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From: IGNACIOAL (Original message) |
Sent: 09/03/2010 18:49 |
Los Papas de Avignon
AVIGNON . RIO RÓDANO
BONIFACIO VIII
FELIPE IV EL HERMOSO DE FRANCIA
Los problemas del papado no terminaron con Bonifacio VIII. Felipe
de Francia, no contento con ver que su gran enemigo se había ido al seno de
su creador, estaba decidido a profanar su memoria. Benedicto XI, que le sucedió
como pontífice, trató de apaciguar a su majestad, absolviéndole de todo cargo
de sacrilegio que pudiera imputársele respecto a su predecesor. Cuando Benedicto
falleció un año después, una escandalosa intriga del cónclave hizo posible la
elección de Bertrand de Grot, arzobispo de Burdeos, como Clemente V. Al final,
los deseos de Felipe quedaban colmados; había un papa francés al que podría
moldear a voluntad.
BENEDICTO IX CLEMENTE V .
BERTRAND DE GOT
CELESTINO V . TUMBA
En la basílica de Santa María di Colemaggio all Aquila
De inmediato y para asombro de sus colaboradores, Clemente anunció que se trasladaban
al otro lado de los Alpes. Anagni había sido una molestia más que suficiente,
pero esto era la humillación final del pontificado; abandonar la sede del antiguo
imperio y las tumbas de san Pedro y san Pablo. Tal como declaró, Clemente temía
«causar algún pesar a su querido hijo, el rey de Francia». Pronto se estableció
en los dominios del rey, bajo el ojo vigilante del monarca, en Avignon, una
pequeña ciudad de Provenza, sita en la orilla oriental del Ródano. Con un Felipe
que amenazaba con un juicio postumo a Bonifacio por impostor y herético, el
papa condescendió en todo ante su majestad. Felipe fue alabado por su piadoso
celo contra Bonifacio, y Celestino V, al que Bonifacio había embaucado para
que dejase el solio pontificio, fue canonizado como San Pedro Morone.
El prestigio del papado sufrió un golpe casi fatal y una sucesión de pontífices
sensuales y codiciosos arrastraron la silla de San Pedro a la decadencia más
absoluta desde el «reinado de las rameras».
Un paraíso papal en Provenza
Los papas de Avignon no fueron por igual buenos o malos. Un discreto representante
fue Clemente VI, elegido el año 1342. Persona sin malicia ni principios morales,
tuvo el mérito de ser un buen pagano.
CLEMENTE VI
Clemente, otrora Pierre Roger de Beaufort, monje benedictino, arzobispo de Rúan,
canciller de su majestad el rey de Francia. El rey proporcionó a Su Santidad
la protección necesaria si había de vivir comme il faut. En realidad, a Clemente
no le gustaban Italia ni los italianos.
Habían transcurrido cuarenta y cinco años desde que Clemente llevara a cabo
su inspirado cambio; el Ródano por el Tíber; la suave fragancia de Provenza
por las ciénagas surcadas de malaria, cólera y tifus de Roma, donde todo el
mundo parecía estar dispuesto a matar a alguien.
Anteriormente, varios papas —Celestino V, por ejemplo— jamás llegaron a ver
Roma; el mismo Clemente VI no pisó suelo italiano en toda su vida. Como tampoco
lo hicieron sus inmediatos antecesores, Juan XXII y Benedicto XII. Clemente estaba
decidido a conservar esta delicada tradición francesa, lo que explica el cuantioso
desembolso para su nuevo palacio en Rocher des Doms, en las proximidades del
Ródano.
JUAN XXII------> BENEDICTO XII---------> CLEMENTE VI
JUAN XXII
BENEDICTO XII
A diferencia de Benedicto XII, que era un empedernido aguafiestas, Clemente
sabía cómo gastar. «Antes de mí, nadie tenía idea de cómo ser papa —bromeaba
con frecuencia—. Si el rey de Inglaterra quiere convertir sus fondillos en obispo,
no tiene más que solicitarlo.» En cierta ocasión, un burro se introdujo en el
consistorio con un cartel colgado en el cuello: «Por favor, háganme obispo,
también». Clemente se lo tomó a bien, como cuando recibió una carta mientras
se encontraba en pleno consistorio. Decía: «Del diablo a su hermano Clemente».
Él y sus «diablillos», los cardenales, se entregaron a estruendosas carcajadas.
