Compartir lo
provisorio
por
Mamerto Menapace,
Allá
en las chacras se vivía
prácticamente
a la intemperie. No nos
defendíamos
demasiado de las realidades ni del
clima.
Más bien compartíamos el ritmo
de las cosas; y por supuesto de
las personas.
La
noche nos
encerraba a todos en los pequeños
charcos de luz que creaban
nuestras lámparas.
Los mismo que las aves acuáticas
se reúnen en sus charcos cuando
las
atropella la sequía. La lluvia
también
era compartida por todos; para
todos era
un tiempo de recogimiento bajo
techo dejando
suceder lo que era imposible
conjurar. También
se vivía compartiendo los mismos
gestos de la primavera, y las
mismas humillaciones
del verano o del invierno.
Porque
cuando
se vive a la intemperie uno no
puede hacer
provisión de clima. Se vive el
clima
del momento con intensidad y
compartiéndolo,
sin reservarse de él nada para el
día siguiente. Tal vez lo único
que se guardaba de un
acontecimiento, bueno
o malo, era el recuerdo de haberlo
compartido
y la capacidad de evocarlo en
futuros reencuentros.
Y lo
que sucedía
con los acontecimientos, sucedía
también con los alimentos. Sobre
todo con aquellos más primitivos,
que provenían de la caza y de la
pesca. Porque en las chacras
abundaban las
palomas, sobre todo cuando el lino
era chiquito,
o luego de la desgranada del maíz,
o para cuando el girasol empezaba a
madurar.
Casi siempre cuando se escopeteaba
la bandada,
solían caer más palomas de
las que nosotros podíamos
aprovechar.
Y como no teníamos la posibilidad
de conservarlas, y además era un
orgullo el haber tenido buen
puntería
el resto se mandaba a los vecinos.
Y allá
íbamos los chicos, hacia distintos
rumbos, llevando cada uno un par
de palomas
gordas, con la esperanza de
recibir propina.
Y volvíamos luego a nuestro
territorio
con el orgullo de todo embajador.
Los
lunes la
embajada venía del arroyo. Sábado
y domingo, Don Pablo los pasaba en
la isla
o en el monte. Su razón de
compartir
era mucho más urgente, porque el
pescado de los arroyos del norte
hay que
comerlo fresco. A veces, en lugar
del par
de pescados chicos sacados a línea
y anzuelo, solía venir con n trozo
de pescado de los grandes, de esos
que traen
acollarado el relato de la hazaña.
Y si la embajada no venía, todos
compartíamos en silencio el
fracaso
vivido ese fin de semana por Don
Pablo.
Lo
mismo sucedía
cuando para el invierno se
carneaba el chancho.
En eso del dar y el recibir, todos
los vecinos
comíamos presas frescas de las
sucesivas
carneadas. Y todos participábamos
del esfuerzo o de la habilidad de
todos.
Sentíamos como una especie de
alegría
de familia grande que nos hacía
compartir
penas, alegrías, trabajos y
fracasos.
Ahora
todo aquello
ha cambiado. Casi todos han
comprado una
heladera. En cada chacra se
dispone de una
pequeña geografía polar que
permite conservar los alimentos
perecederos.
Lo que antes se compartía, ahora
se conserva. Y así Don Pablo se
condenó
en los últimos años de vida
a comer siempre pescado: fresco
los lunes,
semifresco los martes, y partir
del miércoles,
pescado conservado. (Lo que no
dejaba de
encerrar un peligro.) Y ya nadie
supo nada
de sus éxitos y de sus fracasos.
Lo que hizo que para él mismo la
pesca perdiera mucho de su
encanto. Y también
para nosotros en eso de cazar
palomas.
Desde
que hemos
optado por la heladera, nuestra
alimentación
y nuestra vida en las chacras ha
perdido
mucho de su variedad, de su
capacidad de
sorpresa, de ese sentimiento de
totalidad
que creaba el compartir. Nos
defendemos
mejor contra el clima y la
intemperie, sí.
Pero
nos estamos
volviendo menos hombres.
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