La
pasión de mi hijo Daniel
por el surfing empezó cuando
tenía doce años.
Todos
los días, antes y después
de la escuela, se ponía
el traje de buceo, se iba remando
más allá de la línea
de rompientes y competía
con sus amigos. Por causa del
amor de Daniel por su deporte
sufrí una dura prueba aquella
tarde fatídica.
-Tu
hijo ha tenido un accidente -informó
telefónicamente el salvavidas
a mi marido, Mike.
-¿Es grave?
-Lo es. Cuando volvió a
salir a la superficie la tabla
le dio en el ojo.
Mike
lo llevó a la sala de urgencias
y de allí lo enviaron al
quirófano de cirugía
plástica. Le dieron veintiséis
puntos de sutura, desde el ángulo
del ojo al puente de la nariz.
Regresaba a casa tras cumplir
un compromiso mientras a Dan le
estaban operando el ojo. Mike
fue directamente al aeropuerto
cuando salieron de la consulta
médica.
Cuando nos encontramos me dijo
que Dan estaba esperando en el
coche.
-¿Daniel? -pregunté.
Recuerdo haber pensado que ese
día las olas debían
haber sido infames.
La peor de las pesadillas de una
madre que viaja por razones laborales
se había convertido en
realidad. Corrí con tal
rapidez hacia el coche que se
rompió el tacón
de un zapato. Abrí violentamente
la puerta y ahí estaba
mi hijo menor, con el ojo vendado,
gritando:
-Oh, mamá, ¡cuánto
me alegro de que hayas vuelto!
Yo me puse a llorar en sus brazos,
diciéndole cuánto
sentía no haber estado
en casa cuando llamó el
salvavidas.
-No tiene importancia, mamá
-me consoló él-.
De todas maneras, tú no
sabes hacer surf.
-¿Cómo? -le pregunté,
confundida por su lógica.
-Quedaré perfectamente.
El doctor dice que en ocho días
ya podré volver al agua.
¿Se había vuelto
loco? Yo quería decirle
que no iba a dejarle volver al
agua hasta que cumpliera treinta
y cinco años, pero me mordí
la lengua y recé para que
se olvidara del surfing para siempre.
Durante los siete días
siguientes continuó insistiendo
para que le permitiera volver
al mar. Un día, después
de haberle dicho enfáticamente
que no por centésima vez,
me ganó con mi propio juego.
-Mamá, tú nos enseñaste
a no renunciar nunca a lo que
amamos.
Me sobornó dándome
un poema de Langston Hughes, enmarcado,
que había comprado porque
"le hacía pensar en
mí".
LA
MADRE AL HIJO
Bueno,
hijo, te diré:
Para mí la vida no ha sido
una escalera de cristal.
Ha tenido sus bemoles.
Y astillas
Y ramas con espinas
Y cuartos sin alfombrar, con el
suelo
Desnudo.
Pero continuamente
Yo he seguido trepando
Y llegando a descansos
Y superando ángulos
Y andando a veces por la oscuridad
Donde no hay nada de luz.
Entonces, chico, no te des la
vuelta,
No empieces a bajar los escalones
Porque te parezcan medio difíciles.
No te caigas ahora
Porque yo sigo andando, cariño,
Yo sigo trepando,
Y para mí la vida no ha
sido
Una escalera de cristal.
Di mi brazo a torcer.
Entonces, Daniel no era más
que un chico apasionado por el
surfing. Ahora es un hombre responsable,
que se encuentra entre los veinticinco
mejores surfistas del mundo.
Fui puesta a prueba en mi propio
terreno, en relación con
un principio importante que enseño
a diferentes audiencias en ciudades
lejanas: "Las gentes apasionadas
abrazan aquello que aman y jamás
renuncian a ello".
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