OCTUBRE DE 2006
La difícil biografía de Antonio Machado
Ian
Gibson ha escrito una aplaudida biografía de Antonio Machado, pero Juan
Malpartida le encuentra vacíos importantes: filosóficos, contextuales,
estéticos, psicológicos, íntimos. He aquí el desarrollo de su
argumentación.
Cuando en su ensayo sobre
Fernando Pessoa, escrito en 1962, Octavio Paz afirmó que “los poetas no
tienen biografía”, porque su obra es su biografía, se refería sin duda
a que la poesía, en un poeta, es su mayor y más profunda actividad y
así lo determina tanto por ser criatura de sus poemas como por verse
enfrentado siempre a ellos: Rimbaud, que dejó de escribir a los veinte
años, tiene biografía hasta los 38, pero sin duda esos años ágrafos son
leídos en función de su obra. Por otro lado, Paz pensó esto en una
época en la que aún estaba influido por algunos aspectos del formalismo
ruso (aunque también los formalistas se dedicaron a escribir
biografías...); pero hay que recordar que Paz mismo es autor de una de
las grandes biografías de nuestra lengua, Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe
(1982), una biografía (también ensayo literario e histórico) a la
altura de las circunstancias, quiero decir: de la obra de la poetisa
mexicana. Además, era muy lector de biografías. Pondré sólo un ejemplo:
no le bastaba con los poemas de Eliot, quería saber el detalle y la
dimensión de las relaciones de Eliot con su amiga la estadounidense
Emily Hale, pero sin duda le interesaba por ser el autor de La tierra baldía.
Si digo todo esto es por mi sorpresa ante la lectura de un artículo,
publicado en estas mismas páginas, del poeta mexicano Antonio Deltoro,
quien comentando la reciente biografía de Ian Gibson sobre Antonio
Machado afirma, tras haber citado la famosa frase de Paz, que ahora
sabe que se puede escribir una biografía de un poeta con resultados
iluminadores. Caramba. Sin duda Deltoro ha contraído una deuda
impagable con Gibson, pero el mismo Gibson podrá señalarle un buen
número de biógrafos que entretendrán a Deltoro durante bastante tiempo,
y que debemos deducir que no ha leído.
Yo creo que no se puede
hacer una biografía de un poeta sin su poesía –algo que ha rozado
Dalmau con la que llevó a cabo sobre Jaime Gil de Biedma; pero es fácil
de aceptar que comprender los entresijos de la vida de Lorca o de André
Breton nos ayuda a penetrar en su obras y que algunos de los aspectos
de estas vidas se quedarán en nosotros como información respecto a
ellos pero sin arrojar luz sobre sus poemas. ¿La vida de Manuel Machado
desde 1936 a 1947 está en sus poemas previos, que son los que
poéticamente tienen valor? No digo que algo de sus actitudes
psicológicas (cierto cinismo y relativismo moral) no abran puertas
sobre sus actos posteriores, pero lo que pasó en su vida en dicho
periodo rebasa lo contenido en su poesía y, además, es inferior a lo
expresado en sus mejores obras: su olvido de la República y exaltación
de Franco es un documento; en cambio sus poemas no se agotan en su
significado porque son una presencia viva.
Ian Gibson no ha prescindido en absoluto de la poesía de Machado para llevar a cabo Ligero de equipaje. La vida de Antonio Machado
(643 páginas de texto, más notas), todo lo contrario: ha recurrido a
ella para iluminar la vida del poeta como, a su vez, ha utilizado el
documento biográfico para tratar de hacer más comprensible el poema.
