Hay una canción preciosa de Juan Manuel Serrat
que habla de una experiencia creo que común a
toda persona con un poco de sensibilidad: la de la añoranza
de los tiempos pasados, que de repente irrumpen en nuestra
vida enganchados en pequeños detalles insignificantes,
ante los cuales pasamos todos los días sin que
nos digan nada, pero que un día, sin saber cómo
ni porqué, son capaces de hacernos volver al
pasado por unos instante y revivir unos momentos dulces
que nunca volverán. Me permito el lujo de copiar
algunos de esas estrofas tan simples como profundas
y cargadas de vida:
“Uno
se cree que los mató el tiempo y la ausencia,
pero su tren vendió boleto de ida vuelta.
Son aquellas pequeñas cosas
Que nos dejó un tiempo de rosas,
En un rincón, en un papel o en un cajón.
Son las que nos hacen llorar cuando nadie nos ve”.
¿Quien
no ha sucumbido alguna vez ante un inesperado aroma
que nos transporta a lo olores de nuestra niñez
y juventud? ¿Quién no se ha emocionado
alguna vez ante la letra o la música de una vieja
canción que automáticamente nos hace pensar
en los tiempos en los que no era tan vieja y a los momentos
intensos bañados por ella? ¿O quien no
se ha sorprendido abriendo una vieja caja de cartón
o un viejo baúl, ante cien formas distintas de
recuerdos prendidos en trozos de papel o de tela, en
viejos juguetes, fotos o prendas de personas ya desaparecidas...?
Esta
experiencia está cargada a la vez de una doble
sensación: por una lado la recuperación
agradable y placentera de un pasado, de unos momentos
felices generalmente ligados a nuestra niñez
o adolescencia, el agradecimiento por aquellos momentos
y la constatación de que el tiempo transcurrido
nos une a ellos.
No
cabe la menor duda de que en un principio este suspiro
del corazón pinta una leve sonrisa en nuestros
labios, pero una sonrisa que es rápidamente apagada
por la segunda y terrible experiencia, la de constatar
que esos tiempos felices del pasado nunca volverán,
la de caer en la cuenta de lo dramática y cruel
que es la vida, que como un río incapaz de volver
sobre su curso y abocado inexorablemente a morir en
el mar del olvido, transcurre sin vuelta atrás.
Por
un momento nos cautivó, nos dejó jugar
de nuevo a ser niños, cerrar los ojos y viajar
en el tiempo disfrutando del paisaje. Pero cuando los
ojos se vuelven a abrir la realidad nos golpea con una
agresividad brutal, pues ese viaje es sólo un
espejismo que nos deja con lágrimas en los ojos
y con el corazón lleno de melancolía.
He
de confesar que durante mucho tiempo me hice el hombre
duro y fuerte, incluso me atreví a dar consejo
a aquel que sufría esta experiencia. Por mi trabajo
me he visto abocado muchas veces a acompañar
los momentos emocionalmente más intensos de la
vida de las personas: el amanecer de una vida, el amor,
la experiencia del dolor y de la muerte... Sólo
cuando quedé al margen de esa “profesión”
aparecieron en mi vida esos viejos fantasmas, caí
en la cuenta de que el viejo Moisés también
estaba en el desierto y de que él, al igual que
su pueblo, también añoraba las cebollas
de Egipto; tal vez no lo aparentara ni lo dijera, salvo
en lo secreto de su oración, cuando a solas clamaba
a Yahvé en lo alto de la montaña, sin
dar pie a que su pueblo tuviera ni la más mínima
sombra de sospecha de que su líder y jefe espiritual
también suspiraba por el pasado como ellos. ¿Qué
clase de líder sería? ¿Quién
podría confiar en él?
Frente
a esta experiencia también cabe dos opciones
distintas que parecen claras: una sería la de
tratar de volver atrás en el tiempo y si no es
posible revivirlo, al menos intentar recuperar sus recuerdos
creando otros nuevos lo más parecidos posibles.
Sería algo así como dejar de caminar,
buscar en el desierto el oasis o el paisaje que más
recuerde a Egipto e instalarse en él para rehacer
la vida.
La
otra alternativa requiere algo de más fe, pues
supone saber secarse las lágrimas del pasado,
es más, convertirlas en lágrimas de agradecimiento,
y seguir caminando únicamente apoyado en la promesa
de una nueva tierra en la que no hay más garantía
que una creencia y un camino que en si mismo está
cargado de lecciones y de vida.
Parece
claro que la única vía posible para recuperar
la felicidad es la segunda, sin duda también
la más difícil. Dejar pasar el tiempo
de la tempestad es todo un arte que ha de hacerse con
una entrega total, con absoluto abandono, lo cual no
es difícil cuando nos vemos derrotados, hundidos,
desesperados.
El
sufrimiento sólo aparece mientras quedan restos
de prepotencia en nosotros, mientras que nuestro orgullo
no se ha agotado, pero cuando se ha llegado a este punto
uno descubre misteriosamente que sólo queda la
esperanza. Algunos se resisten a llamarla así
y prefieren ver en este momento una proyección
de nuestros sueños que no por consoladores son
verdaderos, algo así como un autoengaño.
Esa no es mi experiencia y es así que la ofrezco
como un verdadero tesoro.
Si
bien en nuestra vida hay problemas que nos llevan al
fracaso, en nuestro espíritu no ocurre lo mismo
y uno siempre puede abrirse a la dicha de ver como nuestros
ojos se cierran mirando a lo alto, a un futuro en el
que se cree por que se intuye, casi se palpa.
Moisés
murió sin ver la tierra prometida pero consciente
de que su pueblo entraría en ella y de que él
también lo haría en el corazón
de cada uno de sus hermanos. Es este un concepto precioso
que en estos tiempos de individualismo no se valora
lo suficiente. Me refiero al hecho de que somos PUEBLO,
asamblea, de que nadie sufre ni goza solo y que el mayor
de los desastres sobreviene cuando se trata de experimentar
esta experiencia al margen de la familia en la que estamos
entroncados, de los nuestros.
Ahora
bien, qué hay cuando se entrega la vida sin sombra
de futuro, cuando se cierra los ojos en el más
absoluto de los fracasos. Dios no está ausente
en esta experiencia. Cuando el desastre se escribe con
mayúsculas y es definitivo todavía hay
que guardarse una sonrisa para llevárnosla con
nosotros, pues para Dios NADA hay que sea imposible.
El que crea, que entregue su vida con confianza.
Autor: P.
Pascual Soarin | Fuente: Catholic.net
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