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Respuesta  Mensaje 1 de 1 en el tema 
De: 2158Fenice  (Mensaje original) Enviado: 05/01/2010 08:21
Memorias de un oficio por el que el gaucho mantuvo cierta libertad

Por Horacio Ortiz
Para LA NACION

A partir de la nueva organización del país, hecho desencadenado luego de los avances sobre los territorios de dominio indígena, se observó un llamativo cambio de hábitos del gaucho, tan proclive, hasta entonces, a protagonizar su incierto destino de trashumancia. Acató el sedentarismo a regañadientes, por lo menos durante las primeras generaciones, y de esa resistencia surgieron el desertor, el cuatrero, el salteador, todos ellos alimentados por los resabios de una idiosincrasia libertaria que no encajaba en los contornos de los noveles alambrados.

Pero bajo una forma de trabajo, el hombre de a caballo conservó su linaje y los privilegios de andar de pago en pago, sin patrón y sin apuros. El resero o tropero encarnó a todo paisano dispuesto a soportar el desarraigo, las ausencias largas y las interminables horas que a lo largo de semanas o meses debía caminar tras la hacienda que los estancieros ponían en sus manos.

Cofradía de solitarios

Lo poco o mucho que tenían iba con ellos. Dieron origen con su oficio a un tipo de apero y atuendo muy característico, con mate al cinto y la pava colgando de la barriguera, el atado de ropa atada a los tientos entre otros detalles. Marchaban con su casa a cuestas, es decir, el recado con gruesas matras, un buen poncho encerado para los días de temporal y bozales y maneadores, porque eran en su mayoría consumados domadores, un motivo de orgullo y de prestigio entre esa cofradía de solitarios.

Rondando hacienda casi cimarrona podían contar las estrellas en medio de la noche si es que el buen tiempo acompañaba, o tiritar bajo la lluvia sin más abrigo que un poncho hasta que el relevo les permitía arrimarse al fogón para dormitar un poco hasta la hora de reanudar la marcha.

Año tras año, una vez llegados los meses de marzo o abril, las haciendas de destete marchaban por arreo desde el sudeste de la provincia de Buenos Aires hasta los partidos del centro o el Oeste, y en algunos casos hasta la entrada de La Pampa.

Esos traslados demoraban semanas o meses, en los que un capataz, una docena o más de reseros y un carruaje (chata carguera o wagón) en el que apilaban sus pertenencias de los troperos, la comida y hasta algún ternero nacido durante el viaje, marchaban hacia su destino final por caminos vecinales o "cortando campos", a riesgo de mezclar las haciendas pero considerando la posibilidad de acortar la distancia y el tiempo, para después emplearlo en alguna cuadrera o tabeada que por grata coincidencia hallaran a su paso.

A veces debían badear algún río crecido con los riesgos que aquello acarreaba y en esas circunstancias no faltaron desgracias o pérdidas considerables.

Daba gusto oírlos hablar en rueda de tal o cual parejero del Azul o General Lavalle, de la singular belleza de alguna bolichera, de peleas a cuchillo que habían presenciado y, en algún caso, hasta protagonizado y de tantas carreras cuadreras. En esos trances solían cambiar de querencia y establecerse en remotos lugares, a veces sin dejar rastros.

De tanto en tanto, una espantada originada por alguna de tantas circunstancias posibles les hacía perder una jornada tratando de reunir los animales antes de reanudar la travesía.

Los capataces más experimentados iban haciendo coincidir su marcha con los establecimientos en los que eran bienvenidos y, donde se les permitía tender el recado dentro de un galpón, disponían de carne a discreción y corrales y plazoletas donde encerrar la tropa.

La aparición del ferrocarril fue acotando sus andanzas, pero a la vez les permitió un regreso más confortable y rápido embarcándose solos o con sus tropillas una vez entregada la tropa. Aunque algunos preferían hacer la galopeada, ya que con ello podían ganar algunos jornales sin complicaciones.

Hubo algunos arreos legendarios, y también reseros que lo fueron. Zenón Portugal y su hermano Irineo, capataces de El Arazá. Demetrio Bernal acarreó unas cuantas tropas de la familia Bousquet Serra desde El Sauce, en Dolores, hasta el partido de Bolívar, Perico Carmouze viajó desde Castelli hasta Tandil con haciendas de Muñiz Barreto, en varias oportunidades, aunque hubo algunos capataces que llegaron a destino con unas cuantas menos porque las extraviaron o porque las perdieron en apuestas desgraciadas. Pero de ninguno de ellos se da nombre, por no ofender sus memorias.

Todavía se recuerdan los nombres de los hermanos Amadeo, Raúl y José San Martín, a Fortunato Rivero y al capataz de feria José Bonelli. Lito Gastañaga, que participó en varios arreos, rescata, entre otros, aquel que cubrió desde el partido de Pila hasta Luján en solo cinco días; claro que iban arriando potros. Pero como contrapartida menciona también otro en el que junto a otros 18 peones arrearon 2000 ovejas durante 19 días desde Los Altos, en Castelli, hasta la estancia Santa Laura, en Azul.

Volverse recuerdo

Pero todo tiene un final. Con el tiempo vendrían los arreos cortos desde un campo a la feria, a los mataderos, o de campo a campo en un mismo partido. Los últimos exponentes del oficio que inmortalizara a Segundo Sombra se fueron perdiendo tras la polvareda de los camiones a la vera de los caminos que conocían de memoria.

Así como Ricardo Güiraldes se ocupó de uno -y de todos por extensión-, en la mencionada obra literaria la poesía cuenta con una larga lista de títulos destinados a los reseros, pero fue quizá Francisco "Pancho" Gandola, que vivió y trabajó en los mataderos, quien describió el ocaso de esta actividad en El último viaje.
En los versos finales de esa obra dice:
 
 "Cuando el destino me indique/ que ya ni un golpe me ataje/ diré adiós al paisanaje/ de este suelo tan querido/ y pa l rincón del olvido/ me iré en el último viaje."


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