Por otro lado, ha buceado en los orígenes familiares de Machado, sin
duda determinantes de su imaginario intelectual y de su psicología, y
se ha servido de lo que ha sobrevivido de la correspondencia con Pilar
de Valderrama para desentrañar los poemas a Guiomar y la verdadera
naturaleza de la relación con esta mujer, de la que estuvo enamorado
Machado desde 1928 hasta su muerte en 1939. Creo que el método es
acertado, sin embargo no oculto que, a diferencia de lo que piensa
Deltoro y, por lo visto, casi todos los críticos de este país, el
Machado de Ian Gibson –a quien debemos otros trabajos notables y
aportaciones valiosas en esta misma obra–, creo, peca de parcialidad:
hay aspectos importantes de su obra que no aparecen y es débil el
contexto humanístico en el que lo inserta. Es poco lo que sabemos en su
voluminosa obra del Madrid en que vivió y de los mundos ideológicos y
estéticos de su tiempo, que fue, del modernismo a las vanguardias, el
más agitado que se haya conocido. Gibson no se pregunta lo suficiente
por asuntos relativos a la psicología de Machado y a sus ideas sobre
literatura, y, así, olvida al prosista Juan de Mairena, quizás tan
importante como buena parte de su poesía. Al olvidar al prosista de esa
época no entendemos bien la complejidad y la forma que adopta su
imperiosa necesidad dialógica y el papel que cumple el distanciamiento
teatral de las voces. Olvida también al filósofo, al metafísico, que
guarda una relación fundamental con su poesía. Recordemos que afirmaba
que todo poeta, e incluso todo poema, tiene su metafísica. ¿Cómo
comprender bien el conjunto de su aventura poética, y especialmente los
poemas producidos después de Campos de Castilla, sin querer
entender su universo filosófico? Adelanto que sin esa investigación
–que por otro lado han llevado a cabo en parte diversos estudiosos–
toda comprensión ha de ser parcial cuando no errónea en algunos
aspectos. Ni la fenomenología de Husserl ni Heidegger son mencionados
una sola vez por Gibson, tampoco nos da una síntesis del pensamiento
del Bergson que pudo interesar a Machado, o del pensamiento de la
época, como son los casos de Gabriel Marcel (leído sin duda en la Nouvelle Revue Française)
o de Martín Buber, que nuestro poeta pudo conocer a través de
traducciones francesas. Tampoco, lo que el poeta andaluz aprendió de
Ortega y de Unamuno, y por lo tanto se buscará en vano las afinidades y
diferencias con el libro de Ortega de 1925 La deshumanización del arte,
cuyas ideas son visibles desde mucho antes. Si de nuestro poeta
filósofo expulsamos la filosofía sin duda habremos prescindido de una
parte importante de lo que ocupó su vida. A nadie se le oculta que la
extensa aproximación de Ian Gibson es una imagen posible de Antonio
Machado. Conviene tener en cuenta que, sobre todo en cuanto al poeta
(no a su dimensión más documental, tratada profusamente por Gibson), es
sólo una imagen entre otras, posibles y necesarias. De ahí mis reservas
que, por otro lado, sólo pueden partir de un trabajo como el de Gibson,
hecho con amor, conocimientos nada desdeñables y notable esfuerzo de
historiador.
Gibson parece aceptar que la obra de Machado
(también la de Manuel) es total y literalmente biográfica, no en el
sentido de Paz, sino en que podemos encontrar en el poema la dimensión
de la anécdota del autor. No cabe duda de que la poesía de Machado
tiende a la confesión y a la objetividad, incluso cuando se inventa
poetas (Abel Martín). Fue un poeta realista, que no se apartó de los
cánones literarios tradicionales, y, por ello mismo, tanto cuando es
intimista como descriptivo, siempre es reconocible el cuento en el
canto. Pero aunque sea sincero y bueno Antonio Machado, no podemos
seguirle siempre en la idea que tuviera de sí mismo, no en los mismos
términos.
Machado fue pudoroso respecto al erotismo y la
sexualidad, hasta el punto de rozar cierto puritanismo: la mujer –desde
un punto de vista físico– tiene ojos, pero apenas nada más. Algo –no
todo lo que se podría– nos dice Gibson de su erotismo, pero no hubiera
estado de más que se preguntara cuándo accedió Machado a la sexualidad:
seguramente
fue en uno de los prostíbulos que luego frecuentó, y
de los que Gibson no nos explica prácticamente nada, porque no hay
documentación, pero recuerdo bien oír a Ricardo Gullón referirse a
nombres de lugares, e incluso de personas, frecuentados por el poeta.
