Argentina: un país contradictorio y racista
por Kozulj, Roberto (Ayer / Año 2004)
A mediados de los ochenta realicé una investigación acerca de las dimensiones culturales básicas de la Argentina y su relación con los obstáculos al desarrollo. Era parte de un proyecto para la Universidad de las Naciones Unidas, cuya sede se halla en Tokio.
Del análisis comparativo con otros 47 países surgían interesantes conclusiones:
a) La Argentina es un país con muy baja distancia del poder; es decir: cada individuo se siente poco distante de sus superiores en la jerarquía laboral, cada ciudadano opina y cuestiona aun aquello sobre lo cual no tiene conocimientos fundados, y cree lícita tal actitud aun frente a un profesional o a la misma autoridad;
b) es un país con un individualismo extremo;
c) es un país con un elevado grado de aversión a la incertidumbre, lo que implica la búsqueda de situaciones sin riesgo, el temor a la inseguridad y al futuro.
En la constelación comparativa del cruce de estas tres variables o mapa de dimensiones, la Argentina aparecía como única e inconsistente. Próxima a Italia y España en lo que a aversión a la incertidumbre e individualismo se refiere, pero distinta y alejada respecto de la dimensión distancia del poder.
Mientras el individualismo cuadra bien con culturas de baja aversión al riesgo (países anglosajones, por ejemplo), lo opuesto concuerda con una elevada distancia del poder (caso extremo de Francia, pero presente también en Italia y España). Obviamente la similitud con España e Italia no es sorprendente, como tampoco el hecho de que todos estos países hayan pasado por fuertes experiencias estatistas y autoritarias, proclives al fascismo.
La Argentina también las vivió, pero jamás fueron demasiado duraderas comparadas con las de Franco y Mussolini. La distancia del poder es baja, a diferencia de los otros casos. Muy distante, por ejemplo, del resto de la América hispana donde la propensión a la distancia social es un hecho cultural marcado a pesar de la modernización, lo que tiene profundas raíces históricas. América latina presenta las huellas de una herencia hispánica y una historia de sometimiento, distintas de la Argentina caracterizada a comienzos del siglo XX por una dominante presencia de diversas corrientes migratorias que en su momento llegaron a ser mayoría.
Pero otro rasgo importante es que a pesar de haber sido clasificada la Argentina como país estatista, casi la totalidad de sus ministros de Economía después de 1955 han sido liberales. La impronta anglosajona plasmada en esa adhesión a valores liberales e individualistas no fue nunca acompañada sin embargo por políticas puramente liberales. El sector privado siempre reposó en el amparo del Estado. De otro modo sería incomprensible tanto el contratismo, como la tablita financiera, como el haber inmovilizado por ley una variable de mercado clave como lo es el tipo de cambio en un esquema que sin lugar a dudas era impulsado por neoliberales. Anclado además en un nivel lejos de todo equilibrio de mercado, de toda posibilidad de convergencia, propenso a ataques especulativos.
Pero esta cuestión tiene también otra dimensión. Una dimensión que pretendió ser ocultada, por ser la Argentina "de las vacas gordas un país igualitario". Al igual que el Uruguay, un país atípico por sus bajos índices de pobreza, por su acceso irrestricto a la educación universal libre y gratuita. Una "igualdad" impuesta por el peronismo, más que conquistada a fuerza de luchas o consenso histórico.
Las conquistas sociales materializadas a través del peronismo de los 40, por medio de un "Estado benefactor", perduraron hasta mediados de la década del 70. Sin embargo, el despectivo mote de "cabecita negra" jamás fue olvidado. A su vez los gorilas eran definidos más por su pertenencia social que por una manera distinta de ver la realidad. Una Argentina blanca hija de la inmigración europea y una Argentina del interior, con otro color de piel: aquellos mismos que quemaban el parquet de sus nuevas casas para calentarse o hacer asado.
La década del 70 mostró en esa polarización un ingrediente novedoso: el peronismo de izquierda, sostenido entonces por los hijos de aquellos inmigrantes y hasta por los de aquellos provenientes de la clase alta. El marxismo, como ideología y praxis se hallaba aún en su apogeo y marcó a fuego instituciones como la Universidad, la Iglesia y el Estado, en una palabra la cultura y el país todo.