Clemente tenía como único objetivo la felicidad de sus subditos. Y lo llevó
a la práctica sin reparar en gastos, satisfaciendo los deseos del más codicioso
solicitante que se le presentara. Algunos cardenales poseían entre cuatrocientas
y quinientas de las más suntuosas moradas. Ello implicaba que podían procurarse
los más hermosos muchachos, si ésa era su inclinación, o las más bellas señoras
de compañía. En Avignon, todo el mundo gozaba de medios de fortuna: los músicos,
los artesanos, los banqueros, los herreros, los astrólogos, los carteristas
y las espectaculares rameras. Pocos se lamentaban de que, en Avignon, Baco y
Venus recibieran mayores honores que Jesucristo.
Petrarca, el gran letrado y poeta laureado del imperio, fue uno de los pocos
que mostró su descontento. Una de las razones que le llevaron a lamentarse fue
que Benedicto XII deseaba a su hermana. Incluso llegó a rehusar el capelo cardenalicio
como parte de la componenda. Aun así, al final. Benedicto la consiguió; sobornó
al hermano del poeta, Gerardo. Tras morar en Avignon, Petrarca describió —anónimamente,
puesto que no quería que le llevasen a la hoguera — la corte papal como «la
vergüenza de la humanidad, un vertedero del vicio, cloaca que recogía todas
las inmundicias del universo. Su Dios era vilipendiado, sólo se reverencia al
dinero y las leyes divinas y humanas son pisoteadas. Por todos lados se respira
la mentira: en el aire, en la tierra, en las casas y, sobre todo, en los dormitorios».
El papa Clemente sufría de una «dolencia», diagnosticada oficialmente como una
enfermedad renal, pero la había contraído en su propio dormitorio. No había
sido muy discreto en sus amoríos, todo el mundo estaba al corriente, pero formaba
parte de su prodigalidad. Era incapaz de negar sus favores, incluso en el lecho.
«Sesiones de indulgencia plenaria», como se las solía llamar. Pero, posteriormente,
legitimó a toda su prole.
Gran parte de su palacio fue entregado a la Inquisición. La cámara de los suplicios
era vasta, sólida y abierta en el techo; sus muros irregulares devolvían los
lamentos y chillidos de los prisioneros sumiéndolos en el silencio. En más de
una ocasión, para alentar a los frailes, Clemente ascendió por la escalera en
espiral desde la cámara de suplicios a la lúgubre mazmorra superior que tenía
una apertura en el suelo. Persona de carácter delicado, le desagradaba contemplar
a través de ese orificio los cuerpos lacerados que eran impelidos y se derrumbaban
en aquélla sala de torturas; aun así, argüía, la herejía ha de ser estigmatizada
de algún modo.
Froissart, el cronista francés, llamaría al palacio de Avignon «el edificio
más primoroso e intenso del mundo». Siete torres se encumbraban hasta el cielo
y, a la altura de los ojos, densos muros blancos en los que los matacanes formaban
hermosos voladizos que reflejaban el sol. Desde su cúspide, Clemente podía contemplar
cómo, allí abajo, se deslizaba el Ródano que fluía bajo el gran puente de Saint
Bénézet. Dicho puente, con sus diecinueve arcos, tardó doce años en ser erigido
y algunos arcos están asentados sobre la isla que forma el río. En primavera,
los muchachos solían bailar, cantar bajo el puente y hacer el amor sobre sus
verdegales. «Bajo el puente de Avignon, se baila a su alrededor.»
Su Santidad admiraba la belleza de todas las cosas. En primer lugar, en la mujer,
la más pura arquitectura de la carne, pero también en la piedra de los edificios.
Sus tapicerías procedían de España y de Flandes; sus tejidos de oro, de Damasco,
Siria; sus sedas, de Toscana; sus piezas de lana, de Carcasona. Tenía un gran
aprecio por su servicio de mesa de oro y plata, que pesaba alrededor de cuatrocientas
cincuenta libras de la región. Deseaba con desesperación vencer en las guerras
italianas y reconquistar Tierra Santa para Cristo, pero no a costa de su vajilla.
Era mucho más económico congregar a sus treinta capellanes para que orasen por
un milagro.
FRANCESCO PETRARCA
Sospechaba que Petrarca era el autor de aquel maligno escrito acerca de cómo
en Avignon se ponían herraduras de oro a los caballos. El pontífice sabía que
una maledicencia así no podía dañar su reputación. Solamente los bocados del
freno de los caballos eran de oro. Era papa; debía contribuir al buen espectáculo.
