Una mirada retrospectiva a la vida de una de los personajes más influyentes en la historia de España. Felipe II vivió
atormentado por unas extrañísimas visiones que le dejaron al borde de
la locura. Las oscuras noches en el Escorial se hacían eternas y
tormentosas para el monarca ante la fantasmal aparición de un perro
negro. El historiador Mariano Fernández Urresti aportará luz sobre la oscura existencia de Felipe II.
EL JARDÍN DE LAS DELICIAS . EL BOSCO . Un cuadro que fascinaba a FELIPE II .
"Dio
tres o cuatro aullidos temerosos, el silencio, la hora de la noche, la
bóveda de los nichos donde se había metido, donde retumbaba el sonido,
todo hacía de él miedo, horror, espanto".
Fray José de Sigüenza, confesor de Felipe II
Monasterio del Escorial (1544-1605)
Felipe II aquejado de gota, falleció en El Escorial el 13 de septiembre de 1598, marcando el recrudecimiento del declive español, que había comenzado con Carlos I y que le había dejado una deuda de 25.000 ducados, continuado en su reinado declarado tres veces en bancarrota, basándose su economía en Castilla, en los ingresos provenientes de las colonias americanas, y en los fuertes nuevos impuestos que estableció, aumentando los ya existentes. Y sabiendo que a su heredero Felipe III le dejará una deuda de 100.000 ducados
Felipe II vivió atormentado por unas extrañísimas visiones que le dejaron al borde de la locura. Las oscuras noches en el Escorial se hacían eternas y tormentosas para el monarca ante la fantasmal aparición de un perro negro.
Nacer y morir tal vez sean experiencias muy similares. Y Felipe II, a quienes sus admiradores llamaron Rey Prudente y sus enemigos Demonio del Mediodía, tuvo miedo a ambas.
Tuvo miedo a nacer y el parto se demoró 13 interminables días. Y tuvo miedo a morir y su agonía se convirtió en vía crucis de 53 jornadas. Un verdadero camino hacia el calvario, sino fuera porque sus enemigos dirían que no fue un Mesías del catolicismo, como él pensó, sino el mismísimo Demonio.
Y ya fuera Dios o fuera el Demonio quien lo ideó, su muerte, rodeado de fantasmas interiores, heridas sangrantes y huesos de muerto fue un verdadero martirio.
Desde 1592 su salud se había deteriorado irremediablemente. La gota había afilado aún más sus garras para clavarlas en las carnes del rey, hasta el punto de que ni siquiera podía firmar los documentos que tenía ante sí. Los dolores eran tan intensos que ni siquiera podía permanecer en la cama sin padecerlos. Tampoco había modo de estar sentado, y fue entonces cuando su ayuda de cámara, Jean L’Hermite, ideó un ingenio consistente en una silla articulada que permitía al monarca cambiar de postura.
Siendo consciente de que el tiempo se le escapaba de entre sus doloridos dedos y que le llegaba el momento de enfrentarse con sus propios fantasmas, el rey prefirió hacerlo en su madriguera y ordenó su traslado al monasterio de El Escorial.
El mes de junio de 1598 expiraba cuando salió del alcázar madrileño una comitiva espectral. El 30 de junio partió de Madrid para no regresar. Durante seis días su silla articulada fue transportada por porteadores que se turnaban en el oficio. Jamás pareció el monasterio escurialense tan lejano de Madrid como en aquel verano en el que el rey que se creyó Mesías comenzó su itinerario hacia otro mundo. Y al fin, el día 5 de julio pudo ver las torres orgullosas y enigmáticas de su templo.
Al día siguiente entró en la fábrica de Dios cuya construcción tanto había incomodado al Demonio.
In ictu oculi
“En un abrir y cerrar de ojos” se va la vida. Se escurren los granos del reloj de arena de modo tan sigiloso que no escuchamos sino la caída al fondo del último de ellos, cuando ya todo es demasiado tarde y nos enfrentamos a las imágenes de nuestra propia vida. ¿Qué hemos hecho en ella?
