De todos los retos que se nos plantean hoy a los cristianos, uno de los más urgentes, sin duda alguna, es el de recuperar la Navidad. Es
Navidad secuestrada por el consumismo, devaluada por el folklore
sentimental, intoxicada por el ternurismo, vaciada por las alegrías
baratas, asfixiada por las grandes comilonas, emborrachada por
cualquier alcohol, adormilada por la rutina y por unas supuestas
tradiciones que no resaltan ya lo que festejan, sino que se lo tragan.
¡Algo no está funcionando en este tinglado humano! ¡Algo se le está
escapando a la Iglesia!
Algo grave nos ha sucedido a los cristianos cuando damos la impresión
de habernos quedado únicamente con la cáscara de esta nuez navideña, y
lo peor es que nos parece muy normal y, quizá, nos extrañe mucho esto
que estamos leyendo.
Probablemente
ésta sea la clave también por la que son cada vez más numerosas las
personas que, al llegar estos días, te confiesan que, para ellos, son
días de tristeza, o, cuando menos de melancolía.
¿Cómo puede tener fuerza espiritual algo a lo que, previamente, se ha despojado de su verdadero significado? La Navidad
sin raíces lo único que hace es volver más visibles a los muertos, a
los que se han ido y estuvieron con nosotros en años más agradables.
Una
Navidad sin fe, o con poca fe, inevitablemente es invadida por la
melancolía, ya que la otra solución, la de las risotadas, bebidas y
comilonas, tiene muy poca cuerda, dura muy poco. Y lo más difícil del
problema es que a la verdadera Navidad no se regresa por el camino de
la falsa ternura, del sentimentalismo. Sólo se reencuentra meditando la Palabra
de Dios, recuperando el sentido teológico de este acontecimiento
salvador y atreviéndose a creer en serio en lo que decimos festejar.
Y,
naturalmente, asombrándose porque lo que ocurrió en Belén no fue un
cuento, sino un “estallido”, algo verdaderamente extraordinario.
Y
sólo puede vivirse desde el “entusiasmo”. ¡Qué hermosa palabra ésta
que, etimológicamente, significa “embriaguez de Dios”. De Dios no de
vino, ni de brandy ni de whisky.
Cada vez que se acerca la Navidad
sube a mí alma como una nube negra, al ver el sádico vaciamiento que
hemos hecho de la idea de Navidad, esta expulsión a golpes de consumo
de aquel que decimos festejar. Pero es sólo una nube que acaba
despejando el Sol de la Noche Buena.
Porque lo más importante no es que nosotros lo esperemos sino que Él
siga viniendo. Recordemos lo que nos decía san Juan:“Vino a los suyos y
los suyos no lo reconocieron”.