“La religiosidad sevillana tal vez sea la más rica en contrastes de toda España. Lo “oficial” y lo “popular” existen y cohabitan aquí en cada una de las manifestaciones religiosas o sobrenaturales con una simbiosis indiscutida y aceptada. La Virgen de los gitanos desharrapados va materialmente sofocada de joyas; las mujerucas del pueblo, con sus grandes escapularios y sus velas caminan de rodillas tras los brillantes uniformes y los penachos de los guardias que enmarcan a las autoridades en la procesión de la Virgen de los Reyes; la iglesia sevillana ha dado un plantel sin igual de Santos “oficiales”, empezando por Santas Justa y Rufina, las patronas que sostiene la Giralda, o San Hermenegildo, o San Leandro, o San Isidoro de Sevilla, o San Laureano, o San Pío, o el Rey San Fernando…; pero el pueblo se va cantando saetas y diciendo tacos detrás de la Macarena, o del “Cachorro”, o del Jesús del Gran Poder, y llena sus iglesias de velas y exvotos.
¡Virgen de la Esperanza! ¡Macarena!
Y una explosión de sol y de armonía
y un fluir generoso de alegría…,
cantaba Manuel Machado. Casi podría decirse que lo “oficial” está en la catedral, como sede del arzobispado, mientras que lo popular se extiende por iglesias y procesiones y llega hasta descampados y lentiscos donde la Virgen se aparece sin contar para nada con el señor Cardenal. La iglesia “oficial” tolera cuando no tiene más remedio, procurando mantener las cosas en un límite.”
Carlos Pascual, Guía sobrenatural de España (Ed. Al-Borak, 1976)
Cuenta el gran Antonio Burgos, escritor y cronista sevillano por excelencia, que las gentes de Sevilla “tienen dos gentilicios: sevillanos e hispalenses. Aunque pueda pensarse que los dos significan lo mismo, les diremos que no es así. Lo sevillano es lo real; lo hispalense, lo oficial. Lo barroco, lo vacío, lo falso, es hispalense. Lo real, lo popular, lo auténtico, es sevillano”. Así, sería sevillano el doblar de las campanas de la Giralda en la mañana del domingo de Ramos, anunciando con su repique el arranque de esa gran fiesta local que es la Semana Santa. E hispalense, una concepción exacerbadamente católica, casi contrarreformista, de la celebración de la Pasión de Cristo. Ejemplo de lo sevillano puede ser cualquier exabrupto escuchado al asomar por un callejón el paso de la Sentencia de la cofradía de la Macarena, dirigido al personaje romano que aparece sentado en un trono, lavándose las manos:
-¿Que quién es ese? ¡Pilatos, el hijo de la gran p(…) que casi nos deja sin Semana Santa…!
Hay quien ve en las prédicas de San Vicente Ferrer en un humilde púlpito de piedra del Patio de los Naranjos de la Catedral sevillana un claro precedente de la Semana Santa. Otros apuntan al Vía Crucis que el Marqués de Tarifa estableció al regresar como palmero de su famoso viaje a Jerusalén, narrado en verso castellano por el celebérrimo poeta Juan de la Encina. Lejos de intentar bucear en busca de sus orígenes, lo cierto es que la Semana Santa y las cofradías apabullan aunque sólo sea por lo abultado de las cifras: en Sevilla invaden las calles cincuenta y tres cofradías entre las tres de la tarde del Domingo de Ramos y las once de la noche del Sábado Santo. Su espíritu, inspirado por la Contrarreforma, es rendir culto público a unas imágenes, procesionándolas en Semana Santa en recuerdo de la Pasión de Cristo. A mediados del siglo XVI se fundó la cofradía más antigua, la del Silencio. Una de las más recientes, con apenas unas décadas sobre sus espaldas, es la de los Servitas.
Volviendo a la convivencia de lo “oficial” y lo “popular”, lo hispalense y lo sevillano, merece la pena comparar la denominación de cada cofradía dependiendo de quién la nombra. Así, adjetivando de forma superlativa, el espíritu barroco de la ciudad se adorna con una Real e Ilustre Hermandad y Cofradía de Nazarenos, o una Pontificia y Real Hermandad, o acaso una Real, Ilustre y Fervorosa Hermandad. Las combinaciones pueden ser infinitas. Pero para el pueblo llano las cosas son más simples, y las mismas cofradías tan adjetivadas se convierten en la de Los Panaderos, o la de Los Estudiantes (por aquello de los gremios), o la de La Esperanza de Triana, La Macarena, El Gran Poder (su imagen más venerada), o la de Montesión, San Isidoro, San Roque (por la iglesia en que tienen su sede), o la de La Borriquita, Los Caballos, La Gofetá (por lo anecdótico de alguna de las figuras del misterio), e incluso la de Los Gitanos o Los Negritos (cuestión racial). Desde las tres de la tarde del Domingo de Ramos hasta las once de la noche del Sábado Santo, todo el centro urbano de Sevilla y gran parte del casco antiguo quedan completamente cerrados a la circulación: calles y plazas son tomadas por las cofradías en su estación de penitencia hacia la Catedral. Otro buen ejemplo de esa dicotomía en que se desdobla la ciudad: los cofrades más estrictos con el sentido religioso del evento hablan de “estación de penitencia”. Para el resto de los mortales, el gran espectáculo católico, estético y tradicional es simple y llanamente un gran “desfile procesional”.
