León era el hijo menor de una familia bien acomodada. Si bien no eran millonarios, no sólo no pasaban necesidades económicas, sino que tenían lo que podría llamarse “un buen pasar”.
Para León y su familia la Navidad siempre había sido algo muy importante, algo digno de festejar. Quizás el niño no sabía bien el por qué, pero estaba acostumbrado a que la Navidad se recibía a lo grande.
Su madre decoraba la casa con flores y guirnaldas. Ponía la mejor vajilla en la mesa y preparaba los más sabrosos platos. Sus hermanos mayores armaban un gran árbol con muchos de adornos y luces. Su padre decoraba el frente de la casa y luego de las doce, el árbol se llenaba de decenas de paquetes envueltos con papeles metalizados y grandes moños.
Todos disfrutaban cada Navidad, pero en rigor de verdad, León no sabía bien qué era lo que realmente estaban festejando cada uno en el fondo de su corazón. Distraído en decoraciones y extensas cartas a Papá Noel, nunca se había puesto a pensar bien en lo esencial que tenía tal fecha.
Poco le falta para averiguarlo.
La víspera de Nochebuena decidió salir a dar un paseo. Su madre le pidió que no lo hiciera puesto que se avecinaba una tormenta de nieve, pero el niño no hizo caso y cuando su madre se distrajo partió.
Entretenido con el paisaje, se alejó más de la cuenta y cuando quiso volver, ya la tormenta estaba sobre él y nada pudo hacer. Desorientado, caminó cómo y por dónde pudo buscando un refugio que no le fue fácil encontrar. Perdió la cuenta de cuánto había caminado, hasta que llegó a una casa humilde perdida en el medio del blanco bosque.
Golpeó la puerta donde sólo había colgado un pequeño moño rojo de una tela vieja y raída.
– ¿Qué haces pequeño en el medio de este temporal? – Dijo una señora muy amable al tiempo que lo hacía pasar.
Lo abrigó con una cobija y mientras le servía un chocolate de muy mala calidad pero muy calentito, le pidió que le contase cómo había llegado hasta allí.
León le contó que, desobedeciendo a su madre, había salido a pasear y que lo había sorprendido la tormenta.
– ¿Puedo llamar a mi mamá? – preguntó sollozando el niño.
– Es que no tenemos teléfono pequeño, sino con gusto – Contestó la señora.
– ¿Y cómo haré para volver? ¡Mañana es Nochebuena! Dijo León muy angustiado.
– Ya algo se nos va a ocurrir, no llores. Ya verás, cuando vengan mi esposo y mis hijos, algo pensaremos todos juntos.
– ¿Y ellos dónde están? – Preguntó León
– Trabajando
– ¿Con esta tormenta?
– Si no trabajamos no comemos, con o sin tormenta – Contestó resignada la señora.
A los pocos minutos entraron el esposo y los tres hijos. El más pequeño parecía de la edad de León. Todos con sus caras frías, rojas, tiritando, pero sonrientes y llenando de besos a su mamá.
María, así se llamaba la dueña de casa, contó a su esposo cómo había llegado hasta allí el pequeño.
– Esperemos que pase la tormenta – Dijo José y saldremos a buscar a tu familia, seguro ellos estarán muy preocupados.
La tormenta lejos de mermar, era más intensa cada hora que pasaba. Se hacía imposible salir de la humilde vivienda sin que alguno corriese peligro.
León pensaba que ya no podría ver a su familia para la nochebuena y para la Navidad y eso lo angustiaba mucho. También era cierto que pensaba en los regalos que quedarían sin abrir en el gran árbol de su casa y por un momento lo desconcertó no saber qué lo preocupaba más.
– Esperemos que mañana todo mejore – Dijo José – mientras tanto, serás nuestro invitado de lujo.
León pensó que “lujo” no era la palabra que más se ajustaba a las circunstancias, tiempo después se daría cuenta de lo equivocado que estaba.
Observó con más detenimiento el humilde ambiente, no vio ningún árbol adornado, pero en cambio, vio un pesebre con un niño Jesús, algo deteriorado, pero con flores frescas y aromáticas a su lado.
