Había una vez, hace cientos de años en una ciudad de Oriente,
un hombre que caminaba por las oscuras calles llevando una lámpara de aceite encendida.
La ciudad era muy oscura en las noches sin luna como aquella.
En determinado momento, se encontró con un amigo. El amigo lo reconoció
Luz para el camino
y le preguntó: ¿Bruno qué haces con una lámpara en la mano, si tu eres ciego?
El ciego le respondió: Yo no llevo la lámpara para ver mi camino. Yo conozco
las calles de memoria. Llevo la luz encendida para que otros
encuentren su camino cuando me vean...
No sólo es importante la luz que me guía a mí, sino también la que yo uso
para que otros puedan también servirse de ella.
Podemos alumbrar nuestro propio camino y también ayudar con
nuestra luz a que otros encuentren el suyo.
Alumbrar el camino de los otros no es tarea fácil. Muchas veces en lugar de ser luz y
alumbrar a los demás, les aportamos nuestras propias sombras y les
oscurecemos y dificultamos mucho más el camino.
Son las sombras del desaliento, la crítica, el egoísmo, el desamor, el odio, el resentimiento...