El retorno de Perón, antes que el proceso militar, acabó rápidamente con este intento descabellado vaya a saber impulsado bien por quien, como lo es ahora la inseguridad como eje de la oposición. Luego el Proceso produjo una especie de "limpieza étnica" entre los descarriados. Pero, por sobre todo y a través de sus políticas económicas, derrumbó el mismo sustento material de los logros igualitarios logrados por una sindicalización que por criticable que fuera implicaba un cierto equilibrio social. Pero el hecho de que obreros y empleados pudieran visitar lugares turísticos y acceder a ellos a bajo costo a través de sus obras sociales, jamás fue sinónimo de cohesión social. Era el remanente de un suceso histórico fuertemente rechazado por esa otra parte de la sociedad. Los "cabecitas" nunca dejaron de serlo a los ojos de esa otra Argentina plena de fantasías europeas sarmientistas y postsarmientistas. Y que ahora se refugian en sus abuelos para obtener un pasaporte de la Unión Europea, o que emigran clandestinamente.
El retorno a la democracia con una industria destruida y las huellas frescas de la especulación financiera, no fue ya un retorno a la igualdad. Y ello no es sólo atribuible a las fallas de la democracia, sino también a la inmadurez de toda la dirigencia empresarial, sindical, política, cultural en un sentido muy amplio del término. Debido a la ausencia de un mínimo consenso respecto a la legitimidad misma de la inclusión social, de un proyecto sustentable que superara las viejas controversias acerca de los ejes sobre los cuales el desarrollo de la Argentina sería posible. La ausencia de un proyecto de país serio, es el resultado de esta carencia.
Por desgracia nuestros empresarios profesan una ideología liberal pero son incapaces de asumir verdaderos riesgos, de aceptar y asumir la regla de oro del capitalismo: la quiebra frente a su propia decisión errónea. Por el contrario, mientras condenan la intervención estatal, la buscan cuando les conviene porque son rentistas: es nuestra herencia británica que convive con nuestros rasgos latinos. Los dirigentes criollos de las multinacionales supieron mostrar que en la Argentina los negocios pueden ser de otro modo y los engolosinaron.
La Argentina es un país, además de rentista, profundamente racista a pesar de que a muchos se le pondrían los pelos de punta tras tal afirmación. Es un país dividido no sólo en ideas, en proyectos, en grupos sociales bien definidos, sino también a través del color de la piel, porque el mapa de pobreza también tiene un color predominante. Este hecho ha sido no obstante disimulado por la pendularidad ideológica de una clase media que, sufriendo el paulatino despojo mira de reojo a otros mucho más despojados, porque esos otros en alguna parte de ese imaginario colectivo negado, aunque se diga lo contrario no merecen nada: son vagos, sucios, ignorantes, faltos de iniciativa, caldo de la delincuencia. De eso se oye en la calle, pero no se habla, que extraña contradicción ¿Cómo se hará para oír aquello de lo que no se habla? Es este el verdadero milagro argentino.
Un país así es ciertamente inseguro, presa de las peores improvisaciones y sobre todo del pánico que en todo momento puede desembocar en un intento autoritario que brinde esa seguridad tan anhelada. Caldo del fascismo.
No es de extrañar en este contexto que un empresario como Blumberg y un líder piquetero como Castells coincidan y sean tan complementarios, aunque desde puntos en apariencia totalmente opuestos. Para el primero y algunos de sus seguidores, la situación actual de inseguridad y el proceso nacional se parece al de la Argentina de 1973-1975 cuando predominaba la violencia guerrillera. Para el segundo, el actual gobierno es peor aún que la dictadura militar. Para uno es lícito sostener que sólo tienen derechos humanos los delincuentes. Para el otro, que los derechos humanos deberían implicar cosas insólitas como no juzgar delitos, reclamar que se les den cosas gratis porque son desposeídos, solicitar aumentos de salarios que de otorgarse producirían un caos como el previo al Rodrigazo de 1975, insultar a todos los funcionarios, restarles legitimidad, decir que son una basura.
Aun cuando uno se declare apolítico y fuera de toda adhesión ideológica, su discurso es claramente definido. Es un vocero del pensar de buena parte de la clase media que ante el caos reaccionaría de buenas ganas con violencia; la misma que pensó "que por algo desaparecieron los desaparecidos", que a pesar de ser cristianos la tortura no los asqueó, ni consideraron seriamente el sufrimiento de tantas familias, porque sólo los que se parecen a uno tienen el legítimo derecho a sufrir: los otros, el deber de cargar la cruz aunque fuesen no creyentes. Yo me pregunto si son realmente conscientes de que las principales víctimas de la violencia son justamente estos marginados, que diariamente mueren no por desnutrición como dice Castells, sino por grescas, por disparos, por heridas de armas blancas, muertes que se publican en un porcentaje mínimo porque siquiera llegan a la prensa o a ésta les importa poco.
