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Sus fieles seguidores, sus hermanos, volvieron al cenáculo afligidos, asustados, temiendo ser cogidos y recibir la muerte por villanos.
Van a ungir el cadáver con sus manos las mujeres, ahogando sus plañidos, no están todos los ritos conseguidos y piensan que los riesgos no son vanos.
Al llegar al sepulcro se asombraron por encontrar la piedra removida y a un ángel que les dice: No está aquí.
Alteradas, corriendo, se alejaron con el alma exaltada, conmovida, a ver entre los vivos al Rabbí.

Jesucristo se muestra a las mujeres, les anuncia su marcha a Galilea, que lo digan sin miedo a la asamblea, allí se informarán de sus poderes.
Todos dudan, pues son los pareceres femeninos, y su dolor sortea, con locas fantasías, la marea de impaciencias, deseos y quereres.
Juan y Pedro deciden comprobarlo. Allí estaban los lienzos recogidos y el sepulcro vacío, abandonado.
Los soldados dispuestos a velarlo huyeron del lugar, despavoridos, ¡el Mesías había resucitado!.
 Los once a Galilea se encaminan al cerro que Jesús les ha indicado, cuando le ven venir, resucitado, ante su gloria espléndida se inclinan.
Cuarenta días junto a Él se hacinan, les promete que siempre irá a su lado, que no teman, poder le ha sido dado, sus palabras la inmensidad dominan.
Su mandato es que vayan por el mundo bautizando en la Santa Trinidad y salvando a las almas en su nombre.
Enviará al Espíritu fecundo que con sus siete dones da la paz y diviniza el ámbito del hombre.
Emma-Margarita R. A.-Valdés
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