Dicen que el insigne pintor barroco del siglo XVII Juan de Valdés Leal se inspiró en El Discurso de la Verdad, escrito por Miguel de Mañara, para pintar los dos lienzos tenebrosos que evocan Las Postrimerías de la Vida. En uno de ellos se representa el Triunfo de la Muerte bajo la forma de un esqueleto que porta una guadaña. El descarnado personaje se alza sobre todas las cosas de este mundo, desde una tiara papal hasta los libros de los más sabios. “In ictu oculi”, en un abrir y cerrar de ojos, se lee en una leyenda que aparece en la obra, todo se fue.
Detengámonos en este cuadro, puesto que si bien es cierto que es posterior a Felipe II y nada tiene que ver con él, la verdad es que la muerte del monarca podría haber inspirado al andaluz Valdés Leal tanto o más que el texto cuya lectura lo impulsó pintar esta obra.
Fray José de Sigüenza nos dice en su crónica sobre El Escorial que el monarca sufrió el 22 de julio de 1598 calenturas a las que se unió un principio de hidropesía. Se le hincharon vientre, piernas y muslos al tiempo que una sed feroz lo consumía.
Aquella fiebre lo marchitó durante siete días completos, presintiéndose tan a las puertas del infierno que el fraile jerónimo afirma que Felipe se sintió “asado y consumido del fuego maligno”. ¿Creyó tal vez el rey que aquél era su postrer destino?
Ya fuera Dios o el Diablo, alguien envió al monarca una agonía cruel. Apareció encima de la rodilla derecha “una postema de calidad maligna, que fue creciendo y madurando poco a poco con dolores muy fuertes”, escribe Sigüenza. El médico Juan de Vergara abrió con hierro aquel absceso purulento, pero aquel sajar y sangrar no sería el último, sino el primero de los que padecería el rey en su temible agonía.
Pudiera ser fe, pero también miedo, lo que llevó a Felipe a ordenar lo que en seguida se dispuso. Buscó burladero en Dios y se confesó ante fray Diego de Yepes, a quien le pidió que le leyera la pasión según San Mateo. ¿Era lectura para confortar el alma o porque se sentía en igual trance que el Mesías?
Mandó que trajeran ante sí sus reliquias favoritas, de modo que al pie de su cama, de cuya vera no se movió su hija Isabel Clara Eugenia, se fue formando un espectral espectáculo con “la rodilla entera con el hueso y pellejo del glorioso mártir San Sebastián”, un brazo de San Vicente Ferrer, una costilla del obispo Albano y otros fetiches de similar naturaleza.
Y todo ello fue traído ante la minúscula alcoba del gran monarca en una procesión de gran solemnidad que habría que haber visto para poder describirla con justicia recorriendo los sombríos pasillos del monasterio. El confesor Diego de Yepes, el prior fray García de Santa María y el mismísimo príncipe Felipe, en breve Felipe III, formaron parte de la dantesca romería.
Llegan brazos y canillas ante el moribundo y tiene lugar otra escalofriante escena en la que el atormentando rey besa “con boca y ojos” aquellas reliquias y pide que se las pongan sobre la rodilla herida. Naturalmente, de inmediato siente alivio, de modo que le confeccionan un altar allí mismo, a los pies de su cama, con huesos y pellejos.
Es hora de revisar una vida, suponemos. Y entonces Felipe II “mandó hacer muchas y notables limosnas en estos días que duró su enfermedad”, escribe Sigüenza. Y así fue como se casaron muchas huérfanas, se socorrió a viudas y gente humilde y se dijeron muchos novenarios de misas. Y mientras, el rey no pierde de vista sus reliquias, hasta el punto de cuando caía en la inconsciencia su hija solía gritar que nadie las tocara, aunque nadie las tocaba, para que de inmediato su padre recobrar la conciencia ante el temor de que, en efecto, algún cortesano las cambiase de sitio.
