En una mañana cálida, Tío Conejo recolectaba zanahorias para preparar su comida preferida,
cuando escuchó por cerca de él un gran rugido que lo asustó. Era Tío Tigre,
que estaba buscando algo para cazar. Tío Tigre era un felino grande y fuerte,
que atemorizaba a los animales pequeñitos del monte, pero no
al astuto Tío Conejo, conocido en todas partes por su ingenio.
Al ver a Tío Conejo, Tío Tigre exclamó:
—¡Te encontré, Tío Conejo! No podrás escapar de mí esta vez, y serás mi almuerzo del día.
Pero Tío Conejo no estaba dispuesto a dejarse comer, así que comenzó a pensar en una solución.
Miró alrededor y divisó en la cima de una colina unas grandes rocas,
y tuvo una idea. Entonces, le dijo a Tío Tigre:
—Yo soy una presa pequeña y con poca carne. ¿Para qué conformarte conmigo
cuando puedes obtener un banquete mayor y más suculento, siendo tú tan grande y fuerte?
Verás, en la colina hay un rebaño de vacas. Puedo subir hasta allá rápidamente
y lanzarte una novilla para ti.
Tío Tigre alzó la mirada y, como la luz del sol le daba directo en los ojos,
solo pudo divisar la sombra de unos bultos a lo lejos. Confiado en las palabras
de Tío Conejo, a quien tomaba por débil y cobarde, aceptó la oferta.
Ni corto ni perezoso, Tío Conejo subió a la colina y arrastró una de
las pesadas rocas hasta el borde del precipicio, y desde allí gritó a Tío Tigre:
—¡Tío Tigre, abre los brazos para que agarres a la novilla!
Entonces el gran y feroz Tío Tigre abrió sus brazos, y la roca le cayó encima,
dejándole un enorme
chichón en su cabezota que le impidió cazar por varios días.
Y una vez mñas, a Tío Conejo lo salvó su astucia y no la fuerza bruta.