Existía un juego en mi adolescencia, y en la de muchos, que se llamaba 'el teléfono roto'. Dispuestos todos en una ronda, uno de nosotros murmuraba algo al oído de su compañero de la derecha. Lo hacía de un modo veloz, casi sin modular las palabras. El receptor repetía al siguiente participante lo que había oído (o creía haber oído); éste, al próximo, y así hasta completar el círculo. Cuando el último decía en voz alta lo que había escuchado, la primera frase se había desvirtuado de manera total y era ya cualquier cosa. La calumnia participa de ese mecanismo, pero tiene un ingrediente letal: la mala fe. Es, como la describe el diccionario, 'una imputación falsa, hecha maliciosamente para causar daño'. Es mala fe, consideraba Jean Paul Sartre, actuar sabiendo exactamente lo que se hace y fingiendo que se lo ignora.

Se pregunta nuestro amigo José Angel si hay una ofensa mayor. Acaso existan pocas. La calumnia incluye varias ofensas en una. Una es la falta de respeto por aquel a quien se calumnia, el desprecio de su verdad. Otra es la mentira. La tercera es la burla hacia aquellos a quienes se les quiere hacer creer que esa mentira es verdadera. Y, por fin, incluye la cobardía, puesto que el calumniador nunca esparce su detritus frente al calumniado, sino que se embosca, se vale de otros medios u otras voces, huye de la confrontación con la víctima y con las razones de ésta. 'La calumnia no puede ser otra cosa que la venganza de los cobardes', decía el dramaturgo español Jacinto Benavente (1866-1954), autor de más de 170 obras, entre ellas, Los intereses creados y La malquerida.

Cuando una alta dosis de desinterés por el prójimo, una cultura utilitarista en la que el semejante es tomado sólo como medio o, muchas veces, despreciado, se combina, como ocurre en estos tiempos, con un desarrollo tecnológico de bajos estándares éticos y morales, la calumnia encuentra un terreno fértil. El blog, las redes sociales, las cadenas de mensajes de correo electrónico se convierten (más allá de sus bondades) en herramientas perfectas para que los cobardes que mencionaba Benavente desahoguen sus envidias, ignorancias, frustraciones, intolerancias y resentimientos mientras lastiman reputaciones. Si a esto se suma el uso irresponsable de medios gráficos, radiales y, sobre todo, televisivos (lugares en donde la palabra debería ser siempre una herramienta que honra a la verdad y siembra conocimiento), parecería que la calumnia es, hoy, mucho más que un ejercicio de chismorreo barrial y que marcha hacia un destino de epidemia social. Lo peligroso de esto es cuando también quienes cumplen funciones de dirección y liderazgo en una sociedad (desde el gobierno, la política, el deporte, el pensamiento, la cultura) adhieren al ejercicio de la calumnia.

'Es preciso que aprendamos a presentar públicamente nuestro punto de vista con razonamientos', escribe la lingüista estadounidense Deborah Tannen en su extraordinario trabajo La cultura de la polémica (que muy bien le haría leer a algún mandatario de por aquí y a más de un 'comunicador'). Hoy, reflexiona, 'cuando se discrepa de alguien el objetivo no es escuchar y comprender, sino emplear todo tipo de tácticas a fin de ganar la partida'. Si el fin es siempre ganar, dice Tannen, ya no importa tener razón; se pueden falsear hechos y mentir. Allí está, a menudo, el germen de la calumnia, que es, como ella lo sugiere, una forma de 'comunicación unidireccional que fomenta el desprecio'. Cuando la calumnia se acepta como algo normal (y hasta 'divertido'), la verdad agoniza, nada sabemos del otro verdadero, todo vale y, en acuerdo con Tannen, 'nuestra vida pública como la privada están en juego'. Pasamos a vivir contra el otro. Y este es un alto costo espiritual de la mentira emboscada.

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