El Consejo General de Cofradías es la corporación encargada de defender los intereses de las hermandades de penitencia y de gloria, y siempre ha mantenido dificilísimas relaciones con “la Mitra”, léase el obispado. De nuevo lo popular versus lo oficial. Nunca ha terminado de entender la Iglesia, con mayúsculas, esa desmedida afición de los sevillanos por procesionar imágenes, incapaz de percibir la profundísima religiosidad que en ello subyace. El Consejo vela además por que se cumpla al minuto el programa de la llamada “carrera oficial”, el tramo de itinerario que media entre La Campana y la Catedral, pasando por la calle Sierpes, la plaza de San Francisco y las avenidas: se trata del camino común que deben recorrer todas las estaciones de penitencia, independientemente de la iglesia en que radique cada cofradía. La de Santa Genoveva, por ejemplo, viene desde muy lejos, casi once kilómetros, y tarda sus buenas doce horas en cubrir su recorrido. La del Calvario, ubicada muy cerca de la Catedral, pasa no más de cuatro horas en la calle. Nazarenos y pasos cumplen a rajatabla el precepto: todas y cada una de las cofradías, independientemente de dónde radiquen, deben ir en busca de La Campana para entrar desde allí, en su sitio y a su hora, por la “carrera oficial”.
Pero no debe pensar el viajero en busca de emociones estético-católico-religioso-tradicionales que lo mejor es alquilar una silla y sentarse en plena “carrera oficial”, a la espera de que lleguen los pasos de las cofradías en su estación de penitencia (o desfile procesional, si lo prefieren). Eso resulta pesadísimo. Lo que hacen los sevillanos es, aprovechando que la media de permanencia de las cofradías en la calle es de entre seis y ocho horas, buscar el lugar más interesante de la ciudad para disfrutar de la suya propia, y de aquellas de su preferencia. Para ello hay que conocer perfectamente el laberinto de calles, plazas y puentes sobre el Guadalquivir, y por supuesto acertar con el sitio y la hora más adecuados. Y no hay que desdeñar por completo la “carrera oficial”: sí que merece la pena pasar allí algunas horas para disfrutar del rito de una cofradía completa. El espectáculo es grandioso. Primero viene la banda de trompetas, cornetas y tambores, seguida por la Cruza de Guía, que siempre porta un nazareno, rodeado de otros que sostienen faroles. Llega inmediatamente después el primer tramo de nazarenos (el “tramo al conjunto”), parejas que sostienen cirios y que marchan entre dos insignias. Son banderas, pendones, guiones y estandartes que sostienen también los nazarenos junto a otros que portan varas de plata. Hay que fijarse en las insignias, porque cada una esconde un significado: el senatus marcha justo tras la Cruz de Guía, con el anagrama S.P.Q.R. (“el senado y el pueblo de Roma”); el estandarte ostenta el escudo de cada hermandad, y ya saben lo de “lo sevillano”: aquí, por su forma, lo llaman el bacalao. Con gran reverencia se porta el libro de reglas, con tapas de terciopelo y adornos de plata. Piensen que las antiquísimas reglas de la cofradía del Silencio fueron redactadas, entre otros, por el gran escritor Mateo Alemán, autor del Guzmán de Alfarache. Uno de los pendones más venerados en cada cofradía es el simpecado, siempre con una imagen de la Inmaculada Concepción. Y es que Sevilla fue siempre gran defensora de uno de los Dogmas principales de la Santa Madre Iglesia, Apostólica y Romana: un gran fervor concepcionista lo sigue inundando todo.
Las cofradías suelen sacar a la calle dos pasos: el que va delante se llama “el paso Cristo” y representa siempre la imagen de un Crucificado, o la de un Nazareno, o cualquiera de las escenas de la Pasión. El de detrás es el “paso Virgen”, siempre y sin excepción una Mater Dolorosa bajo palio. Tras ellos camina una banda de música, o al menos un conjunto de trompetas y tambores, interpretando marchas que marcan el ritmo del desfile del paso a los costaleros, que sobre sus hombros sostienen las varias toneladas de madera, flores, cirios, joyas, brocados y tafetanes que rodean la imagen. Hay tres marchas que adquieren rango de sintonía oficial de la Semana Santa sevillana: “Amargura”, “Penas” y “Valle”. Y muchas más: “Estrella Sublime”, “Aguas”, “Pasan los Campanilleros”… Esta última marcha se interpreta con campanillas, triángulos y castañuelas, y cada dos por tres obliga al obispado a prohibir su interpretación: al seguir un ritmo musical, los costaleros van en exceso sobre sus pies, meciendo exageradamente las imágenes. Tanto frenesí no está bien visto por la Iglesia, que a duras penas entiende la afición al folklore de las cofradías.
Si deciden acercarse por la “carrera oficial”, hay que ir sin duda a La Campana o a los palcos (la tribunas que el Ayuntamiento instala en la Plaza de San Francisco). En La Campana es donde, por así decirlo, las cofradías se “presentan” ante la ciudad, y los mayordomos de cada hermandad se afanan en acicalar sus pasos para tan sublime momento. Allí es donde se tocan las palmas a los pasos de cada Virgen, y donde se le grita “¡Guapa! ¡Guapa! ¡Guapa!” a la Macarena. Después vendrá el lentísimo discurrir por las estrechas calles del casco antiguo, como la mítica calle Sierpes. Un paso de palio tiene las medidas exactas para pasar por entre dos paredes encaladas, y sus varales para rozar los balcones de hierro forjado. Al llegar a los palcos municipales de la plaza de San Francisco, el viajero distinguirá dos sectores: el que está adosado a la fachada de la Casa Grande de San Francisco es Sevilla; el de enfrente, Triana. Las grandes familias sevillanas heredan, como si de palcos de ópera se tratase, los asientos de las tribunas del “sector Sevilla”. Es la ocasión para que las damas de la alta sociedad local luzcan sus mejores galas, sus joyas de familia, sus mantillas de blonda y encaje.
Y finalmente, los pasos entran en la Catedral por la puerta de San Miguel.