Cuando se vislumbran los sesenta años de edad, en las sociedades occidentales capitalistas es
usual que el que más y el que menos quieran dejar su futuro atado y bien
atado para no ser una rémora en su círculo íntimo familiar, hijas e hijos principalmente.
El capitalismo es un sistema regido por la utilidad máxima: solo cabe ser adolescente de modo permanente.
En cuanto aparecen las fisuras físicas y mentales, uno abandona el rol de trabajador
explotable. Los que ya no rinden beneficios al régimen entran de lleno en el cementerio de lo prescindible.
Ese pensamiento radical que sobreviene en las proximidades de la sesentena no es de índole
natural sino que tiene un carácter cultural profundo, requiere un aprendizaje social, formando
parte de los valores acuñados por la costumbre y las tradiciones seculares. Interiorizar este
valor conlleva aceptar pasivamente que la vida se termina de repente en el momento que el
reloj biológico hace de precursor de la jubilación laboral. Uno se jubila mucho antes en la mente que en la realidad física.
Se trata de un pensamiento ideológico inducido dentro de un caldo de cultivo superestructural
que desecha todo aquello que no se rige por el movimiento incesante y continuo, repetitivo e imparable.
La hegemonía de lo físico sobre lo psicológico y la experiencia acumulada es incontestable y casi irreversible.
La problemática planteada es cada vez más aguda y afecta a más personas, dado el envejecimiento
acusado de las poblaciones de los países occidentales. Las tasas de natalidad se encuentran bajo
mínimos históricos y la esperanza de vida sube sus índices por encima de los 80 años de media,
aunque no en todos los sectores sociales. Las clases trabajadoras cuentan
con mayores riesgos vitales para llegar a edades provectas, más aún en épocas de crisis.
Hasta ahora, la vejez ha sido recluida en instituciones ad hoc o ha estado al cuidado familiar.
La primera opción, que ha ido extendiéndose de manera paulatina, era la preferida por las clases
pudientes, siendo la segunda alternativa la obligada para las clases populares y trabajadoras.
Mientras los ancianos se valen por sí mismos, el capitalismo y los servicios sociales les
reservan actividades peculiares: viajes organizados, gimnasias blandas, centros de día,
canguros ocasionales de nietos y paseos renqueantes al sol matinal o vespertino.
Era y es puro entretenimiento y distracción del tiempo, un vagar hacia la muerte sin protagonismo individual o social.
Con la crisis, muchos pensionistas están salvando a numerosas familias de caer en la indigencia,
además de ser sujetos activos en la reproducción diaria de la vida realizando las tareas propias
del hogar como limpiar, comprar víveres y cocinar. Su contribución viene siendo decisiva
como sostén económico de las unidades familiares más afectadas por la crisis y como personal doméstico no retribuido.
Resulta insoslayable replantearse lo que la sociedad hace por las personas mayores. La calidad
democrática así lo exige. No se trata de nombrar eméritos honoríficos a todas las personas
jubiladas de la economía regular sino de ofrecerles un estatus social, moral y político que haga
justicia a su condición biológica y cultural. La dignidad debe ser la
base en la que se asiente ese nuevo papel asumido por toda la ciudadanía.
No podemos reducir la vejez a relaciones exclusivamente endogámicas. La pluralidad social
se enriquece con vinculaciones constantes y fluidas entre la niñez, la juventud, la edad
adulta y la ancianidad. Es preciso un diálogo a múltiples bandas sin reticencias ni prejuicios insolidarios de superioridad.
En las sociedades actuales, todos precisamos de todos porque todos, sin excepción, somos
vulnerables y dependientes del otro para desarrollarnos plenamente como seres humanos
racionales. La utilidad económica convierte a las personas en meros
factores estadísticos, arrojando a la basura la dignidad intrínseca con la que venimos al mundo.
La edad jamás puede ser un motivo de discriminación social. Las singularidades que presenta
la ancianidad son perfectamente asumibles por una sociedad en la que la ética pese más
que el beneficio económico. Los valores que aporta la vejez al conjunto son de
muy variada índole: sabiduría, experiencia, tranquilidad y sosiego, perspectiva mesurada, no
competitividad…
Ciertamente los valores aludidos no son los que conforman el ideal del régimen
capitalista. En el capitalismo priman los factores contrarios: belleza física, consumismo,
inmediatez y no compromiso con el semejante. Darle la vuelta a esta situación requerirá
esfuerzos políticos y también ideológicos suplementarios que incidan
en la cultura predominante de la utilidad medida en rendimientos económicos en exclusiva.
La vejez no debiera ser considerada como una etapa sobrante de la vida, una especie de no
lugar en tránsito a la muerte. La gente mayor está influida por esta visión que cercena sus
capacidades particulares y sus potencialidades sociales. Una vez que hace
suyos estos planteamientos reaccionarios, la vejez se convierte en un túnel sin salida ni vuelta atrás.
Estar en activo, socialmente hablando, no debe entenderse sin más como la adquisición del rol
de producir objetos, mercancías o servicios susceptibles de ser comercializadas en el
escaparate del consumo cotidiano. Los valores intangibles son igualmente necesarios para
la vida colectiva. El diálogo, el amor, el cuidado y
la experiencia forman asimismo parte de la esencia de los seres humanos.
Hace falta con urgencia establecer una red pública que atienda a la dependencia
en todas sus facetas, condicionamientos y determinaciones sociales. Una estructura
que permita, en el caso que nos ocupa, que la ancianidad se inserte por completo en
el tejido social de modo natural, solidario y activo. Hay que desterrar de una vez por
todas las soluciones jerárquicas y caritativas que
someten la vejez a una disciplina que los infantiliza prescriptiva y radicalmente.
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