La mala reputación del enojocomo una emoción considerada desagradable, arranca allá en la primera infancia cuando se nos limitaba o acusaba de malos si expresábamos una emoción no aceptada por todos. Se nos enseñaba a dividir estás expresiones emocionales en buenas o malas, motivando el entierro de las “malas”.
Tal es el estigma y el temor de quedar sospechados de malos, “mala onda” o ciertamente desagradables que optamos por negarlo conscientemente (o no), simplemente limpiamos estas emociones de nuestra máscara personal.
Expresiones como “yo no me enojo nunca”, “estoy triste, no estoy enojado”, son comunes de escuchar y la gente va moldeando el mejor de los personajes siempre contento de la fachada puertas afuera.
El castigo por mostrar el enojo pudo ser el rechazo de mamá o papá, la desaprobación de la maestra o el portazo de tu jefe y hasta el mote de mala onda de tus amigos.
Al enterrar nuestros enojos no solo no desaparece la causa sino que nos perdemos de indagar el motivo real del mismo, que nunca está fuera de nosotros, sino en nuestra herida. Nos perdemos de sabernos en ese enojo y también solo lo perpetuamos para que estalle vivito y coleando en otra ocasión que se torne favorable a su aparición.
El enojo y la rabia son emociones tan dignas y aceptables como cualquier otra de las que contamos pero nuestro error se asienta en calificarlas de buenas y malas, en eso comenzamos a taponar el fluir natural de las mismas y la consecuencia es más rigidez de nuestra máscara.
El enojo no es tu enemigo, por el contrario te señala algo que duele y que tarde o temprano deberás enfrentar.