Cuando tocábamos el tiembre
al fondo del corredor inerte,
se oían sus tacones por el cuarto
como en una angustiosa novela.
Estaba sin duda arreglándole el lazo al perrito,
dándole el último toque a las flores
en el jarrrón de Frankfurt.
Pero al abrir, alta y nerviosa, como un pájaro
un poco desplumado, la saya y la blusa
tan conmovedoramente ajustadas
nos obligaban a ver el pañuelito
en el rincón del llanto.
La penumbra estaba llena de cojines ajados,
de litografías imprecisas que conocieron
el vaho de la ropa en la maleta
cuyo resorte sonó siniestro
en otra habitación inverosímil.
Junto a la ventana la mesita
para tomar el té con pudín de pasas
mirando las azoteas de la Habana
como un conjetura más bien triste que alegre,
y allí nos sentamos extrañamente inútiles
envueltos en gorjeos guturales,
testigos de sus labios modelados por el llanto,
y de su cabecita marcial, fantasiosa,
que se inclina cortés hacia el abismo.
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