Los cardenales, sobre todo, eran sensibles a estos gastos espléndidos. Sus amplias
residencias de Villeneuve, al otro lado del Ródano, no se habían construido
o eran mantenidas con una nómina de ciento cincuenta personas con un coste de
algunos céntimos.
El nido predilecto de Clemente era un cuartito de la torre con un doble diván,
bañado con el perfume de la condesa de Turena. En tiempos de Clemente, los que
querían conseguir las bendiciones del pontífice depositaban sus solicitudes
en el sedoso seno de la deleitosa perigordina, la hija del conde de Foix. Pero
Clemente VI consideraba a sus propias condesas sin rival. De todos los regazos
en los que su insigne cabeza reposó, el más dulce con mucho fue el de Cécile.
Pese a que había convertido a la curia en el aparato financiero más eficiente
de la historia, siempre andaba escaso de liquidez. En 1348, la compra de toda
la ciudad le costó un desembolso de ochenta mil florines. Pensó que era la mejor
inversión que hiciera nunca un papa, aunque algunos iban diciendo que la Iglesia
nunca se resarciría de su falta de providencia.
En 1350, el distrito de Avignon rebullía de peregrinos camino de Roma. Llegaban
a millares, ataviados con el tradicional atuendo del «peregrino» o vistiendo
sus trajes nacionales típicos. Algunos venían a caballo, otros, en carro cargados
hasta los topes con sus pertenencias; la mayoría llegaba a pie, apoyándose en
su cayado. Clemente apreciaba su sencilla piedad. Invirtieron muchas semanas
en llegar a Roma para el Jubileo. Seguían trabajosamente a pie las torvas cañadas
alpinas bordeadas por las nieves perpetuas antes de alcanzar las aderezadas
laderas, sembradas de cipreses y viñedos, de Italia, e iniciaban entonces el
largo y cálido trayecto hacia el sur. Muchos no lo consiguieron nunca; murieron
por su avanzada edad o por las enfermedades, o fueron objeto de robos o asesinatos.
Los más afortunados depositaron sus ofrendas ante la tumba de san Pedro para
que el clero las amontonase como si se tratara de heno y las remitiese a los
sucesores de San Pedro en Avignon.
Bonifacio VIII había decretado un Jubileo para cada siglo. A Clemente le pareció
demasiado poco. Lo redujo a cada medio siglo. Incluso él se sorprendió de los
resultados, toda vez que la mayoría de los peregrinos estaban deseosos de agradecer
a Dios por haberse librado de la peste negra. En tres años, un tercio de la
cristiandad fue diezmada, incluyendo Roma. Avignon perdió más de la mitad de
sus habitantes. En los inicios de la plaga, cuando nadie se atrevía a penetrar
en el interior de un monasterio carmelita, un alma valerosa entró sin pensárselo
dos veces y encontró a sus 166 monjes muertos. Un día, la cifra de muertos en
la ciudad llegó a los 1312. Generalmente, sus víctimas morían a las cuarenta
y ocho horas. Algunas ciudades quedaron deshabitadas. En los prados y los altozanos,
el ganado moría abandonado. En alta mar, los navios, muerta su tripulación,
acababan naufragando en los bajíos. Muchos culpaban a los judíos y los echaban
a la hoguera, los ahorcaban o los ahogaban a millares con religioso esfuerzo
para librarse de la plaga. En Avignon, Clemente protegió a los judíos. Evidentemente,
no le gustó nada que alguien comentara que no habían sido los judíos, sino la
vida disoluta del papa, lo que había provocado esta calamidad. Si hubiera descubierto
al autor de este comentario, le hubiese sometido a tortura y arrojado a la hoguera,
al lado de los denominados místicos, monjes y frailes que insistían, contra
toda evidencia, que Jesús vivió en la pobreza y no como las «prostitutas de
la Nueva Babilonia», como llamaban a Avignon.
En Roma, numerosas personas deseaban el retorno del pontífice a su diócesis.
La reina Brígida de Suecia era una de ellas; la joven Catalina de Siena, otra.
Ambas, canonizadas años más tarde, pasaron sus días rogando y escribiendo largas
cartas a Clemente. Le requerían para que pusiese término a ese escándalo y regresara
a la Ciudad Eterna.