Es más, cuando Gibson se hace eco de que se rumoreaba en Baeza que se
acercaba a pie a Úbeda para visitar a una prostituta, Gibson recomienda
no “buscarle tres pies al gato”, porque bastaba la monumentalidad de la
ciudad para justificar sus visitas, como si el sexo no fuera un acicate
urgente y suficiente para caminar nueve kilómetros, y más en un hombre
que vivió solo toda su vida, salvo el corto periodo matrimonial con
Leonor, y al que, además, no se le conoce ninguna otra relación (Pilar
de Valderrama no le permitió mayores acercamientos). Sexualmente,
Machado fue un solitario. Y la sensualidad la encontramos en su
evocación del paisaje, pero no de la mujer.
Tratar de averiguar
el imaginario erótico de Machado no me parece intranscendente; no
ignoro que hay pocos datos, pero vale la pena arriesgar alguna
conjetura sobre el “calvario erótico” de Don Antonio. Otro biógrafo de
Machado, el francés Bernard Sesé, que publicó en 1980 un voluminoso
estudio biográfico y literario sobre nuestro poeta (citado una única
vez por Gibson), dedica algunas páginas, de cierto valor, tanto al
erotismo como a la filosofía metafísica que lo acompaña. También
hubiera sido necesario inventariar la biblioteca del poeta, es decir:
lo que leyó. Todos sabemos que había leído poesía, filosofía, teatro
español, a los franceses, algo de literatura inglesa, ¿pero qué y,
sobre todo, cómo? Sin duda hay muchas huellas a lo largo de su obra,
apuntes y correspondencia y valdría la pena ponerla en pie dentro de la
biografía para dar al menos una aproximación de lo que conformó su
cultura. También nos evita, probablemente llevado por su admiración
profunda y sincera, muchos de los juicios que tuvo sobre la literatura
de su tiempo: no sabemos por Gibson que no le gustó nada Neruda, ni
Huidobro, padre del creacionismo, de tanta influencia en Gerardo Diego,
ni Jorge Guillén ni Salinas. ¿Cernuda? Tampoco. Naturalmente estaba
lejos de Valéry, de Pierre Reverdy y de todas las vanguardias que se
originaron en Europa. En cuanto a los hispanoamericanos, está Rubén
Darío, sin duda (aunque no pudo gustarle sino parcialmente y en una
época), y el resto brilla por su ausencia en la obra de Machado, y por
lo tanto hay que mencionarlo, porque otros escritores españoles de su
tiempo –el mismo Unamuno– sí conocían la literatura hispanoamericana.
De los nuevos poetas españoles al único que de verdad admiró fue a
Moreno Villa, un poeta menor. ¿Le interesó Lorca, como Gibson quiere
hacernos creer? Algo debió deslumbrarlo, sin duda, pero no convencerlo.
Machado escribió “La tierra de Alvargonzález”, un imposible, anticuado
y penoso romance, quizás de lo peor suyo (a Juan Ramón Jiménez, a quien
fue dedicado el poema, no le gustó nada). Gibson parece admirar el
mencionado romance, elogiado también por un magnífico lector y
extraordinario prosista, Gerald Brenan. En cambio, Lorca es el autor
del Romancero gitano, donde en muchos instantes cristaliza una
información popular profunda con una imaginería moderna en la que el
surrealismo es visible. Lorca escribió Poeta en Nueva York
(publicado tras la muerte de ambos) y del que quizás Machado tuvo
noticias u oyó algunos poemas, pero dudo mucho –afirmo que es
imposible– que le pudiera gustar. Aunque a Gibson le hubiera complacido
unir a los dos grandes poetas en vida, no creo que sea posible. Para
ahondar en las diferencias, y en el universo estético y conceptual de
Machado, el borrador de su “Discurso de ingreso en la Academia de la
lengua” es rico en datos, pero Gibson no lo estudia, y ahí habla, entre
otros, de Proust y Joyce...
