EL LENGUAJE DE LOS OJOS
Hay una palabra que parece resumir la esencia del universo,
del alma humana, de la vida misma y… del corazón de Dios.
Esa palabra breve en todos los idiomas del mundo es: Amor.
El amor es la fuerza que mueve la rueda de la existencia,
es el perfume de la vida, el bálsamo de todas las heridas,
la savia generosa de la auténtica felicidad.
No se equivocaba Quevedo cuando decía:
“El amor es la última filosofía de la tierra y del cielo”.
En cierta ocasión, al terminar una conferencia en la ciudad de Lima,
una señora de distinguido aspecto se acercó para conversar conmigo,
amablemente la escuché su caso no era nada simple, su problema
desconcertante, su preocupación evidente.
Ella quería que yo hablara con su hijo para disuadirlo de lo que
consideraba una locura.
Lo que sucedía era que el muchacho se había enamorado de una
señorita que aparentemente no era del agrado de su madre.
Al preguntarle con sinceridad si la muchacha no era digna o tenía
antecedentes que la desacreditaban, o alguna otra razón excluyente,
ella me detuvo diciéndome que la chica era excelente,
pero su historia era triste, una historia escrita sobre una silla de ruedas...
la muchacha era paralítica.
Por eso la madre razonablemente suponía que un romance en esas
condiciones jamás podría darle a su hijo la felicidad que ella
ambicionaba para él. Intrigado le pregunté cuál era el argumento
que su hijo esgrimía cuando lo enfrentaba con la realidad,
y ella me respondió algo aturdida:
“Siempre me dice lo mismo, siempre me responde lo mismo…
¡Ah! mamá, es que tú no has visto sus ojos, tú no has visto sus ojos,
si los vieras, no hablarías así”.
Demás está decir que me negué a interferir en los nobles sentimientos
del maduro joven, que juzgue la vida si estaba o no equivocado.
Lo cierto era que aquel muchacho había encontrado
en unos ojos dulces, que le acariciaban el alma, el misterio
inexplicable del amor; una mirada célica, cálida, pura, transparente,
había encendido en su pecho un sentir irrenunciable.
Para él no había dudas, la silla de ruedas se hacía una sombra cuando
la luz de unos ojos sin nubes le iluminaban el sendero hacia su destino.
¡Qué poder cautivante y sublime se compendia en una mirada!
El alma misma se escapa en los ojos, ojos que dicen sin palabras,
con la elocuencia del silencio, de la actitud del corazón.