BRÍGIDA DE SUECIA
CATALINA DE SIENA
Con más de cincuenta años de edad, Brígida era muy conocida por sus visiones
y sueños. En ocasiones, cuando relataba algunos de los más turbadores, los ciudadanos
que rodeaban su morada de Piazza Farnese, en Roma, vociferaban que la principessa,
como la llamaban, debiera ser quemada viva como una bruja.
Jesús le había hablado por primera vez cuando era una niña. Nunca olvidaría
esta visión de su amor extendida sobre la madera como ave de presa clavada sobre
la puerta de un granero. En su noche de bodas, suplicó a su esposo Ulf un único
favor: que el suyo fuera un matrimonio virginal. Y así fue durante dos años.
Después, tuvo ocho hijos en rápida sucesión.
Un sueño incluso llegó a horrorizar a esta austera dama. Se le apareció san
Lorenzo el Diácano. «Este obispo —dijo, no deseando mencionar al papa por su
nombre— permite la fornicación a sus sacerdotes. Entrega las posesiones de la
Iglesia a los ricos.» El santo se desvaneció para ser reemplazado por un caballero
de elevada estatura con reluciente armadura. Brígida se le aproximó y, con un
rápido movimiento, le quitó el casco, pero lo que sus ojos vieron no fue una
forma humana. Era un maloliente esqueleto de huesos sin médula y serpenteantes
gusanos. Conocía su significado; representaba al papa agonizando a causa de
una enfermedad pustulosa y ya en plena corrupción. Si le quitáis la cabeza y
miráis su alma, esto es lo que veréis. Esa masa hedionda tenía oídos en su frente
a causa de las lisonjas pronunciadas en su presencia; en su nuca había los ojos,
para que no pudiese ver otra cosa que la podredumbre; y su corazón no era otra
cosa que una inmensa gusanera.
Ni siquiera Brígida pudo prever que la noble cabeza de Clemente, acunada por
las más hermosas damas de Provenza, sería utilizada un día como balón de fútbol
por los hugonotes, o que su calavera acabaría convirtiéndose en una copa para
beber en la mesa del marqués de Courton.
El 3 de diciembre de 1352, un siroco impropio de la estación, llegado de los
desiertos africanos, hizo mella en Roma. El calor era insoportable, se avecinaba
una tempestad inminente. Un relámpago desgarró repentinamente la amenazadora
cerrazón; al instante, se escuchó un vivido estallido y un sobrenatural estrépito
metálico. Brígida tuvo la sensación de que el relámpago había caído en un lugar
cercano. Saliendo de su casa en el momento de mayor oscuridad y mientras diluviaba,
se encaminó instintivamente en dirección a San Pedro. La basílica había sufrido
un impacto directo y las campanas se habían fundido. En el mercado, todo el
mundo comenzó a celebrarlo: «Ha muerto. Sí, el papa ha fallecido y está sepultado
en el fondo del infierno».
Tres días después, el redoble de las campanas de Avignon anunciarían oficialmente
al mundo que el obispo de Roma, Clemente VI, de bienaventurado recuerdo, había
dejado de existir. Durante nueve días seguidos, en aquella enorme y ahora gélida
capilla, cincuenta sacerdotes celebraron misa para el eterno reposo de su alma.
Los misericordiosos exclamaron: «¡No es suficiente!». Los despiadados comentaron:
«Nunca será bastante».
1-http://www.cayocesarcaligula.com.ar/papado/papas_de_avignon.html LOS PAPAS DE AVIGNON
2-http://www.biografiasyvidas.com/biografia/f/felipe_iv_elhermoso.htm FELIPE IV EL HERMOSO DE FRANCIA
3-http://www.cayocesarcaligula.com.ar/papado/bonifacio_viii.html BONIFACIO VIII . EL PAPA AL QUE DANTE ALIGHIERI SEPULTÓ EN EL OCTAVO CÍRCULO DEL INFIERNO
4-http://es.wikipedia.org/wiki/Clemente_V CLEMENTE V
5-http://www.magnificat.ca/cal/esp/05-19.htm SAN PEDRO CELESTINO PAPA.
6-http://es.wikipedia.org/wiki/Petrarca PETRARCA
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De: frank2 (Mensaje original) |
Enviado: 24/02/2010 01:20 |
LOS PAPAS DE AVIGNON
Aviñón (en francés Avignon)
CISMA DE OCCIDENTE: CUANDO LOS PAPAS SE TRASLADARON A FRANCIA.
