La foto está tomada minutos antes de que este joven sacerdote capuchino y recién misacantano, fuese fusilado en las paredes del cementerio de una aldea cerca de Jaca. Había celebrado su primera misa en junio y era pleno agosto. Es una mirada potentísima. Mira para el objetivo casi como si estuviera en el cielo ya. Los ojos claros del mozo lo dicen todo. Lo despojaron de sus vestiduras, quitáronle el hábito dejándolo en mangas de camisas para morir; la camisa sin cuello vuelto, como la de los campesinos y la de los clérigos de España. Esos ojos firmes pero serenos revelan ternura, bondad, presencia de ánimo y una cierta esperanza de que sus esbirros se apiadaran. Me llevan como oveja al matadero, parecen clamar los ojos del mártir.
El pelo revuelto y rubio y la barba pelirroja descubren los malos tratos, las injurias, las blasfemias que hubo de escuchar y los golpes de sus perseguidores de que fue objeto durante los interrogatorios cuando lo capturaron.
Tiene las manos en jarra, presenta un grano como un forúnculo en su frente despejada, no hay señales aparentes de vejámenes. Le planta cara a la muerte con serenidad pues debe de ser de la estirpe aragonesa de un paisano suyo, el diácono san Lorenzo, que estando incluso en la parrilla no perdía el sentido del humor cuando les gritaba a los verdugos que dieran media vuelta al cuarto asado. Tampoco el pundonor. Debía de saber que lo enviaban al paredón.