Quizá de haber sido yo otra... hubiera llenado el baldecito con agua y la mamá de Sol -así se llamaba la niñita redonda y bronceada- hubiese charlado conmigo de lo que se habla en la playa. Ella no sabía que yo era una extraña, sino que extrañaba, que quería hacer un pozo en la arena para juntar almejas, pero no me atrevía, que quería zambullirme en las rápidas olas, pero me daba vergüenza, que me molestaba el sol en la nuca, pero no podía cambiar de posición y volverme visible. Así, sentada, ovillada, quieta, muda, sola en el estreno de una obra que hubiese podido ser hermosa y divertida, pensé en otros días, en seres que me acompañaron: armé rostros queridos y lejanos, resucité palabras dichas tiempo atrás.
Me encontré con culpas, alegrías y fantasmas. Todos los mares que conocía resonaron en mi mente su ruido de caracola apoyada en la oreja. Todos los mares aletearon con las alas grises o blancas de sus gaviotas siempre hambrientas. Todos los mares burbujearon sus azules copiados del cielo, de los nomeolvides, de las violetas postreras del invierno y sus verdes encabritándose en las primaveras de hojas nuevas, pero en todos había estado con alguien, acompañada.
Y yo decía: "allá va un pájaro" o "un velero tan blanco" o "¿pescarán algo esos hombres?" o "ese chico tan bello"... y quien estaba a mi lado giraba su cabeza mirando, o me señalaba algo, también, para que yo mirara, y el mundo era entonces tibio y seguro como un nido de dos manos puestas en forma de cuenco para dar toda el agua mansa de la ternura, toda el agua transparente de la compañía. Cuando la playa quedó casi desierta me levanté para marcharme. En la arena estaba la forma de mi cuerpo: allí permanecería hasta que la verde mano del mar la emparejara, borrándola, borrándome. Me quité los anteojos para limpiar los vidrios empañados, que casi no me dejaban ver. Pero mientras regresaba al hotel me di cuenta de que no, no eran los vidrios. Era yo, llorando.
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