Partir de vacaciones es comenzar a vivir a cuenta y volver es morir un poco. Durante el año fantaseamos con desenchufarnos a fondo, sin pensar en otra cosa que pasarla bien. Y cuando por fin llega el verano ningún problema, grande o chico, nos preocupa demasiado. Borrón y cuenta nueva y a otro paisaje, de mar o montaña, donde vamos a ser felices a tiempo completo.
A la hora de partir hacemos la valija con alegría, ni siquiera discutimos demasiado por lo que cargamos de más. Al ponernos en marcha soportamos sin enojarnos de más por los problemas en la Terminal de Retiro (demoras por las protestas de los choferes, cortes de la villa 31, congestión de los andenes, atrasos en la salida). Mucho menos si salimos con nuestro auto. Y no le damos tanta importancia a lo que nos sacaba de quicio en el año hábil (manifestaciones, piquetes, desvíos compulsivos, embotellamientos en las rutas).
Hasta al llegar a destino lo hacemos con otra actitud pese a encontrarnos con aumentos de precios porque llegó la temporada más el impuesto inflacionario. O que hay más gente que la que deseamos y para buscar un poco de espacio vital volvemos al auto para resignarnos con los caminos saturados por tantos otros veraneantes que buscan lo mismo, el sueño de una playa lejana para tendernos como lagartos sin peligro a que nos pisen o le rompan el castillito al nene que modela con arena sus ilusiones de arquitecto.
El difícil regreso
En el diario, con sus fotos y fotos que hacen ponerse verdes de envidia a los que se quedaron, lo mismo que en los programas de TV, se confirma el éxito de los circuitos más tradicionales, desde la costa atlántica hasta las sierras de Córdoba. No importa que, igual que en nuestros sitios de residencia habitual, haya larga cola para las entradas en los mejores espectáculos, turnos de espera en los sitios de comida preferidos o los inconvenientes que acompañan a la popularidad. La idea fuerza de la aceptación es reconocer que estamos de vacaciones , el mejor mantra para entrar en relax.
En cambio a la hora del regreso todo nos resulta de difícil digestión. Primero abandonar ese paraíso temporal, la momentánea rutina de manejar el tiempo a nuestro antojo y el dulce no hacer nada, el dolce far niente de los italianos que son maestros en el arte de vivir . Y luego, porque contrariamente a lo que pasó al iniciar nuestras vacaciones, todo nos comienza a caer mal.
Hasta la próxima
Dejamos de sonreír cuando las noticias nos contaban que por casa hacía mucho calor y la lluvia esperada no llegaba nunca mientras nosotros estábamos en short y comiendo al fresco de la propicia brisa nocturna. Ya nos dábamos cuenta que nos esperaban todos los problemas que habíamos postergado: calor, humedad, tormentas, facturas que se fueron acumulando, problemas, y una larga nómina de ítems desagradables. Y además tenemos que ponernos a trabajar mientras se desvanece velozmente el tostado que tanto nos costó conseguir. Entonces envidiamos a los caras blancas privilegiados que recién ahora salen. El que ríe último del trillado refrán.
La rueda vuelve a girar y, lo mismo que todos los años, al rato ya pensamos en las próximas vacaciones. La vida continúa.
Por Horacio de Dios