la vieja ley, el Antiguo Testamento, en un molino que adquiere el simbolismo de Cristo, pues está inscrita la cruz en la rueda del molino. San Pablo representante de la nueva ley, como Moisés era de la antigua, recoge la harina renovada). Curiosamente no hay imágenes de Cristo (aunque se compensa su ausencia con la de la portada principal), ni de la Santa patrona, María Magdalena, lo que resulta algo más extraño. Algunos capiteles también fueron restaurados en el s. XIX, pero en general se hizo siempre con gran escrúpulo.

Buena parte de los capiteles originales, así como el tímpano de la gran portada occidental se relacionan con el llamado Maestro de Cluny, que llega al parecer a Vézelay hacia 1120, cuando se reanudan las obras del templo. Le define un estilo muy marcado por las proporciones características de los personajes, de cuerpos pequeños y grandes extremidades y cabezas; un mismo tratamiento en la configuración de los rostros, marcado por el esquematismo del peinado y la barba, y sus almendrados ojos expresivos; así como un tratamiento inconfundible en los pliegues, determinado por sus vuelos elegantes, la precisión de los dobleces y sobre todo el dinámico efectismo de sus características formas espirales. Su actividad se prolonga hasta 1135 ó 1140.

Por lo que se refiere concretamente a la Portada occidental situada en el nártex y que sirve de acceso principal al templo, reproduce el tema de la reunión de los apóstoles alrededor de Cristo el día de Pentecostés.

Destaca en el tímpano una imponente figura de Cristo, inscrito en mandorla y de un canon superior que remarca su importancia jerárquica. De sus enormes manos parten rayos que simbolizan la iluminación divina, y que otorgan a sus discípulos el «don de lenguas», para ser enviados «en misión». Es un Cristo diferente a todos los de este periodo, ya no sólo porque no se trata de un pantocrátor, sino por su composición y su exquisita solución formal. Sólo su rostro mantiene la severidad del Maiestas Domini románico, severo y frontal, pero su disposición es atípica, en una composición en zig-zag que rompe el estatismo románico y además permite que la figura se gire sobre sí misma multiplicando los puntos de vista de la misma, a pesar de tratarse de un relieve escultórico. Por otra parte, está el trabajo de las vestimentas, de pliegues agitados y de gran variedad, que alternan los dobleces amplios, con pliegues minuciosos, formas ampulosas y telas adheridas, y en general un ritmo compositivo de una cadencia continua por la sinuosidad repetitiva de todos los paños. Sin olvidar la espiral característica del maestro ejecutor, localizada en este caso sobre la cadera, lo que le otorga a la figura, en un inverosímil requiebro, una ingeniosa adecuación del cuerpo a su forzada postura, y un recurso de indudable dinamicidad y movimiento.

Bajo los brazos de Cristo se agolpan los apóstoles con un canon inferior, y mostrando una gran variedad de posturas y actitudes que contribuyen a una interrelación psicológica entre ellos y hacia el Salvador, muy lúcida y muy extraña a la ortodoxia románica, porque entre otras cosas rompe con el estatismo y la rigidez característicos de la estatuaria de este periodo. Lo mismo que su distribución, ajena la simetría compositiva propia del estilo, todo lo cual, en cualquier caso, no impide una adecuación característica al marco arquitectónico, que explica lo forzado de las posturas y otros convencionalismos habituales como los pies en “v”.

En el extremo del tímpano y como si se tratara de una primera arquivolta (aunque no lo es) se distribuye en distintos cuadrados un repertorio de gentes provenientes de todo el mundo, en una representación simbólica de todos los beneficiarios de la verdad evangélica.
El resto del programa iconográfico se reparte entre el dintel y las arquivoltas. En la arquivolta que rodea el tímpano aparecen, inscritos en círculos, los doce signos del zodiaco y los doce meses del año según sus faenas agrícolas, representación simbólica en este caso de la universalidad de la iglesia, tanto en el plano terrenal como en el celestial.

Sobre el dintel, se distribuyen a la derecha de Cristo, los bienaventurados, y a su izquierda los condenados al infierno.

En conjunto se trata de una obra inolvidable y hermosa, porque sin perder la singularidad propia del arte románico, marcada por un antinaturalismo y un expresionismo que potencian el misticismo de su mensaje, en este caso se observa también un refinamiento en las tallas, una perfección formal en la figuración, una originalidad en la distribución compositiva, una elegancia en el trabajo de los paños, y en conjunto una monumentalidad formal, que todo el conjunto resulta de una belleza sólo equiparable a su singularidad.