Un día como el de hoy, pero del año 1945, las tropas soviéticas del Ejército Rojo, en su incontenible avance hacia la victoria final en la Segunda Guerra Mundial, ingresaron al infierno del Campo de Concentración de Auschwitz, situado a unos 60 kilómetros al oeste de Cracovia, en Polonia, en medio de un paisaje de bosques y pantanos, para encontrarse con toda la crueldad e infamia, toda la bestialidad y aberración, toda la atrocidad y el horror que se habían dado cita en aquel siniestro lugar. Allí encontraron a 7.500 prisioneros en condiciones deplorables, a quienes apenas les quedaba un hálito de vida. Auschwitz I, o campo central, comprendía 28 edificios de ladrillo de dos plantas, así como otros edificios adyacentes de madera. Dos alambrados de púas con corriente de alta tensión cercaban la totalidad de la superficie. En un letrero, sobre la puerta de entrada al campo se podía leer, en señal de desprecio y sarcasmo, el irónico lema “Arbeit macht frei” (“El trabajo te hará libre”). La inanición, el frío, las fatigas extenuantes, el escorbuto, la disentería, los traumas e infecciones, los fusilamientos, la horca y las cámaras de gas, condujeron a la muerte a un 1.500.000 detenidos. Entre las víctimas hubo judíos, gitanos, eslavos, católicos polacos, serbios, prostitutas, testigos de Jehová, homosexuales, partisanos, comunistas y otros opositores políticos. Auschwitz no es solamente un acontecimiento histórico. Auschwitz es un símbolo, el símbolo del mal extremo, el símbolo de las fábricas de la muerte que se siguen reproduciendo, aún hoy, en diferentes partes del mundo, para vergüenza de la Humanidad.
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