Se estaba acercando la Navidad en
nuestro pueblo. Lo que suele poner en movimiento muchos sentimientos
diferentes. Desde los tiernamente familiares, hasta aquéllos religiosos
más profundos. Y por supuesto, otros no tan elevados, como los que tienen
referencia a los hábitos alimenticios y los comerciales.
Una de las grandes jugueterías se
había surtido generosamente a fin de satisfacer todos los requerimientos
de sus clientes. Su dueño había viajado para ello en el tren diesel de las
siete de la mañana, llegando a Buenos Aires a eso del mediodía. Durante
varias horas había recorrido los negocios de la zona, proveyéndose de
juguetes. Con ellos regresó en el mismo tren de las seis de la
tarde.
En las estanterías podía verse de
todo. Armamentos de hojalata, con banderas extrañas a nuestro pueblo, a
fin de ayudar a nuestros pequeños a mentalizarse respecto a cómo está
armado el mundo y en qué ponemos nuestra confianza cuando hablamos de la
paz. Junto a estos juguetes se encontraban otros artefactos bélicos de
plástico, habitados por monstruos del más pésimo gusto televisivo. Por
supuesto había también muchas otras cosas bonitas y dignas de ser
obsequiadas en la alegría navideña.
Entre éstas se encontraba un
precioso osito de peluche, de gran tamaño. Realmente: era bonito. Parecía
trasuntar cariño, y sus ojitos pequeños y brillantes le daban una extraña
vida que cautivaba a quienes quisieran mirarlo con interés.
Era un juguete valioso, y por lo
tanto nada barato. Y Peluche lo sabía. Sin delirios de grandeza, él se
sentía entre lo mejor que se podía conseguir en aquel lugar.
Justamente, ése era su drama.
Porque los que tenían suficiente dinero como para comprarlo, no tenían
niños a quienes obsequiárselo. Y los que tenían muchos niños, carecían de
dinero. El ser valioso era la causa de sus problemas. Porque a medida que
se acercaba la Nochebuena, Peluche veía cómo las estanterías se iban
vaciando de juguetes, mientras él continuaba siendo admirado, pero sin que
nadie se decidiera a adquirirlo para alegría de un niño.
La ansiedad que había ido creciendo
con las horas, se le transformó en angustia, cuando vio que el dueño
bajaba lentamente las pesadas cortinas metálicas de la juguetería. Luego
se apagaron las luces, y dentro reinó el silencio. De afuera, en cambio,
llegaba todo el bullicioso festejo navideño.
En la oscuridad a Peluche le
entraron ganas de llorar. Se dio cuenta que pasaría la primera Navidad de
su vida de la manera más triste que se podía imaginar. Solo, y sin nadie
con quien compartir todo eso valioso que sentía poseer. Lo que más le
dolía era saber que se había quedado solo, justamente por ser valioso. Si
hubiera sido barato, ya estaría en manos de alguien, compartiendo la
fiesta, aunque sólo fuera por unas horas.
De repente se sobresaltó. Creyendo
soñar, vio que la sala se iluminaba con una luz suave y bella. Y sus
ojitos brillaron de estupor cuando vio al mismísimo Jesús, que había
entrado en la juguetería con una gran bolsa en la mano. Había venido a
buscar juguetes a fin de distribuirlos Él también. Porque tienen que saber
que aquí, a los chicos ricos, son sus padres quienes les traen regalos.
Mientras que a los pobres, se los manda Dios.
Peluche tuvo la certeza de que esta
vez alguien se lo llevaría con él para ser la alegría de un chico. Este
Señor tenía muchos niños, y además era suficientemente rico como para
pagar su precio y adquirirlo. Esperó, por tanto, con ansiedad, que se le
acercara.
Cuando estuvo delante, el Señor lo
miró con cariño –como nunca nadie antes lo había mirado- y le dirigió la
palabra con toda naturalidad:
-Peluche: ¿quieres acompañarme esta
Nochebuena para repartir regalos a los chicos de la Tribu?
Y como la Palabra del Señor es
poderosa y da vida a todo aquél a quien se dirige, Peluche sintió que un
extraño temblor se apoderaba de todo su cuerpo. Saltó de la estantería, y
dando cuatro vueltas carnero en el piso, se puso a bailar lleno de
alegría. De no haber sido de peluche, habría hecho un ruido infernal. Pero
nadie sintió nada. Sobre todo, porque todos estaban ocupadísimos,
celebrando la Navidad. Tan entretenidos estaban en ello, que ni siquiera
vieron a Jesús, con la bolsa al hombro, y con Peluche de la mano,
caminando por las calles rumbo a la salida. Hubo quienes al verlo desde
atrás, pensaron que se trataba de un linyera, acompañado de su perrito.
¡Es tan fácil confundir al Señor con un pobre cualquiera...! ¡Y más en
Navidad!
Cuando ganaron las afueras del
pueblo, Peluche quedó extasiado. Vio por primera vez la noche de los
campos. El cielo estaba que hervía de estrellas. Los grillos cantaban
desde los pastos. A lo lejos los perros y los gallos indicaban dónde
vivían los pobres. Y en los reparos, los bichitos de luz iluminaban la
noche de verano.
-¡Qué hermosa es la noche! –exclamó
Jesús.
-Sobre todo si voy de tu mano
–contestó Peluche.
Y así fueron visitando los ranchos.
Cuando se acercaban a uno de ellos, les salían al encuentro los perros.
Los perros del indio no ladran. Van derecho al bulto. Pero cuando
descubrían que era Jesús quien venía, inmediatamente se apaciguaban. Y
mientras el Señor los acariciaba para entretenerlos, Peluche sacaba de la
bolsa un regalo, y entrando sigilosamente por la ventana abierta, lo
dejaba al lado de los niños dormidos. Y todavía se quedaba un ratito para
mirarlos sonreír en sueños. Como sucede en Navidad.
Así se fue gastando la noche.
Cuando ya quería ir saliendo el lucero, Jesús le dijo a Peluche:
-Mira. Ahora vamos todavía a
visitar el rancho de Doña Matilde. El mejor de los regalos tiene que ser
para su nietito, que está enfermo.
Y mientras el Señor se entretenía
con los perros de Doña Matilde, Peluche buscó en la bolsa el regalo mejor.
Pero descubrió con sorpresa que ya no había más regalos. Estaba
completamente vacía. Y perplejo se lo dijo a Jesús. Pero éste, guiñándole
un ojo, como quien ya sabía el asunto, le dijo:
-¡Haz como yo! ¡Regálate tú!
Nota: Nunca se supo en la Tribu
cómo hizo Doña Matilde para conseguirle a su nietito un regalo tan
hermoso. Y hasta hubo gente malintencionada que sospechó de ella...
¡Son tan ladrones los pobres! Si te
acercas, te roban el corazón.
Mamerto
Menapace