Pasaban quince minutos de las nueve de la noche cuando Cobos
decidió irse. Llevaba varias horas delante de la pantalla del ordenador,
sin apenas pestañear y pensó que ya era hora de marchar a casa.
Fuera, en la calle, ya había anochecido hacía un buen rato.
El viento soplaba con una fuerza inusitada, como antesala de
una tormenta que estaba a punto de llegar.
Antes de cerrar la oficina con su llave, tecleó en la pequeña consola
la clave para activar la alarma electrónica.
Esperó unos segundos tras cerrar la puerta hasta que escuchó
un pitido agudo que indicaba que la alarma quedaba en servicio,
y con un gesto instintivo se echó la gabardina por encima de los hombros.
El frío arreciaba y empezaba a lloviznar.
Con paso rápido alcanzó su vehículo, un viejo Renault verde oscuro que
pese a los años, se encontraba en bastante buen estado.
Abríó la puerta y con rapidez se introdujo en su interior.
Introdujo la llave en el contacto y en breves segundos una tenue
luz dió vida al cuadro de mandos. Giró la rueda de la calefacción
al tope, y se dispuso a iniciar la marcha hacia su hogar.
La tormenta se fue volviendo cada vez más virulenta a medida
que se alejaba de la oficina. Aún le quedaban unos 50 kilómetros
hasta llegar a su casa, situada en las afueras de una pequeña
ciudad dormitorio. Decidió encender la radio para hacer el
trayecto más apacible; sin embargo la grave voz del locutor
de ese programa de misterio que tanto le perturbaba,
inundó el oscuro interior del vehículo.
Giró a la derecha para incorporarse a la carretera comarcal por l
a que tendría que transitar varios kilómetros.
No le gustaba nada regresar a casa por este camino,
máxime cuando hacía una noche tan desapacible como esta,
ya que el firme no se encontraba en buen estado y apenas
había iluminación. De hecho se había producido en ella
varios accidentes en los últimos años, alguno de ellos mortal.
Esto también había dado lugar a habladurías de la gente,
que afirmaba que en una curva se aparecía una mujer j
oven vestida de blanco y con aspecto desaliñado. Cobos no era una persona que diera mucho crédito a este tipo
de historias. Sin embargo tenía que reconocer que había algo
en esa carretera que le provocaba una sensación extraña, de intranquilidad.
Ya había dejado atrás las luces de la pequeña ciudad, y la
oscuridad lo inundaba todo. Sólo el resplandor de los faros
delanteros era capaz de romper con la negrura de esa
noche sin luna. De pronto, una sensación muy extraña se
apoderó de él. Se dió cuenta que no se escuchaba ningún
ruido, salvando la radio y el sonido del motor y los neumáticos
sobre la gravilla.Decidió parar en el arcén sin saber bien para
qué, ni que se encontraría. Abrió la puerta del coche y salió.
Fuera llovía copiosamente, pero apenas se escuchaba algo más
que el ruido del motor y el golpeteo de las gotas de lluvia
en el techo del coche. Se introdujo de nuevo en el vehículo,
e inició la marcha, sin haber despejado del todo
ese hormigueo que tenía en el estómago.
Su incertidumbre duró poco tiempo.
Al mirar por el retrovisor interior del coche se dió
cuenta de que no iba solo. Una mujer totalmente empapada,
con un vestido blanco, y la mirada ausente se encontraba en el asiento trasero.
Era imposible que se encontrara allí: el vehículo sólo tenía dos
puertas y de ninguna forma se podía acceder a la parte trasera,
salvo por la puerta del lado del conductor, ya que la otra se
encontraba averiada desde hacía varios días y no se podía abrir.
Su corazón empezó a latir aceleradamente.
Frenó en seco y con sus manos se tapó el rostro,
con la esperanza de que todo fuera fruto de su imaginación.
Sin embargo al volver a mirar por el retrovisor,
la figura seguía sentada en el mismo lugar.
Cobos se giró y balbuceando preguntó a la mujer quién era,
y que hacía allí. Sin embargo esta no articuló palabra.
Su mirada seguía perdida Dios sabe donde...
No podía ser. No podía estar nadie allí. No podía ocurrir
que esa vieja historia de la mujer de la curva le estuviera ocurriendo a él.
No creía en ese tipo de tonterías. Decidió salir del coche y echar
un vistazo desde fuera. Tenía que ser fruto de su imaginación.
Asió la palanca de la puerta con la mano dispuesto a abandonar
el coche, y de repente sintió una fuerte presión en el cuello.
Notó como dos manos frías como el acero le presionaban impidiendo
el paso de aire a los pulmones. Miró sorprendido por el retrovisor
y la imagen que vió le provocó pánico.
La mujer ya no tenía esa mirada fria y distante sino
todo lo contrario: los ojos parecían que se iban a salir
de las órbitas y reflejaban un odio que nunca había visto en ningunta otra mirada.
Intentó zafarse de las manos de la mujer pero le resultó imposible.
Poco a poco, a medida que el oxigeno apenas llegaba a sus pulmones,
fue perdiendo la consciencia, seguro de que iba a morir, pero sin entender
aún porqué. Hasta que la mujer aproximó sus labios y dijo con una voz
carente de expresión: nos veremos en el infierno, donde estoy desde
aquella noche que me atropellaste en la curva que acabamos
de pasar. ¿Recuerdas?
Fueron las últimas palabras que escuchó.
Después reinó la oscuridad más absoluta.
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