En
una familia de
abejas cada quien
tiene un lugar en la colmena
mientras sirve para algo...
¿En algo se parecen?
Ojalá solo en lo
bueno...
Las
abejas, en
general, gozan de
buena fama. Bueno, tienen
buena fama siempre que no
nos dejen el grato recuerdo
de su aguijón y de
su veneno... Las abejas
son famosas por su miel
y su jalea real. Se nos
presentan como un complejo
modelo de
laboriosidad, de
“altruismo”, de
organización eficaz,
de vida comunitaria productiva.
Por
eso en algunos
nace, casi de modo
espontáneo, el
comparar a las abejas
(y hormigas) con los hombres.
El hombre, como la abeja,
vive en sociedades enormemente
complicadas y, a la vez,
altamente organizadas. El
hombre, como la
abeja, consigue
niveles muy altos de productividad.
El hombre, como la abeja,
es capaz, en modo altruístico,
de arriesgar su vida por
los demás, por “la
especie”.
En
estas
comparaciones, sin
embargo, se pueden cometer
errores más o menos
graves. Quienes trabajan
más de cerca con
las abejas, saben bien que
el “altruismo”
termina pronto. Cuando una
obrera, envejecida después
de intensos días
de trabajo, ya no puede
valerse por sí misma,
puede ser arrojada
fuera de la
colmena. Muchas veces
morirá a la entrada,
sin que nadie le tienda
una pata para que entre
en casa y reciba una asistencia
médica terminal...
La
lógica
organizativa de
una familia de abejas
es férrea: cada quien
tiene un lugar en la colmena
mientras sirve para algo.
Apenas el servicio termina,
pierdes tu puesto, y sólo
te queda morir en algún
lugar donde no
obstaculices el
frenético ir y
venir de quienes todavía
pueden trabajar. Incluso
la abeja más privilegiada,
la reina, corre el riesgo
de perder todo su poder
cuando envejece. Las obreras,
que notan sus pocas
energías y que
pone un número
bajo de huevos diarios,
deciden dejarla de lado
para construirse reinas
nuevas y más fuertes.
Desde
luego, es un
error acusar a las
abejas de “injustas”
y de “explotadoras”.
Como los demás animales,
siguen comportamientos fijos
según el propio instinto.
Pero sí nos asusta
el que puedan darse (y no
hablamos de hipótesis
irrealizables) sociedades
humanas que dejen
de lado a quienes,
después de años
de servicio y de
vida profesional y
familiar, entran a formar
parte de la “tercera
edad”.
Cuando
un hombre
envejece, o cuando
sufre un accidente que produce
una invalidez más
o menos grave, deja de producir,
al menos no tanto como antes.
A la vez, necesita más
ayuda de los demás
para poder llevar una
vida digna. Se
hace más
dependiente. Y, por desgracia,
para algunos, se convierte
en un peso social, en un
costo sanitario o en un
problema para una vida familiar
dinámica y alegre.
En
la colmena,
también, viven los
“zánganos”. Entre
los apicultores no
faltan quienes alaban la
utilidad del zángano,
no sólo porque gracias
a ellos las reinas pueden
fecundarse, sino porque
una colmena fuerte recibe
de los numerosos zánganos
que la pueblan algo de
calor y un cierto
sentido de seguridad.
Pero también es verdad
que el zángano no
ayuda en los intensos trabajos
de la colmena, y por eso
está condenado a
desaparecer cuando la comida
escasea y cuando la colmena
prefiere dedicarse a lo
fundamental.
En
los momentos de
crisis y de
hambre, los hombres no
actuamos así. Ciertamente,
siempre habrá quienes
no sólo quitan el
pan del vecino, sino que
incluso prefieren llenar
su propio estómago
aunque los hijos se ahoguen
en cataratas de lágrimas
y en dolores de
hambre. Monstruos
los hay en todas
partes. Pero es mucho más
frecuente el ejemplo de
miles y miles de personas
que alivian el hambre, el
dolor o la soledad de otros
hombres y mujeres que viven
en condiciones
dramáticas. Alguno
pensará que este
comportamiento no es
productivo, y que en esto
las abejas son más
eficaces que nosotros. Pero
el hombre, que vale no por
lo que hace, sino por lo
que es, sabe que no puede
despreciar a ninguno de
sus semejantes.
Incluso si se
trata de un bandido
o de un ladrón. ¿No
invitaba Jesús a
sus discípulos a
visitar a los presos y a
perdonar a los enemigos?
Hay,
por lo tanto,
semejanzas entre
los hombres y las
abejas, pero hay también
diferencias fundamentales.
La mayor de todas es que
los hombres necesitan aprender
a vivir juntos. Por eso
no siempre una sociedad
consigue la paz y la
armonía entre
quienes la componen.
El reto de la educación
consiste en lograr que cada
nuevo niño aprenda
a vivir con los otros. No
sólo para producir
y para generar riqueza,
sino para aprender que el
dar es más importante
que el recibir. Y para
aprender que,
cuando los avatares
de la vida no nos permitan
compartir nada, porque ya
nos falta la salud o el
dinero, quedará en
muchos la posibilidad de
responder con una sonrisa
y un gesto de gratitud hacia
quienes cuiden del
pobre, del enfermo
y del marginado.
Aunque, para algunos, dedicarse
a la beneficencia no sea
productivo...
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