La
captación del rostro humano por medio de una interpretación artística
se remonta a las primeras grandes civilizaciones de la tierra. Después
de un momento inicial, la Prehistoria, en el que no hay apenas
retratos, es a partir de culturas como Egipto (por ejemplo, en los
tardíos retratos de El-Fayum) o las de Mesopotamia (Sumer, Acad,
Babilonia, Persia) cuando surge la necesidad de captar la imagen de los
personajes más destacados de esos territorios. En un principio, el arte
se muestra al servicio de las clases dirigentes (reyes, faraones, alto
clero) que empiezan a comprender el enorme poder que tiene la imagen
como vehículo transmisor de mensajes de poder o riqueza. A todos los
efectos, la imagen de un dirigente le representa enteramente, es él
mismo, por lo que se imponen lenguajes con tendencia a la
simplificación, a la abstracción de perfiles y volúmenes. Pero al mismo
tiempo surge la otra gran opción estilística que va a perdurar en los
siglos posteriores: el naturalismo, la recreación más o menos fidedigna de los rasgos del ser humano,
de lo que le diferencia del resto. A este respecto, el periodo
"amarniano" del Imperio Nuevo egipcio - hacia el s. XIV a.C. - supone
una verdadera revolución, una lección para el arte de otras culturas,
como la griega o la romana. Allí aparecen hombres y mujeres alejados de
cualquier idealización: ancianos, feos, decrépitos... y, sin embargo,
se están plantando las bases del arte como testimonio fundamental de la
historia de la Humanidad. Egipto ejerció una influencia decisiva en las
culturas del Egeo, en el Mediterráneo Oriental, especialmente en la
griega. Así, por ejemplo, en los frescos del palacio cretense de Cnosos
vemos desfilar a mujeres coquetas y hombres musculosos, cuya imagen
está destinada a reflejar el sofisticado nivel de vida alcanzado. En
las fases posteriores del arte griego, el retrato se convirtió en el
testimonio perfecto de que se había alcanzado un nuevo grado de
civilización. Los valores de libertad y democracia tuvieron que
concretarse en una imagen renovada del ser humano, en unos retratos a
medio camino entre la idealización y el naturalismo, como en el retrato
de Pericles (s. V a.C.) en el periodo clásico o, ya en el helenístico,
el de algunos filósofos. Pero aún faltaba un paso más para entrar en la
concepción plenamente occidental del retrato. Ese protagonismo le
correspondería a Roma, primero en su período republicano, más tarde en
el imperial. Existían numerosas razones para ello: la copia de
esculturas griegas, un sentimiento exacerbado del individualismo, el
orgullo de saberse los dueños de casi todo el mundo conocido, etc.
Frente a las concepciones previas del retrato, en Roma se impone el
valor exclusivo de documento de época: veremos aparecer senadores,
cónsules, emperadores, pero también la narración de las batallas y de
los triunfos cosechados en todos los lugares. Esa preeminencia del
naturalismo en el retrato romano vendría a ser reprimida por la llegada
de una nueva religión, el cristianismo, que valoró la belleza
espiritual sobre la física. Éste es el rasgo decisivo en la evolución
del retrato en el milenio siguiente, y a través de periodos como el
prerrománico, el románico o el gótico los retratos descriptivos son
minoría, arrinconados ante la temática religiosa, que consideraba la
imagen en términos de educación moral y no de narración. A finales de
la Edad Media, una serie de acontecimientos permite iniciar una nueva
etapa para la Humanidad: de manera progresiva el hombre sustituye a
Dios como centro del universo. Cada uno ocupa su propia parcela y la
del hombre es el conocimiento del medio natural, del mundo físico. Como
siempre había sucedido, otra vez será el retrato el género artístico
encargado de mostrar con toda nitidez el alcance de esas
transformaciones. Pronto surgen dos núcleos geográficos donde irradian
las nuevas imágenes: los Países Bajos e Italia.