A mediados del siglo XV, los distintos reinos peninsulares viven
momentos y situaciones muy diferentes. Castilla y Aragón salen muy
fortalecidos del proceso reconquistador, especialmente el primero.
Portugal ve en el Atlántico un ámbito propicio para su expansión, más
de carácter económico que militar, mientras que Granada y Navarra
apenas pueden luchar sino por mantenerse, frente al creciente poder de
sus vecinos.
Especialmente delicada es la situación del reino
nazarí de Granada. Ultimo reducto islámico en una Europa cristiana, los
gobernantes de la vieja ciudad de la Alhambra se ven forzados a pagar
tributo a los reyes castellanos y a defenderse de sus cada vez más
frecuentes incursiones, recordando con añoranza pasados tiempos de
esplendor. Hecha para el disfrute de los sentidos, la magnífica
Alhambra de los palacios y los patios, de los jardines y las fuentes
verá con resignación cómo la conquista cristiana de Granada marca el
comienzo de importantes modificaciones que habrán de suceder sobre su
recinto. Por encima de todas, destacará el Palacio que mandará
construir Carlos V, quien pretendió con este edificio levantar el gran
centro político y residencial de su Imperio.
El reinado de los
Reyes Católicos supone la unión formal de las Coronas de Castilla y
Aragón y el comienzo de la expansión a todos los niveles de estos
reinos, tanto por tierras del Viejo Mundo como del Nuevo. Castilla
conquista Granada, anexiona Navarra y emprende sus exploraciones
atlánticas, siguiendo la estela de Portugal y empujada por los
continuos avances técnicos. Los viajes de exploración, primero de todos
el llevado a cabo por Colón, producen el contacto con nuevas tierras y
gentes situadas en el occidente atlántico. Se trata de un nuevo
continente que será conocido como América y que a partir de este
momento comenzará a ser explorado y colonizado, dando lugar a un
doloroso encuentro entre dos mundos diferentes....
Los inicios de la Casa de Austria en España suponen un momento clave en
nuestra evolución histórica es un lugar común que, por repetido, muchas
veces se acepta sin preguntar por qué, contentándonos, apenas, con
afirmar que el XVI es un siglo de hegemonía y primer esplendor. Desde
una perspectiva universal, sin duda, es éste un período en el que una
de las novedades mayores -y el siglo asistió a muchas- tuvo que ver con
la constante y renovada presencia de la Monarquía de Carlos I y de Felipe II en todos los escenarios de un mundo que, precisamente, se encontraba en expansión respondiendo, en buena medida, a su impulso.
El siglo XVI, a escala internacional, lleva su impronta, aunque, de
puertas adentro, la identidad de España como unidad política sea poco
más que una entelequia, pues, de hecho, los Austrias Mayores gobernaban
sobre un conjunto de múltiples territorios
que, sin unirse entre sí, reconocían particularmente su dominio. La
Monarquía se fue definiendo y adaptando a nuevas circunstancias
mediante distintas formas de articular las partes con ese todo que
representaba la Corona.
En el interior de los reinos de esa plural Monarquía Hispánica no
siempre se estuvo de acuerdo con la renovada acción internacional que
impulsaron Carlos I y Felipe II y que los llevó de las Guerras de Italia a la intervención en el enfrentamiento civil francés.
El siglo XVI, en suma, aparece dividido
entre lo particular de los reinos y lo universal del Imperio y la
Monarquía, encerrando tantos esplendores como miserias, tantos
conflictos como logros. Un siglo crucial, pese a sus paradojas, en el
que la historia hispánica se unió a la de Europa de una forma que iba a
determinar su evolución futura.