La bruma del tiempo suele ser más cerrada y oscura que su propia apariencia. Ni la historia ni la memoria pueden contar con todas las herramientas para destejer o retejer el mundo que encerraba cada oficio de la ruralidad argentina.
Es que los oficios de entonces fueron producto de lentas y azarosas construcciones culturales. Debieron pasar siglos hasta que comenzara a aparecer la máquina -rudimentaria, elemental-, en un proceso del que no se percibía, ni se soñaba siquiera, que alcanzaría estadios de evolución tan vertiginosa. Más impensable aún que comenzara a socavar las bases materiales del trabajo personal hasta desplazar su manualidad.
Lo cierto es que la fuerza de trabajo fue perdiendo protagonismo hasta desembocar en la instauración del imperio de la tecnología y la informática. Sus impactos en la actualidad no dejan de sorprendernos, al tiempo que crece la alarma por la sustitución de mano de obra, y su devastador efecto, el desempleo.
En el propio ámbito rural, en el que ya no se siembra y se cosecha el trigo, sino que "se fabrica" a partir de una agricultura industrializada, se utilizan máquinas programadas a control remoto y satelital, reduciendo la empleabilidad a porcentuales insignificantes respecto de la demanda de mano de obra que se ocupaba en la agricultura aún mecanizada.
Transmisión de saberes
Volviendo a entonces, un mundo de estabilidad y certezas garantizaba la permanencia de las costumbres y las cosas. En ese acaecer inconmovible, los oficios, especialmente los campesinos, se hicieron sedentarios y fueron creando, por acumulación, en cada comunidad, un mundo cultural de grueso espesor que les daba sustento y envolvía una infinita variedad de prácticas y saberes concretos, sin cuyo conocimiento y dominio, el hombre no lograba insertarse.
Si algo ha distinguido a la cultura campesina ha sido precisamente la transmisión de esos saberes sobre la manera de hacer las cosas, de vivir y sobrevivir, de relacionarse, de preservar y de valerse de la naturaleza. Ese traditio , aquel tradere eran básicamente orales, o sea, la manera no letrada en que se transferían las experiencias de abuelos a padres, de padres a hijos y de diestros a principiantes.
Sin conversación no habría habido vida; en ella la memoria y los saberes bajan sus equipajes. Hablaban de las noches de luna con anillos y sus pronósticos; del celo, la preñez, las pariciones y las fases de la luna; del cuarto creciente y la siembra; de los presagios de las puestas ardorosas o empañadas y de los augurios del rosicler del alba. Del viento. Del viento sur y de los malos vientos. De la baquía en los quehaceres; de las peripecias del tambo y de la mala paga; de la furia y los bríos salvajes de toros y potros, de los mansos fornidos para acollarar ariscos. De la importancia de las manos en los caballos de montar y de la fuerza en las patas en los de tiro. Del no andar en yegua por menosprecio; y del señorío dominante que da al hombre andar montado. De estaquear un cuero fresco así nomás para que lo desgrasen las calandrias. De que hay cosas para gringos y hay cosas para criollos. De las prendas que no se "empriestan " y de los préstamos que no se reclaman.
Conversar sobre el carácter de los irascibles y de la mansedumbre de los hombres mansos; para saber del genio y figura de cada quien, su historia reciente y la que intentaba abrir o cerrar, en una comunidad rural de tanto italiano, vasco, turco y gallego recién venido, al lado de los hijos de la tierra y de los criollos, todos queriendo al fin, terminar siendo paisanos.
Un culto de la conversación y una escuela de la cultura paisana: en los galpones, en los fogones y materas, en los corrales y la manga, en los molinos y las aguadas, durante el ordeño y en las plataformas donde los tamberos lavaban los tachos; en el boliche, el almacén de ramos generales, en cualquier cruce de huella, esquinero o tranquera y, sobre todo, en la mesa familiar.
Claro que, en ese contexto, la gran madre y maestra del hombre de campo ha sido, por encima de todo, la naturaleza. Y por eso, el campesino la respeta y le dedica largas horas a contemplarla e interpretarla.
Compromiso con el medio
La vida del campesino estaba hecha de esperas, prudencia y vigilia. Por eso, la observación detenida, el interrogante y la interpelación, la perseverancia y, por fin, la paciencia para aguardar que las cosas sean -desde la lluvia al tiempo de la siembra y de la trilla; desde el celo y la preñez a la parición y la crianza, entre tantas cosas que hay que esperar en el campo- condiciones imprescindibles.
Y en esa relación de naturaleza y vida, tiempo y paciencia, el campesino construye su compromiso con el entorno. Con sus actos de entrega y en permanente estado de recato y humildad frente a ese reino de la diversidad, el hombre termina edificando en su fuero íntimo, su devoción y sus ritos, y, con sus fatigas y desvelos, concluye sintiéndose parte indisoluble del paisaje.
Hombre y naturaleza viven en diálogo permanente. Es un lenguaje de un rico entendimiento, tan lleno de sorpresas como de gratificaciones y reciprocidades. El hombre interviene, ayuda y protege dentro de límites que, ya sabe, son sagrados. La naturaleza, por su lado, no tan pasiva, le responde de uno u otro modo.
Cuando el hombre está aprendiendo o haciendo algo "debe poner el pensamiento en lo que se está haciendo", le decía Cochengo Miranda a sus hijos o discípulos. Y esa concentración penetrante para saber el qué, el cómo, el cuándo, el porqué y el para qué de cada oficio, es muy importante para adquirir las pericias y destrezas hasta hacerse listo y habilidoso. Una manualidad competente, una baquía adquirida en esas condiciones tenía supremacía sobre la idea misma del trabajo. En esto radicaba, básicamente, el secreto del saber hacer de las cosas, tanto desde lo individual como desde la comunidad vinculada en torno de un trabajo.
Claro que cada hombre, según sus dotes e inteligencia, su intuición, su capacidad de observar, su vocación y, sobre todo, gracias a la suerte que tuviera para encontrarse con un buen maestro, terminaba adquiriendo una reputación a su medida, en el ambiente de trabajo, la comarca y la región.
Los trabajadores rurales se desenvolvían en un universo simbólico, cargado de valores y significaciones, regido por los sentidos contemporáneos del deber ser, de la palabra y el ejemplo, seguidos de aquellas cualidades morales que tanta vigencia tenían como el honor, el servicio, la cooperación y la solidaridad.
La cerrada y oscura bruma del tiempo ha sepultado aquellos antiguos oficios de puestero, mensual, boyero, arriero, tambero, carrero, labrador, bolsero, pocero, molinero, caminero, hachero, pero los rescatan vívidamente los afectos y la memoria de quien fue protagonista de muchos de ellos hasta bien avanzada su juventud.
Por Angel Cirilo Aimetta
Para LA NACION
El autor es escritor y su última obra publicada es Oficios y personajes del campo , Ediciones INTA.