Hay que decirlo claro: Machado, que
tiene reflexiones sobre poética de una inteligencia notable, no
entendió la estética de su época, o mejor dicho: la vio y antes de
comprenderla, la condenó. ¿Por qué? Por razones muy complejas a las que
dedicaré en otro momento las páginas necesarias, pero es fácil ver que
esa condena está relacionada con su temprana formulación de la noticia
temporal, lo que era abstracto en poesía (y por lo tanto, no es)
y aquello que, en cambio, según él, es manifestación de la esencial
heterogeneidad del ser, que informa tanto el fundamento de lo poético
como el del amor. Es decir, Machado entendió y juzgó toda la poesía
casi siempre desde una misma idea, que sin duda le obsesionó. ¿Qué fue
antes, su formación del gusto estético o su conceptuación? Parece
evidente que su gusto no cambió pero que sus reflexiones se fueron
haciendo cada vez más complejas. Esa misma concepción le lleva a
condenar el barroco de manera casi general (sin dejar de admirar –no
podía dejar de hacerlo– algún poema de Quevedo o de Góngora). Su amor
por la poesía de tipo tradicional y por el romance, junto con Berceo y
Manrique, es superior al que siente casi por el resto de la poesía
española, si hacemos excepción de Juan de la Cruz, Fray Luis de León
(con reticencias), Lope, y en el siglo XIX, Bécquer. En una visión
global es necesario analizar qué significa esta notable parcialidad de
su gusto y la acentuada fidelidad a su concepción estética que alcanza
una intransigencia propia del ideólogo, del hombre de doctrina (tan
ajeno, sin embargo a su talante escéptico).
Por un lado, el
filosófico, Machado se apoya fundamentalmente en Kant (padre del
pensamiento crítico); y, por el otro, el político, fue un republicano
que creía, siguiendo a Unamuno y a Ortega, que la historia se hace (o
se deshace contra la resistencia del pasado): el futuro radica en la
forma que adopte nuestra voluntad y deseo. España no es una esencia
sino un devenir: nada de filología y etimología sino de acción y razón
que avanzan, sin olvidar la dimensión viva nacional, porque Machado
creía en el espíritu de las naciones. Sin embargo, por el lado
estético, tiene un pie puesto en el medievalismo. Estuvo en contra de
la poesía filosófica, reflexiva (también contra la que se excedía en
imágenes), y lo paradójico en Machado es que es nuestro poeta filósofo
por antonomasia, habiendo escrito varios poemas en los que lo abstracto
es el fundamento y la expresión del poema, aunque dicha abstracción se
transforma (como ocurre en otros poetas verdaderos) en presencia
reflexiva, en drama. ¿Se dio cuenta? Creo que sí, y que a veces la
crítica que hace a la abstracción es una constatación que tiene por
fundamento la conciencia de su obra, ese “herbario” donde las hojas
secas (imágenes abstractas, barroquismo o conceptuación) se mezclan,
siguiendo su terminología, con las flores frescas de la intuición, de
lo inmediato psíquico. Gibson debería habernos mostrado también esta
profunda y determinante contradicción, porque para Machado, la tensión
entre querer cantar y ya no poder hacerlo (“Don Antonio, el romancero”
–le dice un apócrifo– y responde: “Gracias, poeta, pero ya es tarde”) y
una poesía del futuro que intuyó y que, tal vez, no pudo darnos del
todo, esta tensión, digo, fue una verdadera obsesión que recorrió su
vida. Antonio Machado es el escenario de la lucha entre la poesía y la
filosofía, entre lo concreto de la intuición psíquica y lo abstracto,
entre, digámoslo de nuevo, el ser y el no ser, y por esto es
inexcusable estudiar su metafísica.
Al prescindir del
comparatismo, Gibson evita entrar en asuntos y aspectos que podrían
habernos mostrado a un Antonio Machado más complejo. Quizás no tan
grande pero, en cambio, más interesante. En 1911 Antonio Machado está
en París y asiste a las clases de Bergson; pero al haber focalizado
tanto los aspectos literarios, Gibson prescinde –no creo que lo ignore–
que un joven poeta norteamericano, catorce años menor que Machado,
asiste también a esos cursos. Machado afirmó que “entre los oyentes
había muchas mujeres”, pero también estaba T. S. Eliot, con el que
quizás se cruzó más de una vez en el aula, además vivieron a pocas
calles el uno del otro. (¿Por qué no imaginar un poco lo que fue
posible?) Machado tuvo una visión desdeñosa de París: su mundo frívolo
y erótico le molestó, como al puritano Eliot. Machado escribió por esas
fechas en París “La tierra de Alvargonzález” y por ese mismo tiempo, el
joven que asistía a las mismas clases de Bergson escribe “Retrato de
una dama” y, sobre todo, “The Love Song of J. Alfred Prufrock”, uno de
los poemas que, junto con “Zone” de Apollinaire y “El transiberiano” de
Blaise Cendrars, inauguran la modernidad en poesía. Sin embargo,
Machado proyectaba –obsesionado aún con la mentalidad noventayochista–
escribir un gran libro sobre España, uno de cuyos fragmentos sería Campos de Castilla.
