El alumno y las onzas de oro
Era un profesor que destacaba por su rigor y adusto carácter.
Golpeaba con una vara a sus alumnos en cuanto éstos cometían una falta.
Cierto día, el severo profesor descubrió a uno de sus alumnos copiando
en el examen y le dijo que al día siguiente quería verlo en su despacho
para tomar medidas muy serias. El alumno ya sabía muy bien qué clase de medidas iban a ser.
A la mañana siguiente, el alumno llegó tarde a la cita. Se disculpó.
Perdóneme, profesor. Mi tardanza ha sido debida a que he heredado
una buena suma de onzas de oro y estaba haciendo planes de cómo distribuirlas.
¿Qué vas a hacer con tu fortuna? inquirió el profesor.
Lo tengo muy bien planeado. Invertiré una suma en hacerme una casa
y amueblarla; otra parte en hacerme con los sirvientes oportunos;
también daré una fiesta, y, por supuesto, utilizaré una buena parte para libros
y otra para obsequiar con ella al hombre que más me ha enseñado en este mundo: mi profesor.
El profesor se sintió encantado y halagado. Apenas podía creérselo.
Su ira se había desvanecido como el rocío al despuntar el sol.
Déjame que te corresponda dijo el profesor. Voy a invitarte a una opípara comida.
Comieron hasta hartarse y bebieron hasta emborracharse.
En su embriaguez, empero, el precavido profesor preguntó:
¿Has guardado bien seguras las onzas de oro?
¡Qué fatalidad, profesor! Créame que iba a guardarlas en un lugar muy seguro,
cuando mi madre tropezó conmigo y me despertó.
Busqué las onzas pero se habían esfumado.