¿Dónde fue a parar el rey del mundo? ¿Adónde se llevaron al nuevo rey Salomón? ¿Quién es ése desconocido que ocupa su lugar en esa cama? ¿Cómo fue que se esfumó tan gran monarca en un abrir y cerrar de ojos?
Cave, cave, dominus videt
“Mandó poner a todos los lados de la cama y por las paredes de su dormitorio crucifijos e imágenes”, leemos en la crónica de Sigüenza. Entre esas imágenes estaban algunos cuadros de un pintor extraño, un cicerone de mundos lejanos y próximos al mismo tiempo, cancerbero de infiernos y caricaturista de la moral humana: Hieronimus van Aeken, El Bosco.
¿Por qué ordenó Felipe II que trajeran a El Escorial cuantas obras de El Bosco fuera posible? ¿Qué razón tuvo para consumir sus últimas horas en este mundo contemplando las aterradoras descripciones del infierno que plasmó en sus obras el genial artista flamenco?
Esas preguntas serían suficientes para escribir un libro, pero aún resulta más inexplicable responder por qué Felipe II hizo traer a su presencia todas las obras que pudo de ese pintor. Y se dice que llegó a tener al menos nueve de ellas, entre las cuales estaban algunos de los trabajos más representativos de nuestro hombre. Detengámonos en alguno de ellos para comprender la tremenda incomodidad que supone para la ortodoxia explicar la muerte de Felipe II contemplando imágenes de esa guisa y no de santos convencionales.
Tomemos, por ejemplo, la Mesa de los Pecados capitales. ¿Qué nos encontramos en ella? En primer lugar, sorprende que la obra se estructure en cinco círculos. El más grande es el del centro, dividido a su vez en tres anillos concéntricos. Se supone que es el Ojo de Dios, y una leyenda escrita en latín nos advierte que todo lo vigila: Cave, cave, dominus videt (Cuidado, cuidado, el señor observa).
En el anillo exterior están representados los siete pecados capitales: Ira, Soberbia, Lujuria, Avaricia, Gula, Pereza y Envidia. Finalmente, en los cuatro ángulos de la tabla hay otros tantos círculos donde aparece el tema favorito de El Bosco: Muerte, Juicio Final, Infierno y Gloria.
Y ahora, imaginen a Felipe II. Los ojos desorbitados, los labios resecos, las llagas supurando, mascullando oraciones y besando pellejos y huesos de santo mientras en la pared de su alcoba se daban cita los peores sueños de El Bosco. Y es que hay algunos autores que creen que en esas horas finales de su vida el rey hizo que trajeran a su presencia todos los cuadros de este pintor flamenco que tenía en el monasterio. Otros creen que no tuvo todas las obras en la habitación, pero sí varias. Y desde luego, existe el consenso de que la sí tuvo delante en el postrer instante de su existencia fue El Jardín de las Delicias, o al menos una copia de ella.
El Jardín de las Delicias es otro tríptico sobrecogedor que cuando está cerrado nos muestra una inquietante burbuja de cristal que a modo de un matraz alquímico representa la Creación. Y una vez abierto, nos encontramos ante el despliegue propio del microcosmos de Hieronimus.
En la tabla izquierda aparece la creación de Adán y Eva. Él se muestra absolutamente desnudo, y ello ha llevado a algunos investigadores a plantear la posibilidad de que El Bosco pudiera haber estado vinculado a la corriente herética de los Adamitas. Se trató de una secta cuyo origen algunos fechan en el segundo siglo de nuestra era y que se mostraba a favor de la desnudez del cuerpo y de la práctica del sexo de forma absolutamente libre. Padres de la Iglesia como San Epifanio o San Agustín ya los mencionan, de modo que debían traer de cabeza a los prebostes católicos desde el principio.
Para esta curiosa secta, el matrimonio era cosa detestable y realizaban sus rituales completamente desnudos. Los hay que hermanan a este grupo curioso con los gnósticos carpocratianos, que también tenían costumbres muy relajadas en lo que al sexo se refiere. En todo caso, huelga decir que fueron perseguidos con saña, pues nada molesta tanto a la Iglesia como el cuerpo humano que el propio Dios creó, y además a su imagen y semejanza. Y ésa es una reflexión que podrían hacerse cardenales y mitrados sin demora.
