Conociendo bien el paño, uno que acaba de regresar de la isla más democrática del globo (léase Cuba), tendré que recordarle a la ministra española del ramo del Canon-Bautista (¿he de señalar SGAE?), que la ley nominada con parte de su apellido no es otra cosa que un desvergonzado proyecto por ponerle muros al campo, disfrazando la normativa a la que aludo, hoy “tumbada” en el muladar del parlamento borbónico, como un esfuerzo imponente por defender los derechos de creadores de todos los territorios comanches de la cultura, donde malviven muchos de ellos, mientras los más mimados por ese ministerio, tan discutible en su existencia y utilidad pública como la del mismo Dios, reciben subvenciones, regalos, galardones y obsequios en formas tan diversas como el número de insectos que anidan en el orbe. Y en esta época, aún más, aunque mister Caamaño, ministro de Justicia tan torpe como su compañero Conde-Pumpido, haya lanzado otra ley penalizando ese tipo de actividades, tan antiguas como orinar en una esquina, y tan imposible de aplicar en los juzgados como enseñar democracia a las fuerzas armadas, a las policías y cuerpos de represión de este lamentable país.
La ley Sinde, que dice proteger a los autores, resulta ser un proyecto de defensa de las multinacionales del cine, la música, la literatura, etc., porque son las grandes productoras y las editoriales (que succionan el copyright de los creadores), las que claman por su aprobación, engatusando a miles de ingenuos artistas que sueñan con un contrato en el que la compañía X o la editorial Z, se lleven a la hora de la firma más del 80% de los derechos que pudieran percibir si los gobiernos democráticos fueran tales y no, como hoy en todo el primer mundo, meras correas de transmisión entre el ejecutivo y la banca privada. ¿Acaso es imposible que en un estado verdaderamente participativo, existiese un organismo público que controlase los lazos que unen a una editora o una productora con un creador, impidiendo a las primeras el atropello que cometen impunemente desde hace decenios? ¿Es que puede permitirse la firma de contratos abusivos sin que exista una normativa que lo impida?
La Iglesia Católica tiene, como la Ley Sinde, una misma forma de actuar. Se trata de dictar normas por las que una multinacional, cual es Vaticano S.A., representa a un artista que no existe pero tiene miles de imágenes, cuyas obras vende en exclusiva a cientos de millones de personas, robando las ideas de aquel y transformándolas en filmes, canciones y libros, cuyos derechos de autor se reparten curas pedófilos, obispos delincuentes, papas rastreros, cardenales fascistas y partidos políticos cuyo arco ideológico no tiene ninguna lógica respecto de sus normas fundacionales. Y al que compartiera tal material, se le excomulga o se le denuncia ante los tribunales.
La democracia europea, como la yanqui, tiene las mismas características de la Ley Sinde. Una serie de empresarios a lo Díaz Ferrán, hoy pasando el mamporro a un tal Rosell, premian a los políticos más lamentables de los gobiernos del PP y del PSOE, una vez que han abandonado el cargo, porque fueron ellos y no las familias de ambos partidos, las que eligieron y dictaron los nombres de las listas que millones de incautos han ido votando.
La democracia así impuesta, dice representar los intereses de un ingente número de ciudadanos, velando por sus intereses de tal forma, que casi ninguno de ellos quiere reconocer que los gobiernos le están robando su hospital, su colegio, sus impuestos, su vivienda, sus pensiones, en tanto las multinacionales del ladrillo, el juego, los alimentos, la cultura, se reparten miles de millones que deberían utilizarse para lograr ese mundo mejor posible que el socialismo real trata de conseguir, en medio de furibundos ataques, manipulaciones, amenazas, atentados y embargos, por parte de los mismos que hoy quieren imponer la Ley Sinde, como las del PP, CIU o PNV, que en esta ocasión no han favorecido al PSOE para someterle a futuros chantajes en otros asuntos que nada tienen que ver con los derechos de autor.
Por mucho que digan, las webs que venden material ajeno son perfectamente controlables sin tener que proceder de forma Rubalcabesca (a lo Corcuera, a lo bestia), contra anónimos cinéfilos o melómanos, que lo único que hacen es exhibir su amor platónico por el arte, ya que ninguno de los responsables de las páginas desde las que yo me descargo canciones o películas, obtiene siquiera un euro por compartir algo tan hermoso como un tema de Brassens o un film de Rossellini, un poema de Góngora o un libro de Alfonso Sastre.
La queja no es de los autores, sino de sus estafadores. El lloriqueo no es de los creadores, sino de los ejecutivos agresivos con mente mafiosa y cocaína “ala de mosca” en el cajón de su mesa de caoba. El lamento no es del artista, sino de su manager, más pirata que todos los que pululan en el océano de la red. Son los empresarios, que dicen proteger a los artífices de obras de mil raleas, quienes gritan y aúllan porque se han pasado media vida haciendo fortuna con la inteligencia y sensibilidad de sus pupilos. No soportan que esas obras vuelen libremente.
Por mi parte, seguiré copiando música a quien lo demande, continuaré “quemando” discos con canciones o películas a quien me lo pida, tal y como hacíamos hace tan solo 30 años, cuando ninguna Sinde o ningún Bautista se atrevió a perseguir a quienes les grababan casettes con los éxitos de los Beatles o hacíamos fotocopias de los carteles de cine.
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