Gibson admira realmente la poesía que se inicia con el largo poema
“Tierras de Soria”, y hace extensiva su pasión (“el ciclo machadiano
que hoy más conmueve a los lectores de su obra”). Es difícil calibrar
esto: ¿lectores españoles, argentinos, mexicanos, franceses? También es
difícil entrar aquí en un tema de gustos, pero ya que Gibson nos dice
el suyo (y el de todos), diré el mío y su corolaria generalización:
creo que la mayor parte de esa poesía, incluido casi todo el poema
citado, es difícil de leer con un suficiente interés hoy en día: esas
tierras de labrantías, las lomas calvas, el glauco vapor, los valles y
quebradas, los bueyes y arrieros, se han quedado atrás sin que la
poesía los haya transformado en el tiempo (o en tiempo perdurable). Ese
poeta sin duda tiene un espacio de consumo interno, nacional, pero
viaja mal por la lengua, quiero decir, por la imaginación de aquellos
para los que Soria o la ballesta del Duero carecen de significado. Ese
mundo rural está en parte lastrado. Tampoco cree Gibson exagerar al
decir que “no hay nada comparable en la lírica española del siglo XX” a
“Poema de un día”. Es un poema de una agilidad extraordinaria, y que
dice mucho de Machado, sin duda, con una gracia de movimiento teatral
acelerado; pero afortunadamente para los lectores y para la poesía
española (¿española o de lengua española?) la lírica en el siglo XX
llegó más alto y con otras características. Hay que pensar que en esta
misma época de Campos de Castilla están escribiendo
contemporáneos (más o menos) de Machado como Thomas Mann, Gide, Valéry,
Paul Claudel, William Carlos Williams, Virginia Woolf, W. B. Yeats,
James Joyce, Ezra Pound, Eliot, Apollinaire... O coincidentes en su
producción con Machado: Pablo Neruda, Borges, José Gorostiza, Xavier
Villaurrutia, César Vallejo, Fernando Pessoa... además de los poetas
españoles de la generación del 27. Es insoslayable reflexionar sobre
las obras de estos escritores para ver exactamente lo que estaba
haciendo Machado y cuál fue su verdadera importancia. Aunque la
literatura está hecha de excepciones, no es comprensible del todo sin
la convivencia, a veces difícil, con las otras excepciones. Gibson
vuelve a exagerar cuando considera el bello poema “Canciones”
(CLXXIII), con momentos de profunda belleza, “uno de los poemas de amor
más hermosos, más hondos, del español, quizás de cualquier idioma”.
Antonio
Machado fue un hombre y un escritor complejo. El hombre vivió siempre
nostálgico de un amor que no podía cumplirse. Gibson lo intuye en un
posible amor infantil, anterior a los ocho años, pero yo intuyo que su
amor fue, en un principio, su madre (me parece, dada la edad, más
plausible), y que la separación de su Sevilla natal y el famoso palacio
de Las Dueñas le dio un contexto que comenzó a dibujar en la
imaginación del joven un enigma que transcendería la anécdota inicial.
Machado tuvo un gran apego a su madre, y de hecho es un referente
continuo, hasta el punto de que el azar (llamémosle así) lo lleva a
morir junto a ella y casi al mismo tiempo, en Coillure. Aunque Machado
parece ser que vivió su calvario erótico y la mujer es tema de
reflexión y de desasosiego, su actitud –Gibson lo confirma– es pasiva.