En cualquier caso, fuera El Bosco o no adamita, lo que nos deja sin aliento es el resto de esa obra. Allí, una fuente de la vida extravagante; acullá, un Árbol del Bien y del Mal estrambótico, y todo repleto de seres fabulosos jamás vistos en estos páramos de la realidad ordinaria.
En la tabla central el sensualismo rebosa carne. Un lago repleto de mujeres desnudas es rodeado en romería lujuriosa por una multitud mientras las ilusiones del mundo se representan con el dibujo preciosista del artista flamenco.
Finalmente, a la derecha aguarda al infierno. Pero no contento con las torturas típicas y los tormentos socorridos, Hieronimus ve en el fondo de su mente instrumentos musicales que sirven para dar escarnio a los pecadores.
¿Adamita? ¿Conocimientos secretos? ¿Crítica social? ¿Quién inspiró a El Bosco? ¿Qué supo de él Felipe II que quiso cruzar al otro lado contemplando los mundos invisibles pintados en aquellas tablas?
Finis Gloriae Mundi
Mencionábamos en líneas precedentes las obras del pintor barroco Valdés Leal porque nos recordaban la muerte de Felipe II, aunque no guardan relación directa alguna con ella. Y si antes nos demoramos en el cuadro titulado Triunfo de la Muerte, más popularmente conocido como In ictu oculi, en la hora del final de nuestro personaje nos pareció de interés posar la mirada sobre otra de las obras de este pintor andaluz: Finis Gloriae Mundi.
Se trata de un óleo sobre lienzo en el que el autor representa lo efímera que es la vida y sus regalos ejemplificando la lección con una fosa donde los cadáveres se descomponen.
Son claramente identificables los cuerpos carcomidos de un obispo, puesto que se advierte su mitra, y un caballero de Calatrava a quien denuncia su manto con la cruz de su Orden. Una mano llagada, que naturalmente pertenece por ello a Jesucristo, sostiene sobre los cuerpos en corrupción una balanza, escenificándose la vieja pesada del alma de los egipcios. En los platillos de la balanza se pesan las buenas y malas acciones, y leemos dos inscripciones en ellos: Ni más, Ni menos.
En el platillo izquierdo de la balanza se representan los siete pecados capitales. En la obra de Valdés Leal esos pecados se representan alegóricamente con animales.
Mientras, en el platillo de la derecha aparece una serie de objetos que, en algún caso, están a punto de ser mencionados también en esta historia maldita de Felipe II: disciplinas, cilicio y cadenas.
Esta obra tenebrista y truculenta que Valdés Leal pinta en 1672, casi un siglo después de la muerte del soberano de El Escorial, nos inquieta. El frágil equilibrio entre ambos platillos puede conducir al difunto al cielo o al infierno, independientemente de los poderes y glorias terrenales de que haya disfrutado en vida. Recordando este cuadro de fuerza terrorífica una mañana en la que me detuve ante la alcoba en la que murió Felipe II en El Escorial me pregunté si el rey se hallaba en paz consigo mismo y con Dios. Creo que no, y de ahí su resistencia a nacer a la otra vida.
Durante los 53 días de su agonía, en vísperas de que también una mano invisible pusiera sobre el fiel de la balanza sus virtudes y sus defectos, a mí me parece que el rey mostró terror a morir. Aquellos cuadros de El Bosco aludiendo al infierno, aquella sed suya de oraciones y lecturas…
Temiendo caer en un estado de inconsciencia del que ya no le fuera posible salir, el primer día de septiembre el monarca solicitó la extremaunción, pero no de cualquier modo, sino a lo grande. Dice Sigüenza que “mandó a su confesor que le llevase el Manual, libro donde se administran los Santos Sacramentos, y le leyese todo lo que éste tocaba sin dejar letra”. Y para recibir el sacramento esmeró su precaria higiene, de modo que le cortaron las uñas y le lavaron las manos.