Bonifacio VIII, a la sazón octogenario, decidió hacer del año 1300 el gran jubileo de la cristiandad. Se
trató de la mayor hora de gloria del papado, del momento supremo en que
la fe cristiana se convirtió en la más viva, en la más creadora.
Roma, presa de la guerra civil. Pero
en los años siguientes, el poder pontificio fue puesto en tela de
juicio, y con frecuencia de manera brutal, por el rey de Francia, que
saqueó a su antojo las posesiones de los templarios. El sucesor de
Bonifacio VIII, Benedicto XI, acabó por ceder a todas las exigencias de
Felipe el Hermoso. Durante ese tiempo, toda Italia fue presa del
desorden. A la muerte de Benedicto XI, en 1304, los cardenales salieron
de Roma y eligieron como papa a un francés coronado en Lyon, en 1305,
con el nombre de Clemente V.
Dudando sobre si regresar Roma, desgarrada por la guerra civil, fijó provisionalmente su residencia en Aviñón (Francia).
Aviñón, residencia pontificia. Para
Clemente V, la estancia en Aviñón no representaba más que un alto en el
camino de Roma, pero su sucesor, Juan XXII, papa de 1311 a 1334, se instaló en ella de manera menos efímera.
El
palacio de los papas Elegido en 1334, el nuevo pontífice, Benedicto
XII, sabrá sacar el mayor provecho de las ventajas que le ofrecía
Aviñón.
Ahora bien, de formación cisterciense, Benedicto XII era un teólogo más que un político. Y en ningún momento quiso lanzar a la Iglesia
a una aventura guerrera. Fue él quien emprendió la construcción del
palacio, que sería a la vez centro administrativo y fortaleza.
La capital de la cristiandad. El sucesor de Benedicto XII, Clemente VI, papa de 1342 a 1352, era benedictino. Su mayor preocupación fue asegurar la independencia política del papado.
Junto al palacio edificado por su predecesor, que le parecía demasiado austero, hizo construir un segundo mucho más fastuoso.
"Roma ya no está en Roma.".Esta
fórmula lapidaría y en gran medida nostálgica, para referirse al
período que, entre 1305 y 1378, vio sucederse a los papas en Aviñón.
Forjada por siglos de papado italiano, la tradición ha contribuido a
ensombrecer exageradamente este episodio. Durante mucho tiempo ha
propagado la ¡magen de unos papas sin autoridad, corrompidos por el
lujo y la magnificencia, y sometidos al soberano capricho de los reyes
de Francia. El lujo de las ceremonias profanas rivalizaba en la ciudad
papal con el esplendor de las ceremonias litúrgicas. Pero la caridad
también tenía su sitio: la pignotte, o servicio de limosnas,
distribuía continuamente pan entre todos los necesitados, y finalmente,
si es cierto que, durante su estancia en Aviñón, el papado se preocupó
poco de reformar la Iglesia
en profundidad, también lo es que los papas supieron, sin embargo, y
gracias a una política centralizadora a veces llevada a ultranza y a
una administración bien organizada, mantener su autoridad sobre la
cristiandad
El regreso a Roma. Sin
embargo, Roma siguió siendo el simbolo del mundo cristiano ;y los papas
no cesaron de preparar su regreso a la ciudad eterna. Inocencio VI
encargó a un legado que intentase comprometer para dicha causa a las
ciudades italianas. Urbano V permaneció en Roma. Y en 1377, Gregorio XI
regresa a ella definitivamente. Sin embargo, esto no significó el final
del papado de Aviñón, porque en abril de 1378 a
su muerte el pueblo romano presionó a los cardenales para que
eligieran un Papa italiano: Urbano VI. Pero 13 de ellos eligieron un
papa rival Clemente VII, que se instalaría en Avignon. El cisma habría
de durar hasta1417.
Lista de los siete papas que residieron en Aviñón:
-Clemente V
-Juan XXII
-Benedicto XII
-Clemente VI
-Inocencio VI
-Urbano V
-Gregorio XI
Los
antipapas Clemente VII y Benedicto XIII (el papa Luna), continuaron
residiendo en Aviñón después de que los papas regresaran a Roma en 1377.
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Message 3 of 3 on the subject |
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En 1309, las revueltas de Roma obligaron al Papa Clemente V a huir a Aviñón. Iba a ser una solución provisional, pero terminó
convirtiéndose en la corte de lujo de los pontífices durante 60 años. Nos lo recuerda Nieves Concostrina .
Primeras páginas del libro
MENUDAS HISTORIAS DE LA HISTORIA
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