No había guirnaldas, ni moños, tampoco se veían preparativos de una gran comida, pero el ambiente era cálido y festivo de todas maneras.
León estaba triste, suponía que sus padres estarían buscándolo, pero ¿Cómo llegar hasta él si ni él sabía bien dónde estaba?
Se sentaron todos a cenar y como único plato María sirvió una sopa que para sorpresa de León resultó ser la más rica que hubiese probado.
A la hora de dormir, le cedieron la cama más cerca del hogar. María le dio las buenas noches y besando su frente, le dijo:
– Verás que mañana todo mejora, no te preocupes. La mañana siguiente el tiempo había empeorado aún más. León despertó llorando y fue más aún su desconsuelo cuando miró por la ventana.
– No llores – Le dijo el más pequeño de la familia – Hoy es un día de fiesta, ya te reencontrarás con tu familia, mientras tanto a disfrutar de los preparativos.
– ¿Preparativos? Se preguntó León.
Como leyéndole la mente, el más pequeño le dijo:
– Como hoy es un día especial, mi mamá horneará pan y cada uno de nosotros preparará un regalo sorpresa para otro miembro de la familia… ahora que pienso, habrá que preparar uno para ti.
León estaba desconcertado. Por un lado, se sentía triste y tenía un poco de miedo, por el otro se sentía conmovido de ver como con tan poco, la familia era feliz, podría disfrutar y festejar.
Pasó la tarde viendo como cada miembro de la familia preparaba en secreto un regalo, sólo uno, para el otro, como María horneaba pan y José buscaba casi infructuosamente más flores frescas para el niño Jesús.
Era casi la hora de cenar y la tormenta seguía acechando. Comenzó a resignarse a que no vería a su familia esa nochebuena, pero la idea –si bien lo entristecía- no lo desesperaba ya. El aire que se respiraba en esa casa era cálido y alegre.
María puso la mesa, de la misma manera que la noche anterior, sólo unos ramos de muérdago fresco la adornaban.
Cada miembro de la familia colocó su regalito, envuelto precariamente, al lado del niño Jesús.
– ¿No esperan a Papá Noel? – Preguntó intrigado León.
– No es que no lo esperemos hijo, con esta tormenta no podrá venir. Mejor le ofrendamos al niño Dios nuestros obsequios para que él los bendiga y bendiga también a quien lo reciba – Contestó José.
Se bañaron y se cambiaron de ropa. No era ropa que León estuviese acostumbrado a ver una nochebuena, pero era la mejor que la familia tenía.
– Para recibir al niño Dios – dijo María emocionada y colocó una flor en su cabello.
León observaba a María, José y sus hijos cómo vivían una nochebuena tan humilde, pero tan sentida. Cada uno sabía que lo que iba a ocurrir era un milagro. El niño Dios nacería una vez más y lo recibían de la mejor manera que podían. Empezó a entender que la palabra lujo sí tenía cabida en esa familia.
Cuando iban a sentarse a la mesa, sorpresivamente golpearon la puerta. Con gran emoción León vio que eran sus papás y sus hermanos, quienes gracias a tener una potente camioneta, habían podido encontrarlo.
Luego de abrazar a su hijo y agradecer la hospitalidad de la familia, quisieron retirarse a celebrar la nochebuena en su casa.
– Quédense por favor – Les dijo María – será un honor para nosotros compartir la mesa.
– No es bueno volver a tomar la ruta con esta lluvia, por favor sean nuestros invitados de lujo, hoy es un día de fiesta y hay que celebrar – Insistió José.
“De lujo” ya no sonó extraño en los oídos de León y menos aún en su corazón.
Es fue una Nochebuena diferente, sin moños, sin árbol, sin grandes paquetes, ni manteles, ni copas.
Sin embargo y para su sorpresa, había sido de lujo, un pan horneado, un regalo hecho con amor, la fe con la que esperaban al niño y tantos gestos simples, pero inmensos a la vez.
Esto no significó que León no volviese a disfrutar de su árbol de Navidad, los regalos, la comida, pero aprendió que el verdadero sentido de las cosas, no se envuelve con un moño, ni entra en ningún paquete y que puede haber lujo, donde habite el amor, sea en las condiciones que sea.
Fin
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