Antes de recibir la extremaunción, el moribundo se confesó. Después, ordenó que estuviera presente su hijo Felipe, “porque veáis en lo que paran las monarquías deste mundo”, le dijo al príncipe.
He hecho alusión a su higiene, y para mostrar aún mejor el dramatismo de aquellos últimos días tal vez sea necesario ahondar aún más en ese aspecto. Y es que el sufrimiento físico del rey era atroz, pero aún lo hacía más cruel la imposibilidad de lavarse como a él tanto le gustaba.
Felipe II había sido extremadamente meticuloso en su higiene personal, pero ahora que las glorias del mundo estaban a punto de apagarse, también eso le fue vedado. Jean L’Hermite describe aquel terrible escenario de este modo:
“Sufría de incontinencia, lo cual, sin ninguna duda, constituía para él uno de los peores tormentos imaginables, teniendo en cuenta que era uno de los hombres más limpios, más ordenados y más pulcros que vio jamás el mundo…No toleraba una sola mancha en las paredes o suelos de sus habitaciones… El mal olor que emanaba de estas llagas era otra fuente de tormento, y ciertamente no la menor, dada su gran pulcritud y aseo”
Impedido, sin poder hacer sus necesidades sino en el propio lecho, se abrió un agujero en la misma cama para que de ese modo pudiera aliviar su cuerpo. Todos los cronistas mencionan el olor insoportable en medio del cual el rey tuvo que vivir sus últimos días. Una agonía de la que no perdieron un solo detalle los huesos y pellejos de todos aquellos santos mártires que hizo instalar ante su cama maloliente. Pero, por encima de todos, había un crucifijo.
Seis años antes, estando en Logroño, el rey ordenó a Juan Ruiz de Velasco que abriese un cajón del escritorio que llevaba consigo. Dentro del cajón había un pequeño crucifijo y unas velas de Nuestra Señora de Montserrat.
También conservaba el rey una disciplina bastante usada. Todas aquellas cosas habían sido de su padre, Carlos V, y le dijo al cortesano que recordara siempre dónde estaban, puesto que un día se las pediría cuando creyera que estaba próxima su muerte. Y ese momento, era evidente, había llegado ahora, de modo que mandó al mismo cortesano que abriera el mismo cajón.
Carlos V había muerto empuñando aquel crucifijo, y Felipe II tenía el mismo propósito. Mandó colgarlo dentro de las cortinas de la cama, “frontero con sus ojos”, a decir de Sigüenza, y pidió que tras su muerte el crucifijo regresase al mismo cajón de donde lo sacaron para que, cuando llegara el momento, también su hijo Felipe (III) lo pudiera tener junto a sí.
Y de este modo, armado de reliquias y de un crucifijo, pertrechado de oraciones y rodeado de clérigos, Felipe II siguió dando instrucciones para su tránsito como si fuera un antiguo faraón egipcio. Imaginamos que de vez en vez miraba aquellas terribles pinturas de El Bosco. ¿Adónde iría él? ¿Al cielo? ¿Al infierno que algunos decían que estaba debajo mismo de aquella fábrica de El Escorial?
El Demonio reía y se relamía. ¿Qué estaría haciendo Dios en ese instante? Ordenó entonces hacer su ataúd, y además exigió que se lo trajesen allí mismo, “y daba en todo la traza y el modo, como si fuese negocio para otro”, leemos al fraile jerónimo. También dispuso que se le fabricase una caja de plomo, y ordenó que una vez muerto lo metieran dentro de ella para evitar los malos olores de la putrefacción. Y si esta biografía maldita está repleta de historias escalofriantes las unas y bellas las otras, no es menos poético el origen de la madera de su propio féretro.
