¿Toda mujer tiene la obligación de saber cocinar?
No importa que sean físicas nucleares, madres perfectas, o neurólogas. Si no saben cocinar... son un desastre.
Vengo de una familia italiana en la que el acto de cocinar y comer están entramados con el cariño. Recuerdo que mi abuelo tenía una fábrica al lado de su casa y que al mediodía también los empleados más antiguos de la empresa se sentaban a la mesa de mi abuela. Para ella era insoportable pensar que había hombres indefensos, abandonados, haciéndose un sanguchito en un escritorio de la oficina. De haberlo visto, se hubiera puesto a llorar de pena y hubiese matado a escobazos a la esposa que lo obligaba a almorzar en condiciones tan indignas.
Hasta el día de hoy, mi madre y yo compartimos el hábito de la burla gastronómica. Nos encanta reírnos de las mujeres que llegan a la cena de Navidad con una fuente de tomates rellenos o que cuentan, al borde del colapso nervioso, como hicieron, paso a paso, un bizcochuelo de cajita. Es tanto el escozor que nos provocan, que lejos de rechazarlas las buscamos para tirarles de la lengua. Queremos que nos cuenten su odisea culinaria para poder llorar de risa y preguntarles, con detalle morboso y violento, cómo hicieron para cortar la torta al medio, rellenarla con dulce de leche y espolvorearla con esas granitas de colores nauseabundas que usan las mujeres ineptas.
Relacionar a las mujeres de forma tan íntima con la comida es, en parte, un pensamiento retrógrado y machista. Pero no es una elección. Para nosotras, la mujer que no sabe cocinar es una inválida emocional. Abrir una lata de viandada (aparte de ser una afrenta contra la gastronomía) es un gesto de profundo desamor por la familia. Cocinar para otros es una prueba de amor y quien no cocina, para nosotras no quiere a nadie más que a sí mismo. Aunque sea a través de una ensalada rica o de una buena milanesa, la comida es afecto. Y el que lo niega, es porque se crió comiendo chikenitos y patynesa.