Por su parte el discurso de izquierda de Castells alimenta simultáneamente el odio de esa clase media confundida, también sufrida, harta de los cortes de ruta, de la impunidad con que él mismo termina mostrando tener como tantos otros y el odio de los que quedaron fuera del sistema en especial después de los noventa.
Sería extraño el espacio que los medios le otorgan a este pseudo subversivo, si no fuera porque un discurso alimenta al otro y ambos debilitan la viabilidad de un proyecto económico autónomo que de triunfar mostraría las falacias que alimentaron nuestros rumbos en los últimos treinta, cuarenta, cincuenta o más años. Proyecto cuyo apoyo era o es justamente una buena parte de esa clase media confundida, ambigua entre sus intereses, temores y valores humanitarios que aún sobreviven a pesar de todo y se muestran tanto en procesiones con velas encendidas como en ollas populares, obras de caridad y tantas otras cosas.
Es por esto que el tema de la seguridad ha cobrado primer plano, desplazando una discusión que a la Argentina le falta: cómo y con qué rumbo crecer, cómo lograr la tan difícil inclusión social. De esta discusión surgiría obviamente la necesidad de mantener una única dirección por un tiempo largo, la eliminación definitiva de las recetas mágicas del imaginario social, la necesidad de obrar para el bien común renunciando a beneficios de corto plazo para encaminarnos a la construcción de un futuro basado en metas realistas.
Es como si los que manejan los hilos del poder invisible hubieran aprendido estrategias basadas en una atenta lectura de Gramsci y Maquiavelo y las aplicaran sin anestesia.
¿Cuando se pide seguridad qué se pide? ¿Es posible realmente resolver el tema de buenas a primeras? ¿Pudieron los Estados Unidos evitar el ataque a las Torres Gemelas, Menem, los atentados a la embajada de Israel y a la AMIA? ¿Se ha esclarecido el caso García Belsunce? ¿Se han esclarecido todas las desapariciones y hallado a todos los culpables de aquella guerra sucia o de simples hechos policiales como la desaparición de niños por redes de prostitución infantil? ¿Se han esclarecido las decenas de muertes violentas diarias que ocurren entre patotas, vecinos, jóvenes y adolescentes en los barrios marginales de las distintas ciudades del país?
Es un tema tan difícil que vuelve vulnerable a cualquiera, en especial porque simultáneamente operan dos frentes que en apariencia y remarco nuevamente, sólo en apariencia son contradictorios pero que parecen buscar un mismo fin: tanto la represión como la no represión plantean más allá de problemas operativos, costos políticos inmensos. Son estos costos los que están siendo explotados de una manera tan abierta que sorprende que la sociedad no reaccione ni parezca darse cuenta siendo llevada a tomar partido por alguno de los dos bandos.
Cuando se afirma que Kirchner no se olvide que ganó con sólo el 20% de los votos (La Nación, 27-8-04), uno debería recordar que ganó con ese porcentaje porque se violó el ballottage y no se permitió darle legitimidad a este gobierno. Un acto más de impunidad.
Una vez más, el individualismo, la baja distancia del poder y la aversión a la incertidumbre pueden jugarle a la Argentina una mala jugada. Precisamente a aquellos a quienes menos les conviene, es decir a la inmensa mayoría de los argentinos.
Es curioso que no exista en este momento entre las fuerzas del país quienes presenten una propuesta alternativa explícita, clara, viable respecto a la multiplicidad de problemas que nos aquejan y que nos olvidemos de la frase más conocida del Martín Fierro…. eso a pesar de que somos todos argentinos y supuestamente buscamos la unidad. Es extraño, muy extraño, pero totalmente acorde a nuestra historia y particularidad cultural, y a los intereses que representa el sector financiero internacional. El desafío es más grande de lo imaginado. Excede al poder político, a cualquier poder político si no tiene un fuerte respaldo. Sin embargo, estos temas serían todos ocultados si gobernaran los que defienden los intereses de siempre. Simplemente se nos convencería de que pobres hubo siempre y que las inversiones extranjeras están llegando a raudales tras la recomposición del orden perdido.
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