Piénsese en la temprana tristeza de Machado y en su timidez, y, al
tiempo, en la alegría de su hermano Manuel, su desparpajo y su pasión
juerguista y mujeriega. Por otro lado, Machado –muy hijo de su tiempo,
quiero decir del español– consideró siempre a la mujer intelectualmente
inferior y Mairena tiene algunas frases que, al tiempo que exalta el
poder de la mujer, teme lo que podría hacer si logra que los hombres le
concedan voto político (José Machado lo confirma). Antonio Machado fue
de joven algo bebedor (sin caer en el alcoholismo, confiesa), amante de
la fiesta de los toros y algo nocturno, pero todo eso lo dejó, dice,
sobre 1909, cuando conoce a Leonor. También se lo dice en una carta a
su madre: que hace ya tiempo que dejó la “mala vida”. Machado estuvo
siempre cercano a su hermano, un notable poeta sin el talento ni la
amplitud y complejidad del poeta y del prosista Antonio. Gibson nos
promete, de alguna manera, que va a analizar la relación entre ambos,
pero es una lástima que no lo haya hecho: me parece un desafío que el
biógrafo debería aceptar. Antonio fue el cantor de una Castilla rural
(la exaltó y la condenó), Manuel, el de una Andalucía resuelta y
superficial. Manuel Machado fue lo opuesto antagónico de Antonio, hasta
el punto de que a veces aparece, no intencionadamente, parodiado en
algunos poemas suyos. La antagonía llega al extremo de que Manuel,
cumpliendo la obsesión imaginaria de Antonio relativa al cainismo, se
convierte en defensor a ultranza de la España que condena a su madre y
hermanos al exilio y, creo que puede decirse, a Antonio Machado a la
muerte. Manuel fue más generoso con la influencia francesa: tradujo
ampliamente a Verlaine y admiró París. Antonio renegó de la influencia
de Verlaine (analizada con amplitud por Gibson) y rara vez valoró la
cultura francesa: probablemente, desde la lengua misma, le parecía
demasiado reflexiva, cartesiana. Tanto en su primera estancia como en
la última, condenó la frivolidad y mundanidad parisinas. Machado
comprendía bien la desdichada frase de Unamuno: “que inventen ellos”,
porque –pensando Machado en Francia– suponía que la invención era
exterior mientras que lo propio español era descender a las esencias
populares, a esa razón común heraclitana, y, un poco menos: castiza.
Las nociones “popular” y “tradicional” son siempre en Machado rurales,
nunca pertenecientes a la ciudad: es un arcaísmo cuyo significado es
necesario analizar. Su gran admiración a Unamuno no es ajena al
españolista que había en el vasco, al iberismo profundo de Unamuno.
Machado, inventor de Abel Martín y de Juan de Mairena (las máscaras más
inteligentes y vivas que ha dado la literatura de España), tan
desprovistos generalmente de casticismo, y tendentes a la universalidad
constitutiva del pensar, es también el inventor de Antonio Machado, el
más casticista de todos los que conforman a este gran escritor. Antonio
fue un nostálgico del otro lado constitutivo de sí mismo, que por
razones metafísicas, debía ser una mujer (el anverso del ser). El ser,
que es esencialmente heterogéneo, al verse a sí mismo se ve como otro,
y por lo tanto no podría, en su desplazamiento erótico, llegar a la
cita, al encuentro con la amada, porque ésta es irreductible, y por lo
tanto percepción siempre de una ausencia. A su vez, el ser está
completo porque contiene su ausencia. Y por ello, y no por otras
razones biográficas, Guiomar (no Pilar de Valderrama) era cita siempre
para mañana. La amante nunca podrá terminar de responder al amor,
porque éste es la forma que adopta el ser, que es deseo y es, por
naturaleza, impenetrable. La esencial heterogeneidad del ser, en este
caso, es una ausencia inexcusable: acompaña al poeta que, al percibirse
(no al mirarse como Narciso en el espejo), contempla el hueco que lo
conforma, Dios o la Amada.
El libro de Ian Gibson –que sin duda
se ha convertido ya en una referencia para tantos aspectos de su
investigación e interpretación– es afortunadamente discutible, algo que
no se puede decir de tantas cosas que se han escrito sobre Machado. ~
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