Me duele esta canción crucificada
en el calvario de tu oído ausente;
la cantaba mi arcángel a tu paso
con rumores de brisas y de fuentes.
Me duelen estas manos sin cosecha,
que solían sembrar sobre tu vientre,
arados de diez rejas, o diez rosas,
trazando surcos, aspirando a mieses.
Me duelen estos pies que rastrearon
tus huellas por veredas que se pierden
en parajes desiertos,
donde sombra y silencio se adormecen
cansados de esperar luces y voces
que nadie expresa, que jamás se encienden.
Me duelen estos ojos que te vieron,
y te buscan hambrientos, persistentes,
entre las multitudes de las plazas,
en las calles vacías, en los trenes
que no me llevan a ninguna parte,
en bares que me ciegan y ensordecen.
Me duelen estos labios, que ahora callan
porque cuando hablan nadie los entiende,
sus palabras forjadas a oro y fuego
con un solo destino, que aún no muere.
Y me duele este sexo
que se apropió de ti, que no se aviene
a asomarse a otros muslos,
y en soledad te añora y se retuerce
con la angustia mortal de Laocoonte
estrangulado entre las dos serpientes.
Eres dolor total sobre mis miembros.
No sé nada del alma. Está en repliegue