Cinco años antes, paseando cerca de Lisboa, el rey vio los restos de un barco varado en la arena. El viejo buque se había llamado Cinco llagas. Como si tuviese una premonición, Felipe comprendió que aquella madera debía servir para hacer su última morada. Las cinco llagas de Cristo tal vez le recordaron su mesiánica misión a favor del cristianismo, o quién sabe qué pasó por su mente. El propio Sigüenza reconoce en su crónica que desconoce el motivo por el cual el monarca tuvo aquella idea, pero lo cierto es que ordenó que se llevaran a El Escorial aquellos tristes maderos, de los cuales también se hizo una cruz para la basílica del monasterio.
Con medio equipaje hecho, el rey aún se resiste a morir (o a nacer) Aguanta las acometidas de la Muerte hasta que el día 11 de septiembre se despide de los suyos. Les ordena perseverar en la fe y muestra su deseo de comulgar de nuevo. Tenía dicho a sus médicos que le informaran de cuándo había llegado su hora, y cuando éstos se lo hicieron saber, el monarca pidió refuerzos espirituales. ¿Acto de fe o terror desmedido?
Solicitó la presencia otra vez de confesores y clérigos, incluido el Arzobispo de Toledo, y hubo mucha plática y oración, como si aquel moribundo no hubiera sido preparado una y mil veces para el viaje que se avecinaba. Y a pesar de todo, dice Sigüenza, él pedía más y más oraciones y discursos.
Hora y media antes de expirar “tuvo un paroxismo tan grande que todos creyeron que había acabado”, de modo que comenzaron los lamentos y los llantos. Pero como en la mejor de las películas de terror, de pronto el supuesto muerto abrió desmedidamente los ojos y asió el viejo crucifijo de Carlos V con una fuerza propia de un hombre pletórico de salud ante la estupefacción, y tal vez un susto morrocotudo, de todos los presentes.
Pasó una noche más en medio de inacabables oraciones y mil besos al crucifijo de marras repitiendo mil veces mil un millón que “moría como católico”. ¿A qué tanta repetición de lo obvio? ¿O no era obvio?
El alba del día 13 de septiembre estaba a punto de romper por el Oriente. Eran las cinco de la madrugada cuando, al fin, “con un pequeño movimiento, dando dos o tres boqueadas, salió aquella santa alma y se fue (…) a gozar del Reino del Soberano”, asegura el cronista Sigüenza. Pero, ¿estaba el monarca tan seguro como el fraile jerónimo de que lo aguardaba el Reino de los Cielos? ¿Y si se incorporaba a aquellos escenarios terribles pintados por El Bosco y se convertía en un atormentado inquilino más del Infierno? Un día como aquel, pero 14 años atrás, se había puesto la última piedra de la fábrica del monasterio de San Lorenzo de El Escorial, la fortaleza que algunos dicen que selló una entrada al infierno.
Compusieron el cuerpo según las instrucciones que el propio rey había dejado dichas. Lo envolvieron en una sábana sobre camisa limpia que le pusieron a solas don Cristóbal de Mora y don Fernando de Toledo para que nadie viera el terrible estado en el que se encontraba su cuerpo. Esos dos cortesanos fueron los encargados de cumplir una última voluntad del soberano: ataron a su cuello un cordel del que colgaba una vulgar cruz de palo, que fue la única joya, si puede ser llamada así, que llevó consigo hacia el más lejano poniente.
Antes de cerrar el féretro, el futuro Felipe III quiso ver por última vez a su padre. Luego, gran copia de caballeros sacó el ataúd de la minúscula alcoba real y se formó una comitiva enlutada y dramática que recorrió como Santa Compaña los pasillos escurialenses con el muerto a hombros. Se celebró misa, y finalmente lo condujeron a dormir el sueño eterno con los suyos.
No sé lo que hizo el Demonio al ver muerto a su adversario, pero Dios no pareció mover un músculo. Tras la muerte del rey amaneció precisamente el día del Señor, un domingo, luminoso y alegre. Era el día 13, el número que en el Tarot corresponde a la Muerte; una carta de cambio, muda y transformación. ¿En qué mudó Felipe? ¿En Rey Prudente o en Demonio del Mediodía?