Siempre
he sentido una fascinación difícil de explicar hacia la Semana Santa.
Escribió Don Antonio Machado acerca de ese “cantar de la tierra mía que
echa flores al Jesús de la agonía y es la fe de mis mayores”. Puedo
suscribir una por una las palabras del genial poeta hispalense. Desde
pequeño he vivido las procesiones de Semana Santa arropado por mis
abuelos, viendo como espectador como se desarrollaban unos hechos que
les llegaban a lo más íntimo de su ser.
Pese
a los años transcurridos, las lecturas y el propósito de maniobrarme en
este mundo con la Razón como única brújula, lo cierto es que no puedo
dejar de admirarme ante esa muestra de fervor popular que se reproduce
cada primavera por todos los rincones de España.
Soy
agnóstico, lo confieso, y durante muchos años practiqué un decimonónico
anticlericalismo del que aún conservo ciertos prejuicios. La Iglesia
Católica siempre me ha producido una mezcla de atracción y repulsión
que es difícil de explicar. En una pirueta intelectual he conseguido
conciliar el rito y el folklore con mi rechazo natural hacia la
superstición.
Por
un lado, soy capaz de estremecerme ante una saeta, un paso o un
penitente, pero por otro, mantengo la cabeza fría y soy capaz de
vislumbrar el trasfondo que remanece oculto en su interior. Veinte
siglos de cristianismo pesan como una losa en el inconsciente de todos
nosotros y es difícil desterrar de un plumazo lo que tantas
generaciones han creído a pies juntillas.
Yo
vengo del sur, de una tierra donde las casas se adornan con santos y
cuadros piadosos, donde las mujeres se santiguan y le piden a la
virgen, donde los hombres se ponen corbata para asistir a misa. De esa
herencia soy tributario, aunque muchas veces me pese.
Por
todo ello debo confesar que me gusta la Semana Santa. Me gustan las
procesiones, las películas de romanos y las señoras con mantilla. Me
gusta, sí, y no pienso pedir perdón por ello. Me gusta, sí, aunque muy
a menudo me cabree como una mona cuando algún obispo se niega a que
alguien pueda morir con dignidad o que se investigue con células madre
para curar alguna enfermedad congénita. En esa contradicción vivo y he
de apechugar con ella.
Me
gustaría saber que pensaría Jesús de Nazaret de todo esto. Si mi abuela
tiene razón, a lo mejor se lo podré preguntar algún día. Esperemos que
sea más bien tarde que pronto. Por el momento me conformo con asistir
como espectador a un paso sencillo de un pueblo de Granada.
Y
ante todo la alegría y la ilusión con la que tanta gente vive estos
días, ya sea con recogimiento religioso o con espíritu festivo. Al fin
y al cabo es parte de lo que somos, de lo que nos define y que explica
tanto lo bueno como lo malo que existe en nosotros.
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